p. Luis CASASUS | Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 07 de Mayo, 2023 | Quinto Domingo de Pascua
Hechos 6: 1-7; 1Pe 2: 4-9; Jn 14: 1-12.
En 1848, Dostoievski publicó un relato titulado Noches Blancas, aludiendo a la época donde en San Petersburgo la oscuridad no llega a ser completa, por la elevada latitud de la ciudad. Es la historia de un joven soñador triste y solitario, que encuentra una joven, que también pasa por momentos difíciles. Ambos se enamoran, más o menos de forma platónica, cada uno a su manera y conversan durante cuatro noches. Finalmente, su relación se ve truncada por la aparición de un antiguo prometido de la joven.
Algo relevante en esta narración es que el soñador, lejos de desesperarse, decide vivir para siempre con los recuerdos felices de esas cuatro noches en las que compartieron sus sueños.
No es un típico “final feliz” ni tampoco una forma trágica de concluir el relato. En mi opinión, la genialidad de Dostoievski es su forma de decirnos que el verdadero amor es necesariamente para siempre, se basa en la eternidad, aunque el soñador protagonista de la novela se conforme con vivir para siempre con el recuerdo de esos pocos días. Este sentimiento, este anhelo del amor eterno está reflejado en la poesía, el teatro, la música o el cine de todas las culturas.
En verdad, hoy Cristo se refiere a esta realidad de todo ser humano, pero, por supuesto, con una visión única, nada ilusoria, de lo que este sentimiento de amor eterno significa. Nos revela que nuestro Padre celestial tiene este mismo sentimiento, pero Él sí nos ha amado desde siempre. Desde siempre ha preparado una morada para cada uno de nosotros.
En el texto de hoy vemos como el apóstol Tomás, de inteligencia minuciosa, quiere saber más detalles del lugar a donde Jesús va a partir, pero la respuesta de Cristo es muy significativa: Adonde voy, ustedes ya conocen el camino. Y, ante la insistencia de Tomás, luego declara abiertamente que va al Padre, no a un lugar como el Monte Tabor o el Huerto de Getsemaní. Si hay que hablar de un lugar, en todo caso podemos decir que es El Corazón del Padre.
Es cierto, como dice Jesús, que conocemos ese lugar. Primero, porque es el centro de nuestro anhelo, nuestra verdadera casa, nuestro destino. Y, además, porque al seguir a Cristo, aunque sea de modo imperfecto, hemos gozado por tener la seguridad de estar en el camino, de reconocer en el paisaje de penas y alegrías, la presencia divina, a veces muy discreta, a veces muy “personalizada”, como un signo que para los demás poco significa, pero que tal vez para mí es muy revelador de esa presencia. Un ejemplo reciente:
La semana pasada, un hermano me contó un encuentro con una antigua amiga. Su trabajo es organizar eventos. En una fiesta de bautizo que ella preparó, una pesada plancha de madera que había hecho colocar como decoración cayó, empujada por un viento repentino y destrozó una mesa de donde acababan de levantarse los invitados. Pocos días después, vio a su hermana algo desmejorada y la llevó al médico, quien no le encontró nada extraño. Por alguna razón, insistió al médico para que le hiciera un TAC. Se descubrió un tumor cerebral, su hermana fue exitosamente operada y así salvó su vida.
A casi todo el mundo le parecerá una casualidad. Y, aunque lo fuese, la Providencia es capaz de usar TODO (incluidas las “casualidades”) para decirnos que hay un Padre que nos mira, confía en nosotros y nos espera. Esta mujer concluyó que Dios le pedía hacer algo por los demás, aunque su vida personal estaba llena de dificultades y contrariedades. Y ahora ha comenzado una nueva etapa en su camino con Cristo.
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Es así como experimentamos lo que dice el Evangelio de hoy: Nadie viene al Padre sino por mí. Sentimos la presencia de nuestro Padre celestial en todo y en todos y encontramos en Cristo la forma de abrazarlo, de unirnos a Él desde este instante. Sin Cristo, no hay camino.
Nos sucede como a un prisionero en la Primera Guerra Mundial que escapó del campo de internamiento. Le ayudó un nativo que le condujo a través de un espeso bosque y desde allí a la libertad y de vuelta a casa. El nativo caminaba delante y el hombre le seguía detrás. Con gran dificultad fueron avanzando a través de espinos y arbustos, y subidas y bajadas, y vueltas y revueltas, y el hombre se cansó mucho. Entonces preguntó al nativo: ¿Estás seguro de que éste es el camino? El nativo le miró y dijo: No hay camino. Yo soy el camino. Si quieres ser libre y volver a casa, simplemente tienes que seguirme.
Desde luego, ver a Cristo, por poco que conozcamos de Él, es ver al Padre. Sólo le podemos mirar, y verle, cuando de verdad somos puros de corazón, es decir, cuando reconocemos que seguimos teniendo intenciones (y las utilizamos) de no vivir la abnegación a nuestros juicios y deseos… entonces sí que vemos a Dios (Mt 5: 8).
A este propósito, en la espiritualidad de nuestros hermanos ortodoxos es conocido el siguiente relato. San Isaac el Sirio nos cuenta una historia sobre un discípulo que rezaba para poder ver a los ángeles y, cuando Dios le concedió su petición, el discípulo fue a informar a su padre espiritual del don que había recibido. Pero el padre espiritual le dijo que volviera y pidiera a Dios que le quitara este don y le concediera ver sus propios pecados en lugar de ángeles, pues: El que se considera digno de verse a sí mismo (y a sus pecados) es mayor que el que se considera digno de ver a los ángeles.
Ver al Padre no es comprender intrincadas verdades teológicas, sino hacer lo que Cristo hace, decir lo que dice, amar como ama… porque el Padre hace, dice y ama así. Así se cumplirá en nosotros esa enigmática, pero precisa afirmación de Cristo que escuchamos hoy: Ustedes harán las obras que yo he hecho, e incluso mayores. La única explicación: Porque yo ahora voy al Padre, es decir, porque ahora nos confía totalmente la misma misión que él recibió. Ser conscientes de esto debería ser suficiente para vivir la maternidad y paternidad espiritual que empujan al Espíritu Santo a hacer milagros con nuestras modestas obras de misericordia.
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Al lado de esta maravillosa y real presencia del Padre y el Hijo entre nosotros, no debemos olvidar lo que la Primera Lectura nos transmite hoy: las continuas dificultades de la convivencia entre nosotros. En las familias, en las comunidades religiosas, en el trabajo, entre vecinos… Esa es una constante entre nosotros, seres humanos sometidos sin excepción a nuestras pasiones. Pero también es la oportunidad de que se manifieste la paz que sólo Dios nos puede ofrecer.
En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas nos presenta el conflicto entre dos grupos de cristianos: los judíos griegos y los hebreos. Seguramente, no había mala intención en nadie, pero es una buena ilustración del desastroso poder de los malentendidos y de las diferentes sensibilidades. Cuántas veces olvidamos, en la práctica, esta realidad, tal vez movidos por un deseo de justicia que se mezcla con nuestra pobre abnegación y nuestra impaciencia.
La Segunda Lectura nos advierte, con el símbolo de la piedra angular, Cristo, que puede convertirse en instrumento de salvación… y también de escándalo. La decisión está en nosotros. Y no depende de nuestra inteligencia, pues no hace falta ser un genio para comprender lo que pasó en la primera comunidad cristiana de Jerusalén, que fue capaz de dar un ejemplo de comunión y generosidad insólitas, poco después deterioradas por la desunión y los celos.
Pero la inspiración divina se manifestó con toda su fuerza: los Doce se pusieron de acuerdo, en comunión, dando un ejemplo de lo que hoy todo el mundo llama en la Iglesia “sinodalidad”: en verdad, supieron caminar juntos bajo la luz de Dios.
En verdad, esta maravillosa unidad no puede ser destruida si dentro de cada uno de nosotros no reina la división. Habló del corazón dividido, de lo trágico que es servir a dos señores, de la voluntad propia y la de Dios…Jesús no se cansó de repetir esta advertencia, que representa perfecta y completamente lo que ha de ser tu esfuerzo ascético y el mío. Hoy, en particular, las palabras de Cristo nos hablan de una unidad extrema, total, entre su vida y la del Padre. Puede parecer paradójico, pero es la lógica celeste y evangélica: mi unidad íntima sólo lo puedo alcanzar si antes, realmente, estoy unido a Cristo.
Nuestro padre Fundador nos ha enseñado continuamente que la unidad es siempre posible, y esto lo vivió con fidelidad en los momentos de persecución y cuando la envidia, los malentendidos o la traición de algunos le hirieron profundamente. Siempre vivió unido al recuerdo agradecido de las personas que le guiaron en la fe, pero también a las autoridades de la Iglesia que no podían o querían comprender su buena voluntad, y a aquellos que algún tiempo caminaron a su lado y, por la causa que fuera, le abandonaron en su singladura, alimentada sólo por la fe y la esperanza.
Supliquemos hoy a la Sagrada Familia para que nos contagie su forma de vivir en este mundo lo unidad que hoy Cristo nos revela entre Él y nuestro Padre.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS