El misionero y la misionera identes se proponen, por tanto, vivir la perfección de la pobreza, de la castidad y de la obediencia. De este modo, imitan plenamente a Jesucristo, y con la renuncia al espíritu de este mundo, reciben la riqueza, la fecundidad y la libertad que el mismo Cristo promete a quienes le siguen: “En verdad os digo que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10,29s.)
Los misioneros y misioneras identes adoptan la vida en común como auténtica familia reunida en nombre de Cristo bajo su misma promesa: “donde dos o más estén reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (Mt, 18,30). Su modelo es la Sagrada Familia con su estilo de vida característico: el estado de perfección y el amor profundo y entrañable. Al Instituto están asociados también miembros externos a la vida común.
El examen ascético y místico consiste en una dirección espiritual en común que se fundamenta en las palabras de Cristo: “donde dos o más están reunidos en mi nombre allí estoy en medio de ellos” (Mt 18,20) para vivir el mandato de la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt 5,48). Se realiza en comunidades homogéneas, efectuadas colegialmente, con la finalidad de que todos sus miembros progresen en la forma de santidad que solo puede ser lograda con una amorosa obediencia a la voluntad divina, representada en la dirección del rector o rectora de la comunidad ascético-mística. Este examen semanal les será de ayuda necesaria para vivir el Evangelio, la Eucaristía y la oración continua, con el objeto de, viviendo la santidad en común, acometer la actividad apostólica, el trabajo y el estudio.
Esta santidad evangélica tiene como centro al Padre Celeste, imitando la conciencia filial de Jesucristo, como enseña Fernando Rielo:
¿Qué es la santidad? Es conciencia filial; no es otra cosa. Es poder llegar al final de la vida, y la primera palabra pronunciada igual que la última, y la última lo mismo que la primera, es: —¡Padre! Y Él: —¡Hijo! Ahí es donde está el centro de toda sabiduría, de toda esperanza, de toda fe, de toda piedad, de toda autenticidad. La palabra Padre nos preservará de todo fraude. (Fernando Rielo, En el corazón del Padre, BAC, Madrid, 2014, p.35)