p. Luis CASASÚS | Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 02 de Abril, 2023 | Domingo de Ramos
Is 50: 4-7; Fil 2: 6-11; Mt 26: 14-27,66.
La meditación personal que cada uno de nosotros debe hacer sobre el Evangelio de hoy, va más allá de cualquier reflexión que pueda escribirse. Quizá por ello, me atrevo a compartir dos sentimientos de lo que me sugiere hoy la lectura de la Pasión de Cristo. Uno es el poder de la inocencia y el otro es la cuarta de las llamadas «Siete Palabras» que Jesús pronunció en la Cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Ni las palabras sabias, ni el mayor esfuerzo imaginable, ni la generosidad más espectacular, tienen toda su fuerza posible si no van acompañados de verdadera inocencia. Creo que la siguiente historia lo ilustra bien.
Hace un siglo, el obispo de la catedral de Notre Dame de París era un gran evangelizador que intentaba llegar a los incrédulos, los que se burlaban y los cínicos. Le gustaba contar la historia de un joven que se quedaba fuera de la catedral y gritaba improperios a la gente que entraba a adorar. Les llamaba tontos y otros calificativos insultantes. La gente intentaba ignorarle, pero era difícil.
Un día, el párroco salió a enfrentarse al joven, para desgracia de los feligreses. El joven despotricó contra todo lo que le decía el sacerdote. Finalmente, el sacerdote se dirigió al joven provocador y le dijo: Mira, acabemos con esto de una vez por todas. Voy a retarte a que hagas algo y apuesto a que no puedes hacerlo. Y, por supuesto, el joven replicó: ¡Puedo hacer cualquier cosa que me propongas, pelele de túnica blanca! Dijo el sacerdote: Bien, lo único que te pido es que entres conmigo en el santuario. Quiero que mires fijamente la figura de Cristo en la cruz y que grites a pleno pulmón, tan alto como puedas: ’Cristo murió en la cruz por mí, y no me importa lo más mínimo’.
Así que el joven entró en el santuario y, mirando a la figura, gritó tan fuerte como pudo: Cristo murió en la cruz por mí, y no me importa lo más mínimo. El sacerdote dijo: Muy bien. Ahora hazlo otra vez. Y de nuevo el joven gritó, con un poco más de vacilación: Cristo murió en la cruz por mí, y no me importa nada. El sacerdote replicó: Ya casi has terminado. Una vez más. El joven levantó el puño, siguió mirando el crucifijo, pero las palabras no salían. No podía seguir mirando el rostro de Cristo y pronunciar aquellas palabras.
El verdadero momento clave llegó cuando, después de contar la historia, el obispo dijo: Yo era aquel joven. Ese joven, aquel joven desafiante era yo.
Cuando observamos la violencia, la corrupción y el crimen en las noticias, en los programas de TV y en las películas… y quizá en nuestras propias vidas, puede parecer que la inocencia es una cualidad que se pierde fácilmente y, a veces, se arrebata intencionadamente; y que podemos llegar a insensibilizarnos ante los efectos del mal o de las influencias negativas
Pero Jesús enseñó que, para entrar en el reino de los cielos, debemos llegar a ser como niños (Mt 18, 3). No se refería a la edad ni al tamaño físico; se refería a las cualidades presentes en nuestro pensamiento -como la inocencia- que pueden hacer que nuestra vida se ajuste a la armonía celeste. Jesús amaba a los niños pequeños por su libertad frente al mal y su capacidad para aceptar el bien.
Dios creó al hombre a Su propia imagen. Nuestra pureza, nuestra inocencia, deriva del amor inocente de Dios. Y es cierto que podemos recuperar nuestra inocencia, lo que hará que nuestro prójimo vea en nosotros la realidad de la filiación divina. A pesar de nuestra mediocridad y nuestras limitaciones, a pesar de que el otro tenga poca fe, podrá beneficiarse de nuestra inocencia del mismo modo que nosotros nos beneficiamos de la inocencia del Crucificado, aunque sea a menor escala, en la pequeñez de nuestra vida.
Es necesario darse cuenta de que es precisamente la inocencia la que produce la paz, como experimentamos todos cuando contemplamos a los niños jugando. Y es precisamente de esta paz, construida sobre la inocencia, de la que Cristo dijo: Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios.
Esto explica por qué el centurión que estaba al pie de la cruz y que era ajeno a la religión y la cultura judías, exclamó: Verdaderamente, ¡este era el Hijo de Dios!
Y en la práctica, ¿qué debemos hacer? La respuesta no es nada nuevo, pero es importante que reconozcamos su relevancia: vivir auténticamente los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.
Seguramente, por ser virtudes que pueden contaminarse fácilmente por nuestras intenciones no inocentes, ocultas, mezcladas o poco conscientes. Esto es algo que NO ocurre con otros posibles defectos o vicios, porque se hacen inmediatamente visibles, por ejemplo, la vanidad, la ira o la pereza. Conviene tener presente esta diferencia y recordar que los consejos Evangélicos se contemplan siempre como la puerta de la caridad; entre otras cosas, por eso están en nuestro examen ascético antes del punto del vínculo.
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Sabemos que Cristo no se quejaba, sino que estaba en oración, recitando el Salmo 22, cuando gritó: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Muchas veces se ha intentado explicar este grito doloroso que, por supuesto, no es una queja, sino la expresión de quien ha aceptado sufrir el mayor dolor posible, el dolor que experimentamos los pecadores: la impresión de lejanía de Dios. En las circunstancias en que se encontraba, abandonado, traicionado, torturado y sufriendo una terrible agonía, su lamento es el de quien desea dedicarse en cuerpo y alma a contemplar y disfrutar de su Padre celestial.
Al principio parece difícil de creer, pero en nuestra vida espiritual participamos de ese dolor, que se convierte en la purificación más profunda (transverberativa) que el Espíritu Santo lleva a cabo en nuestro espíritu.
Una de las manifestaciones de la purificación transverberativa es precisamente la contemplación negativa de Dios, la presencia abrumadora en nuestra mente de la realidad del mal, de la falta de misericordia en el mundo y en nuestro corazón, que es compatible con que a veces sintamos una profunda compasión por alguien.
Las manifestaciones de esta purificación nos hacen conscientes de lo que a veces se denomina «distancia» o «silencio» de Dios. Así, sentimos una profunda angustia cuando vemos nuestra capacidad de pecar, la posibilidad que tenemos de hacerlo si nos encontramos en situaciones favorables…. No es que Él se aleje de nosotros, sino que aún estamos lejos de escucharle con total libertad.
La segregación es una de las experiencias de nuestra falta de libertad, de nuestra falta de unidad interior. Aunque no tengamos ningún recuerdo de una falta concreta en el primer plano de nuestra memoria, sentimos la división interior, la coexistencia de los deseos más puros y la llamada persistente del mundo, nuestra capacidad de unirnos a las cosas (llamémoslas malas o buenas) que nos ofrece, pero que no tienen nada que ver con el Reino de los Cielos. Esta Segregación produce un dolor en nuestra Facultad Unitiva, porque sentimos esta labilidad, esta capacidad de ser subyugados por nuestras pasiones, por el mundo y, finalmente, por el demonio.
Durante la Semana Santa, esto se hace especialmente visible cuando las mismas personas que gritan ¡Hosanna! exclamarán poco después: ¡Crucifícale!
Entonces, nuestra voluntad sufre algo más violento que la contrariedad, lo que llamamos aborrecimiento de uno mismo, porque nos damos cuenta de la imposibilidad de unirnos plenamente a Dios mientras estemos en este mundo. Nos gustaría escapar de esta cárcel, de estos hierros, como dijo una vez Santa Teresa de Ávila.
A veces, se produce un verdadero Aborrecimiento de Dios, pero es importante recordar que esto no es una falta, no es un pecado. Ocurre a las almas que desean sincera e intensamente unirse a Dios, pero al mismo tiempo sienten el dolor (no solo la creencia) de que esta unión se realice de la manera y al ritmo que Dios mismo marca. Así aprendemos que nuestros deseos, por buenos que nos parezcan, deben someterse a los Suyos, que es necesario un grado cada vez mayor de abnegación… de mí mismo.
No pensemos que esta purificación transverberativa es solo para unas pocas almas «elegidas». El Espíritu Santo -recordémoslo- no descansa y nos ofrece continuamente participar en sus gemidos indecibles (Rom 8, 26), para recordarnos que Dios nos espera impaciente. Este dolor abre la puerta a una vida llena de Inspiración, nos hace especialmente sensibles a todas las señales que Dios nos permite descubrir en los acontecimientos, en las almas, en la alegría y en el dolor.
Esta purificación es necesaria, no es un lujo, pues sin ella no podemos ver los signos que nos ofrece el Espíritu Santo. Está destinada especialmente a los bautizados, es decir, a los que estamos llamados a ser apóstoles, pues nuestra falta de sensibilidad no nos permite ver cómo nuestro prójimo tiene sed de Dios. Nos deslumbran los vicios y las virtudes de los demás, sus buenas y malas acciones, sus pasiones y las nuestras.
Tal vez nos ocurra como al profeta Jonás, que no imaginaba que los habitantes de la corrupta ciudad de Nínive pudieran acercarse un día a Dios. Nos falta paciencia, nos falta fe. Jonás se arrepintió y contribuyó a la conversión de la gran ciudad. En el fondo de su corazón esperaban la venida de Dios, tenían sed de Él sin saberlo, sin decirlo con aquellas palabras, pero necesitaban un testimonio, una palabra, un guía, que en aquella ocasión tardó en ponerse en camino.
No abandonemos a Dios por nuestra pereza, comodidad o falta de paciencia. Nuestro prójimo será víctima de ello. Recuerdo ahora una pequeña historia que muestra el valor de nuestras oraciones, aunque nos parezcan pobres, limitadas. Basta con levantar los ojos hacia Dios Padre. Él nos escucha desde la cuna, desde la cruz, desde dentro de tu corazón y del mío.
El sacerdote del pueblo era un hombre santo, así que cada vez que la gente tenía problemas recurría a él. Se retiraba a un lugar especial del bosque y rezaba una oración especial. Dios siempre escuchaba su plegaria y el pueblo recibía ayuda.
Cuando murió y el pueblo tuvo problemas, recurrieron a su sucesor, que no era un hombre santo, pero conocía el secreto del lugar especial del bosque y de la oración especial. Entonces dijo: Señor, sabes que no soy un hombre santo. Pero seguro que no vas a tener eso en cuenta contra mi pueblo. Así que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda. Y Dios escuchó su plegaria y el pueblo recibió ayuda.
Cuando él también murió y el pueblo tuvo problemas, recurrieron a su sucesor, que conocía la oración especial pero no el lugar del bosque. Entonces dijo: ¿Qué te importan los lugares, Señor? ¿No se santifica todo lugar con tu presencia? Escucha, pues, mi plegaria y ven en nuestra ayuda. Y una vez más Dios escuchó su plegaria y la aldea recibió ayuda.
También él murió y, cuando la gente tuvo problemas, recurrieron a su sucesor, que no conocía la oración especial ni el lugar especial del bosque. Entonces dijo: No son las fórmulas lo que valoras. Señor, sino el grito del corazón angustiado. Así que escucha mi plegaria y ven en nuestra ayuda. Y una vez más Dios escuchó su plegaria y la aldea recibió ayuda.
Si el Espíritu Santo gime y llora ¿no comprenderá nuestra oración de llanto íntimo por los demás, no mezclado con distracciones e ideas propias?
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASÚS
Presidente