
por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
New York/Paris, 31 de Enero, 2021. | IV Domingo del Tiempo Ordinario.
Deuteronomio 18: 15-20; 1 Corintios 7:32 -35; San Marcos 1: 21-28.
La Primera Lectura nos da hoy la clave para entender lo que pasó ese sábado en Cafarnaúm. Lo que dice Moisés es sorprendente, ya que había sido un mensajero fiel y eficaz de la voluntad divina para el pueblo de Israel y el libertador de su pueblo, y ¿qué más podía hacer un profeta? Pero anuncia un nuevo profeta, uno diferente a todos, que no sólo repetirá lo que ha escuchado de Yahvé, sino que Dios pondrá sus palabras en su boca. El cumplimiento de esta profecía fue percibido por los asombrados oyentes de la sinagoga en ese sábado.
Tuvieron una sensación similar a la experimentada por sus padres, cuando le dijeron a Moisés: Háblanos tú mismo y te escucharemos. Pero que no nos hable Dios, porque moriremos (Ex 20: 19). Pero ahora, las palabras de Jesús no produjeron miedo, sino atracción, y sólo quedó aterrorizado el espíritu inmundo que dominaba al desgraciado poseído que se volvió a Jesús.
Las palabras hacen más que transmitir información. De todas las criaturas de este planeta, sólo el hombre tiene la capacidad de comunicarse a través de la palabra hablada. Las palabras son tan importantes, que daremos cuenta de lo que decimos cuando estemos ante Dios: Porque, por tus palabras serás absuelto, y por tus palabras serás condenado (Mt 12: 37).
El poder de usar las palabras es un don único y poderoso de Dios. Desde el punto de vista del oyente, hay tres tipos de palabras.
En primer lugar, hay palabras superficiales. Sabes cuándo escuchas palabras superficiales y vacías. Un estudiante de primaria ofrece excusas inventadas por los deberes incompletos. Alguien que siempre habla con exageración o un entusiasmo artificial. Alguien que no es completamente sincero, y nos pone en alerta. Si continúan comportándose así, nos costará tomar en serio todo lo que digan. Sus palabras han perdido autoridad, y lo sabemos.
En segundo lugar, hay palabras que destruyen, que matan de muchas maneras. A veces la fama de una persona, otras veces sus sueños. Las palabras violentas pueden incluso despertar el odio y la violencia. Un ejemplo tristemente común en las familias es el abuso verbal en sus muchas formas.
Cuando el abuso verbal se combina con la manipulación, es decir, cuando se dice algo y luego lo niega el padre, obligando al niño a plantearse si tiene control sobre la realidad o podría estar tan «loco» como dice el padre, el impacto es extremadamente tóxico y destructivo.
Las palabras que no son apropiadas también pueden socavar nuestros propios esfuerzos. Esopo cuenta una fábula útil para ilustrar este punto: Una vez, un burro encontró una piel de león. Se la probó, se exhibió y logró asustar a muchos animales. Pronto llegó un zorro, y el burro trató de asustarlo también. Pero el zorro, al oír la voz del burro, dijo: Si quieres aterrorizarme, tendrás que disfrazar tu rebuzno. La moraleja de Esopo: Las ropas pueden disfrazar a un tonto, pero sus palabras lo delatan.
En tercer lugar, hay palabras que dan vida, que iluminan y redimen. Todos recordamos momentos en los que una frase, a veces una sola palabra, ha sido un bálsamo en nuestras existencias, el comienzo de una etapa en la que nuestros talentos y energía se pusieron en marcha. Son palabras que demuestran una verdad que a menudo se repite en el Antiguo Testamento: Las palabras amables son como la miel, dulces para el alma y saludables para el cuerpo (Prov 16:24).
Un viejo mendigo ciego estaba sentado extendiendo sus manos, pidiéndo limosna.
El anciano tenía un cartel a su lado y en él estaba escrita la siguiente expresión: Soy ciego; por favor, ayúdenme. Muy pocas personas se animaban a ayudarle y sólo recogía unas pocas monedas. Una mujer que parecía muy práctica pasó junto a él. Observando su letrero y lo que estaba escrito en él, sacó un rotulador de su bolso y escribió algo en el otro lado del letrero y se fue sin darle dinero al hombre.
Lo que sucedió después fue asombroso, ya que la gente empezó a echar monedas, muchas monedas, al hombre y se animaron a ayudarle.
La mujer regresó después de un tiempo y el viejo le preguntó: ¿Qué hiciste? ¿Qué escribiste en mi cartel?. Ella respondió: Escribí lo mismo pero con palabras diferentes. Había escrito: Es un día hermoso, pero no puedo verlo.
Sí, hay palabras que tocan el corazón, que mueven a la compasión, pero TODAS las palabras de Cristo son transformadoras. Además, los que estaban presentes en la Sinagoga de Cafarnaún experimentaron lo que significa el Verbo hecho carne, es decir, que cada acto, cada movimiento, cada silencio de Jesús es significativo, nos habla de Dios y de su voluntad para nosotros, con más claridad que cualquier código moral o discurso de este mundo.
El discurso redentor sólo viene de la sabiduría divina que se nos otorga. Esopo tenía razón, nuestro discurso y el tipo de sabiduría que gobierna nuestras vidas muestra el estado de nuestro corazón. Su solución fue controlar la lengua, pero sabemos que hay más. Tenemos la experiencia de que la palabra de Dios, y sólo la palabra de Dios, nos cambia realmente. Las bellas exhortaciones, las advertencias dictadas por el sentido común, la sabiduría de este mundo a menudo se muestran útiles, pero nunca hacen milagros. Los milagros sólo ocurren si la palabra anunciada es la del Maestro.
Por eso los santos han buscado todas las formas posibles de escuchar y aceptar la voluntad divina. San Ignacio, por ejemplo, escribe en sus Ejercicios sobre la «Composición de Lugar» (compositio loci). Para orar usando la Composición de Lugar, hay que usar la imaginación y tener fe en que Dios está trabajando a través de esa capacidad mental que tenemos. Esta facultad la perdemos al entrar en la edad adulta, pero Ignacio nos invita a recuperarla. La Composición de Lugar es el acto de crear un escenario visual, aunque sea temporal, interno y personal, para participar en eventos significativos de la Biblia, especialmente aquellos relacionados con la vida y la pasión de Jesucristo.
La razón por la que tenemos que escuchar continuamente la Palabra de Dios se explica en la Segunda Lectura: el estado de ansiedad, producido por nuestra división íntima. San Pablo da el ejemplo de la persona casada que está obligada a cuidar de su cónyuge, pero las exigencias que nos imponen la enfermedad, las obligaciones laborales y sociales, las dificultades de la convivencia y nuestras propias limitaciones, nos llevan a una lucha permanente, que se manifiesta y se describe bien como un conflicto de pasiones. Por ejemplo, el deseo de triunfar, de recibir afecto, de ser mejor que los demás o de ver frutos inmediatos, puede sofocar nuestra compasión y misericordia.
De forma aún más dramática, el hombre que interrumpe a Jesús en la sinagoga habla en plural: ¿Qué tienes que ver con nosotros? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sabemos quién eres! Porque las fuerzas que nos dividen y nos separan de Dios y del prójimo son muchas.
Eso explica por qué nuestro Fundador habla de Resolver los Conflictos de Pasiones a través de la Lección del Evangelio como un ejercicio continuo, un esfuerzo permanente que NO se limita a recurrir al Evangelio «en caso de tentación» o cuando nos enfrentamos a un problema moral.
El Evangelio no es un libro de instrucciones o un manual de reparaciones. Ni siquiera es un libro, sino el Verbo hecho carne, la persona de Cristo que nos invita a caminar con Él en todo momento, cuando las cosas van bien y cuando nada parece tener sentido.
Con tacto y sensibilidad, trata de convencernos de que necesitamos su consejo en todo momento, tanto cuando nos enfrentamos a un ataque de las pasiones como cuando nos disponemos a realizar una actividad diaria que no representa un desafío, por ejemplo, pasar tiempo con una persona que nos ama. También en ese momento, Cristo nos susurra al oído: Déjenme ayudarles a hacer de este momento un momento sagrado, un momento de gloria para mi Padre y nuestro Padre. Es la autoridad que una persona muestra cuando ayuda a un amigo cercano en un momento difícil… hablando suavemente siempre que sea posible, pero con firmeza si es necesario, y siempre con respeto y afecto. Como dijo el Papa Francisco, la autoridad no consiste en mandar y hacerse oír, sino en ser coherente, ser testigo y, de ese modo, ser compañero en el camino del Señor (14 de enero de 2020).
Como el hombre poseído del Evangelio de hoy, no somos dueños de nosotros mismos. Inesperadamente, la pasión en forma violenta o en forma de mediocridad silenciosa se apodera de nosotros, nos posee y es capaz de frustrar los frutos que el Espíritu Santo esperaba para ese momento.
Paradójicamente, es el espíritu impuro el primero que percibe la presencia de Cristo y anuncia su verdadera identidad: El Santo de Dios. Esto debería hacernos pensar que, a pesar de nuestra condición de pecadores, a pesar de nuestra mediocridad y nuestras infidelidades, siempre podemos, de manera permanente, percibir la presencia de Cristo a nuestro lado y su deseo de hacernos libres, de la misma manera que dio la vista a los ciegos, hizo hablar a los mudos, ofreció comida a los hambrientos, libertad a los cautivos y alegría a los quebrantados de corazón. Si convirtió al pecador en discípulo, al recaudador de impuestos deshonesto en apóstol, al publicano en hijo de Abraham y al bandido en el primero de los invitados al banquete celestial…también me puede cambiar a mí.
Jesús comparte esta autoridad con sus apóstoles: Entonces convocó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos (Mc 6:7). A pesar de que Jesús compartía generosamente su autoridad espiritual con ellos, los apóstoles comenzaron a luchar entre ellos por la autoridad política. Comenzaron a discutir sobre quién era el más grande. Jesús los llamó y les dijo: Ustedes saben que entre los gentiles los que ellos llaman sus gobernantes se enseñorean de ellos, y sus grandes hombres hacen sentir su autoridad. Entre ustedes esto no va a suceder. No; el que quiera hacerse grande entre ustedes debe ser su servidor (Mc 10, 42-43). Así pues, básicamente, el significado evangélico de autoridad es espiritual: es la autoridad para compartir la sabiduría, para perdonar y para promver la vida.
Una historia que ilustra el hablar con autoridad.
Una vez un grupo de rabinos se reunieron para una fiesta, y cada uno comenzó a presumir de sus eminentes antepasados rabínicos. Sin embargo, había una excepción – un hombre llamado Abram. Hijo de un simple panadero, Abram poseía cualidades sencillas de un hombre del pueblo. En cierto momento se le pidió a cada rabino que presentara un texto extraído de los dichos de uno de sus distinguidos antepasados. Uno tras otro dieron sus doctas disertaciones. Por fin llegó el momento de que Abram dijera algo. Se levantó y dijo, Mi padre era panadero. Me enseñó que sólo el pan fresco era sabroso, y que debía evitar el pan rancio a toda costa. Esto también puede aplicarse a la enseñanza. Y luego se sentó.
En la Eucaristía, las palabras de Cristo sobre el pan y el vino, los transforma en su propio Cuerpo y Sangre. Si permanecemos en estrecho contacto con Jesús, esforzándonos por aplicar siempre la lección del Evangelio a los conflictos de nuestras pasiones, Él también transformará nuestras vidas para extender su Reino.
¿Qué significa que Jesús era un profeta, el nuevo Moisés? Por supuesto, transmitir la verdad y la voluntad divina de una forma nueva, admirada por todos, porque lo hizo al mismo tiempo con palabras y hechos. Pero esto es algo a lo que podemos aspirar, no sólo a admirar en la persona de Cristo. Es difícil definir lo que es la intuición, pero todos tenemos experiencia de ella como amigos, padres, madres, estudiantes o maestros. La profecía es un carisma que potencia nuestra intuición, nos dice Fernando Rielo. Por supuesto, no para cualquier tipo de conocimiento, sino para saber lo que nuestro prójimo necesita.
No dudemos de nuestra vocación a ser profetas. No es algo del pasado. En nuestro propio bautismo, Dios puso dentro de nosotros su autoridad. A través de nuestro bautismo, hemos recibido la misión de ser profetas, hablar con autoridad la verdad y hacer el bien a los demás para liberarlos. Libres de la oscuridad y el egoísmo. Así, cuando usamos esta autoridad para el bien de los demás como Jesús, traemos la vida eterna a los demás y a nosotros mismos.