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Vive y transmite el Evangelio

¡Señor, sálvame!

By 11 agosto, 2017No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 13-8-2017, XIX Domingo del Tiempo Ordinario (1st Libro de los Reyes 19:9a.11-13a; Romanos 9:1-5; Mateo 14:22-33)

Hace tres años, el Papa Francisco reflexionaba así sobre el Evangelio de hoy:

La respuesta fiel e inmediata a la llamada que hacemos a Dios siempre produce cosas extraordinarias. Cristo diría que somos nosotros los que hacemos los milagros con nuestra fe, con nuestra fe en Él, fe en su palabra, fe en su voz. Por el contrario, Pedro comienza a hundirse cuando retira su mirada de Cristo y es presa de las contrariedades que le rodean. Pero Dios está siempre ahí y cuando Pedro le llama, Cristo le libera del peligro.

Las lecturas de hoy nos empujan a examinar cuáles son nuestras oscuridades y nuestras tormentas interiores (no sólo las de Pedro), cómo reaccionamos en esos momentos y cuál es la respuesta de Dios a nuestra oración cuando le llamamos.

– Cuando las personas no responden como esperamos, normalmente no acabamos mostrando más compasión y humildad. Nos ponemos rígidos y queremos demostrar con más fuerza nuestra verdad y nuestra autoridad.

– No siempre logro reaccionar en mi mente con gentileza cuando soy corregido. Más bien creo que no estoy más allá de la corrección. Debería recibirla con humildad y evaluar lo que tiene de verdad y admitirlo, pues Dios se enfrenta al soberbio y concede su gracia al humilde (Santiago 4: 6).

– ¿Cómo reaccionas cuando sucede algo malo a las personas que son buenas?

– Aún más íntimamente: cuando tú o yo atravesamos un momento serio y comprometido, sea de salud, emocionalmente difícil, o un fracaso en un proyecto, ¿cómo reaccionamos? ¿Nuestra fe sigue igual de firme? ¿O nos hundimos de las muchas formas posibles: desánimo, cólera, vivir una doble vida,…

– ¿Y ante las variadas formas de persecución, calumnias y traiciones que encuentras en tu vida religiosa o de familia?

– ¿Procuro buscar de algún modo a quien me ha ofendido, para ofrecerle perdón, o más bien me mantengo alejado, buscando que él venga a mí?

– ¿Cómo reacciono ante la muerte de un ser querido? ¿Abandono de algún modo a Dios?

– ¿Cómo contemplas a las personas que te interrumpen en tus tareas? ¿Como un estorbo o como la razón de tu vida y tu misión?

– ¿Qué agobios, sufrimientos, pasiones o tentaciones me acosan? ¿Con qué pecado estoy realmente luchando?

– En el fuego de las pruebas Pedro nos enseña que nuestra fe se puede purificar como el oro, si las aceptamos y procuramos aprender algo sobre nosotros (1Pe 1: 7), ¿cómo reacciono a la crítica?, ¿o cuando alguien me decepciona?, ¿y cuando el dolor castiga mi cuerpo?

– En los momentos difíciles, ¿cómo me comporto?, ¿cuál es la presencia de la Santísima Trinidad en mí?, ¿qué papel juega la oración personal y el diálogo con Dios en esas horas?

– ¿Qué le pido a Dios en los momentos de noche oscura, de purificación? ¿Un milagro que me libre de eso? ¿Una fe mayor? ¿En qué actitudes me parezco a las reacciones de Pedro?

– Santa Teresa de Lisieux dijo: ¿Cómo reacciono cuando en los ojos de mi mente veo los defectos de alguien por quien no siento atracción? Me recuerdo a mí misma todas las buenas cualidades y todas las buenas intenciones que tiene esa persona.

(¿Vas a decirme que hay personas sin ninguna buena cualidad?… Eso significaría que Dios las ha abandonado o que no puede ayudarlas en una situación tan difícil).

Todas estas preguntas, aparentemente sencillas, son puntos de reflexión importantes, que nos deberían ayudar a clarificar nuestro defecto dominante. El mero hecho de poder identificarlo es una gracia y el comienzo de mi liberación espiritual de la mayor dificultad con la que lucho.

La fe no solo se ve desafiada por las circunstancias adversas, sino especialmente cuando se pone a prueba nuestro amor por Dios y por los demás. ¿Cuántos estaríamos dispuestos a sacrificar nuestra seguridad y nuestra vida, como San Pablo, por quienes amamos? He aquí un hermoso testimonio del que fui testigo sólo hace unos días:

La semana pasada conocí a una mujer cuyo hermano había caído en el consumo de drogas cuando ambos eran jóvenes. Tras unos meses, el hermano desapareció de la casa. Ella pasó dos años buscándole en los lugares más sórdidos y peligrosos de la ciudad. Cada día oraba por su hermano y un día, cuando salía del metro, se encontró con un vagabundo un sucio y escuálido, con una larga barba, que le gritó: ¡Soy tu hermano, soy tu hermano¡ Según me decía esta mujer, con sus propias palabras: Esa fue la respuesta de Dios a mis oraciones. Estoy completamente de acuerdo.

Logró llevarlo a un centro de rehabilitación y después de meses de altos y bajos se recuperó por completo. Hoy está dedicado a trabajar en programas de rehabilitación y prevención de adolescentes y jóvenes adultos. (Por favor, notar las tres palabras subrayadas en el párrafo anterior…).

No podemos comprender completamente cuánto poder tiene Cristo hasta que no le hemos contemplado actuando. Eso es lo que quiso decir Pedro cuando escribió: Aunque ahora, por un poco de tiempo, tendrán que sufrir agobios y toda clase de pruebas, éstas son para vuestra fe -que vale más que el oro, el cual es perecedero, aunque esté purificado al fuego- sea confirmada como auténtica y dé frutos de alabanza, gloria y honor cuando Jesucristo sea revelado (1 Pe 1:6-7).

Un águila percibe que se acerca una tormenta mucho antes de que se desate. El águila vuela a un lugar alto y espera que lleguen los vientos. Cuando la tormenta golpea, extiende sus alas de manera que el viento la levante por encima de la tormenta. Mientras la tempestad ruge abajo, el águila se eleva sobre ella.

El águila no escapa de la tormenta. Simplemente la utiliza para volar más alto. Se eleva sobre los vientos que transportan la tormenta. Cuando las tempestades de la vida llegan a nosotros, podemos elevarnos sobre ellas si nuestro corazón y nuestros ojos se acercan a Dios.

Somos orgullosos y no nos acostumbramos a confiar en Dios sino en nuestras fuerzas o en nuestra experiencia, por eso no conseguimos poner las dificultades en sus manos. De este modo, Dios permite que suframos, no para castigarnos, sino para ayudarnos a reconocer que, después de todo, no somos tan fuertes. Ese es un paso importante en toda purificación. Dios permite que suframos fracasos, frustraciones e impotencia. Esos momentos son valiosos porque nos hacen avanzar en nuestra confianza y disposición a someternos a la Providencia. En nuestra debilidad es donde encontramos la fuerza y la gracia santificante de Dios.

La oración no puede ser simplemente un último recurso para resolver situaciones difíciles, sino un acto de ofrenda que impregna todas nuestras actividades: pequeños logros, miedos y debilidades. Esta es la oración unitiva, oración continua, estado de oración. Dios elige manifestarse en momentos ordinarios; hemos de estar atentos. Elías no sintió la presencia de Dios en el viento poderoso o en el terremoto, o en el fuego, sino en la suave brisa. Los discípulos tampoco vieron a Cristo en la tormenta, sino cuando Él subió a la barca y el viento había cesado. Él está siempre presente, en silencio o comunicando algo.

En la primera y segunda lecturas, el profeta Elías y San Pedro se nos presentan como maestros en su manera de experimentar a Dios en la oración:

Cuando sus enemigos querían acabar con su vida, Elías salió de su casa y se puso en presencia de Dios en la montaña. Cuando estamos en la montaña podemos ver todo en perspectiva. Entonces no estamos deslumbrados por el viento fuerte, los terremotos o el fuego, que representan el poder de este mundo y todo en lo que confiamos o lo que tememos. Tuvo que notar la presencia de Dios en la brisa para poder tener fe, prestando atención a los asuntos cotidianos, que representan un signo, un mensaje de Dios. En vez de mirar sólo a nuestros problemas, estamos llamados a fijarnos en el poder y la fuerza de Cristo. Esto ya lo hemos experimentado de muchas maneras, por ejemplo al ser perdonados: sabemos que después de la tormenta, sentiremos de nuevo su presencia.

Para que nuestra fe pueda crecer y convertirse en adoración, que es intimidad y unión con Dios, hemos de reconocer nuestra vulnerabilidad, como San Pedro, cuando exclama: !Sálvame, Señor¡ A menos que reconozcamos que necesitamos ayuda, Dios no puede intervenir en nuestras vidas. Sin humildad y un reconocimiento de nuestra flaqueza, Dios no puede otorgarnos su gracia; hemos de rendir nuestras vidas al plan divino para nosotros, en adoración a Cristo, yendo de una fe en Él a verdadera unión con Él, como en el caso de los discípulos, que se inclinaron ante Él, diciendo: En verdad, eres el Hijo de Dios.

Cuando todo va bien, parece que nada puede perturbar nuestra paz; pero cuando nos golpea la tragedia o la desgracia, nuestra fe puede que no sea tan fuerte como para sacarnos adelante. Si no estamos prevenidos, podemos incluso perderla. Sin un conocimiento y una continua experiencia personal de Cristo, no podemos aceptar los riesgos, como hizo Pedro, caminando sobre las aguas de esta vida. En verdad, el auténtico creyente tiene esta base sólida de saber que Dios nos contempla en medio de nuestras tormentas. No se nos ocurrirá pensar que es un fantasma. Sólo una fe de este calibre nos llevará a soportar los momentos buenos y malos de nuestra vida y le oiremos en la tempestad, diciendo: Valor; soy yo ¡No tengas miedo!

Eso es el éxtasis. Siguiendo el ejemplo de Elías, a partir de hoy ocultemos nuestro rostro (nuestra aparente personalidad) en el manto y vayamos fuera de nuestra oscura cueva.