Hoy dedicación de la basílica de san Pedro y san Pablo, la Iglesia celebra también la vida de esta primera americana canonizada.
Indudablemente, los sueños apostólicos no tienen fronteras cuando la voluntad humana se pliega a la divina. Y es que un apóstol jamás pone cotas a su acción. Tiempo y edad palidecen ante el torrente de gracia que Dios le otorga para llevar a cabo su misión. Esta francesa, hija del prestigioso abogado Pierre François Duchesne y de Rose Euphrasine Perier, tenía 49 esplendorosos años cuando se embarcó en el proyecto de sembrar la fe en América. Tres décadas más tarde, a la edad de 72, se convirtió en un auténtico emblema espiritual para los pieles rojas de la reserva de Potawatomi en Sugar Creek (Kansas). Ellos la denominaban «la mujer que siempre reza», hermosísimo apelativo para un seguidor de Cristo y testigo suyo ante el mundo, claro indicio del impacto que les causaba el ejemplo de esta gran mujer.
Había nacido en Grenoble el 29 de agosto de 1769 en una familia acomodada de la que iba a surgir uno de los presidentes de la República francesa. Llevaba inscrito en su nombre de pila el ardor apostólico de dos grandes santos: Felipe apóstol y Rosa de Lima en quienes sus padres pensaron al imponérselo. Sus progenitores confiaron su educación a las religiosas de la Visitación, en Sainte Marie d’en Haut. Rosa vivía una gran caridad, era piadosa y devota del Sagrado Corazón de Jesús, tierra abonada para que calaran las enseñanzas del colegio, de modo que en su adolescencia tomó la resolución de integrarse en esa comunidad religiosa, que bien conocía. Tan rotunda era su convicción que no dudó en rechazar el matrimonio que sus padres fraguaron cuando tenía 17 años, y aunque no contaba con su autorización para hacerse religiosa, a los 18 ingresó en el convento. Eso sí, su padre se opuso a que profesara antes de cumplir los 25. La vida de la santa dio un giro inesperado cuando las autoridades gubernamentales clausuraron el convento y expulsaron a la comunidad en medio de una convulsa situación política. De regreso al hogar paterno Rosa se involucró en acciones caritativo-sociales, socorriendo a pobres, enfermos y prisioneros. En 1801 adquirió el convento en el que había ingresado con objeto de dinamizarlo nuevamente, acompañada de otras jóvenes, pero no fructificó su proyecto. Y en 1804 se unió a la reciente fundación puesta en marcha por santa Magdalena Sofía Barat: las religiosas del Sagrado Corazón. Puso a su disposición el convento y un año más tarde profesó.
Toda la madrugada del Jueves Santo de 1806, mientras oraba ante el Sagrario, vivió una experiencia mística singular que impregnó su corazón con un profundo sentimiento misionero, acentuando el que ya poseía. Se vio místicamente transportada al continente americano, desbordada por intensísimo amor perfilado en momentos de la Pasión: «Me veía después sola con Jesús o rodeada de una turba de niños negros, silvestres florecillas del bosque, sintiéndome más feliz en medio de ellos que cualquier potentado de la tierra en su corte…». Un instante sublime que le hizo revivir la gesta de otros insignes misioneros, san Francisco Javier y san Francisco de Regis, entre ellos, dejando su espíritu invadido por la paz y la urgencia apostólica: «…Todo iba lo mejor posible; no tuvo cabida en mi corazón tristeza alguna, incluso santa, porque me parecía que se iba a hacer una aplicación nueva de los méritos de Jesús».
Hubiera querido volar hacia la misión, pero tuvo que esperar. Mientras, depuraba lo que podía entorpecer su vida espiritual. La madre Barat, conocedora de estos sentimientos y otros que bullían en su interior, aconsejó un periodo de espera en el que debía acrecentar su humildad, espíritu de abandono y desprendimiento de sí. Su certero consejo de que las «angustias interiores» únicamente las paliaría «buscando la gloria de Dios», ayudaron a Rosa a progresar en la virtud. Su momento de partir llegó en 1818. El prelado de Louisiana, monseñor Doubourg, requería la presencia de las religiosas, y Rosa emprendió el viaje junto a cuatro de ellas. La primera fundación, firmemente erigida en una modesta cabaña de madera, fue en Saint Charles, cerca de Saint Louis (Mississipi), y a ella siguieron otras cinco, además de la creación de una escuela gratuita en 1820. Su inquebrantable fe brillaba con especial fulgor en medio de las difíciles condiciones a las que hizo frente: miseria, hambre, frío, epidemias, inclemencias meteorológicas… Su espíritu de austeridad y entrega fue en todo momento heroico.
Fue relevada de su misión como superiora general en 1841, y quedó libre de responsabilidades para dedicarse por entero a los indígenas. La salud, hartamente quebrantada, tampoco fue óbice para responder a la demanda de un jesuita que juzgaba esencial su presencia en la reserva. Se desvivió por los enfermos y erradicó la lacra del alcoholismo. No estaba dotada para los idiomas, así que el lenguaje de la oración le permitió suplir esa deficiencia; fue su vehículo de comunicación y con él conmovió el corazón de los indios. Después de un año de intensa entrega entre ellos, dado su precario estado físico, regresó a Saint Charles en 1842. Diez años más tarde, el 18 de noviembre de 1852, murió. Fue beatificada por Pío XII el 12 de mayo de 1940, y canonizada por Juan Pablo II el 3 de julio de 1988.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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