Muy generoso debía ser el barón de Hackeborn para desprenderse de dos de sus hijas autorizándolas a ingresar en un monasterio cisterciense, que hicieron famoso por su virtud junto a otras religiosas. Exactamente fueron cuatro excelsas mujeres las que brillaron en la clausura: Matilde de Magdeburgo, la santa de hoy, su hermana Gertrudis, y otra Gertrudis, la Grande.
Hicieron de Helfta uno de los referentes ineludibles para conocer y valorar la riqueza de la mística germana; nos alientan con su vida a seguir el camino de perfección. Precisamente el pasado día 16 se vio la semblanza de Gertrudis la Grande, que sumó sus grandes virtudes a las de Matilde, que tanto le edificó, que fue su formadora y a la que tomó como guía junto a su hermana. Ello pone de manifiesto un hecho que acontece en todo movimiento eclesial: la existencia de periodos históricos de especial fulgor en el que despuntan figuras egregias traspasando muros y fronteras.
Tan significativa fue la vida de Matilde de Hackeborn que el papa Benedicto XVI le dedicó su catequesis el 29 de septiembre de 2010. Fue una de esas mujeres fuertes de las que habla el evangelio que tuvo la gracia de alumbrar una época de gran fecundidad en esa comunidad a lo largo del siglo XIII. Nació en 1241 o en 1242, no hay datos precisos, en la fortaleza de Helfta, Sajonia. Su hermana Gertrudis se hallaba ya en el convento de Rodersdorf (después transferido a Helfta) cuando ella acompañó a su madre a visitarla en 1248. En siete años de vida la pequeña acumulaba la experiencia de haber sobrevivido a la muerte poco después de nacer, debido a su frágil constitución física, y el inspirado vaticinio del virtuoso presbítero que derramó sobre su cabeza el agua del bautismo, quien entrevió que sería santa, hecho que confió a sus padres asegurándoles que Dios obraría a través de ella numerosos prodigios. Posiblemente a esa edad Matilde ignoraba la singular elección divina a la que aludió el sacerdote, pero seguro que sus progenitores no habrían podido olvidarla.
La vida conventual le sedujo desde un primer instante. Por eso, en 1258 dejó a un lado los beneficios que reportaba haber nacido en un castillo, y las prebendas anejas al título nobiliario que ostentaban sus padres ingresando en el monasterio que entonces se había establecido en Helfta. Su hermana Gertrudis, abadesa, vertió en ella todo su saber espiritual e intelectual, riqueza que Matilde acogió multiplicando los talentos que Dios le había otorgado: una suma de excepcional inteligencia y virtud coronada por una bellísima voz con la que glosaba la grandeza del Creador y por la que ha sido denominada «ruiseñor de Dios». Era un pozo sin fondo. Y así se ha reflejado: «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos».
Orientada por su hermana, se convirtió en una gran formadora que tuvo a su cargo jovencísimas vocaciones. De hecho le confiaron a Gertrudis, la Grande, cuando llegó al convento a la edad de 5 años. Y es que Matilde era una ejemplar maestra y modelo de novicias y profesas. Fue agraciada con numerosos favores místicos que se iniciaron siendo niña y que guardó en su corazón llevada de su natural discreción hasta que cumplió medio siglo de vida.
Ella, al igual que Gertrudis, la Grande, vivió en carne propia la experiencia del sufrimiento ocasionado por largas y dolorosas enfermedades que fueron persistentes en ambos casos. La frágil condición humana atenazada por el cúmulo de matices que conllevan circunstancias de esta naturaleza, a veces tiene también expresión palpable en la vertiente espiritual. Matilde experimentó conjuntamente la postración corporal, y el sufrimiento y angustia espirituales en los que, no obstante, contó con el consuelo divino. En uno de estos periodos críticos confidenció privadamente sus experiencias místicas a dos religiosas. Una de ellas fue su discípula Gertrudis, la Grande, quien se ocupó de recopilarlas en el Libro de la gracia especial junto a otra hermana de comunidad.
Matilde fue un puntal indiscutible en el monasterio, aunque a veces su nombre ha quedado a la sombra de esta santa amiga. De su hermana había heredado la rica tradición monacal que floreció altamente en esa época en las líneas genuinas de la regla a la que se había abrazado: oración, contemplación, estudio científico y teológico, amasado siempre en la tradición y el magisterio eclesiales. Fue una mujer obediente, humilde y piadosa, de gran espíritu penitencial, ardiente caridad y devota de María y del Sagrado Corazón de Jesús con el que mantuvo místicos coloquios. El contenido de sus revelaciones insertas en el aludido Libro de la gracia especial permite apreciar también el alcance que tuvo la liturgia en su itinerario espiritual. Supo llegar al corazón de las personas que pusieron bajo su responsabilidad, y las condujo sabiamente a los pies de Cristo dando pruebas fehacientes de su ardor apostólico.
Cuando rogaba a la Virgen que no le faltara su asistencia en el momento de la muerte, Ella le pidió que rezase diariamente tres avemarías «conmemorando, en la primera, el poder recibido del Padre Eterno; en la segunda, la sabiduría con que me adornó el Hijo; y, en la tercera, el amor de que me colmó el Espíritu Santo». María la invitó a meditar en los misterios de la vida de Cristo: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; Él es la santidad misma que santifica todas las cosas». Durante la última y difícil etapa de su vida, ocho años cuajados de sufrimientos, mostró la hondura de su unión con Cristo, a cuya Pasión redentora unía sus padecimientos por la conversión de los pecadores, con humildad y paciencia. La Eucaristía, el evangelio, la oración…, habían forjado su espíritu disponiéndola al encuentro con Dios. Este se produjo el 19 de noviembre de 1299. Murió con fama de santidad.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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