Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
New York, Comentario al Evangelio del 29 Julio, 2018.
XVII Domingo del Tiempo Ordinario (2º Libro de los Reyes 4:42-44; Efesios 4:1-6; Juan 6:1-15.)
Es muy significativo cómo en el milagro de la multiplicación de los cinco panes de cebada y los dos peces, Jesús confirma la sorprendente respuesta de la Providencia a nuestros humildes esfuerzos: En la Primera Lectura, el profeta Eliseo dijo a quien le traía comida: Dáselo a la gente para que coma… y los cien hombres comieron. En la Carta a los Efesios leemos hoy que cuando San Pablo era sólo un prisionero del Señor, en esas condiciones logró confirmar y alentar a las comunidades que fundó. Análogamente, fue un niño inocente y frágil, dispuesto a compartir lo que tenía, su propio almuerzo, quien hizo posible el milagro de Cristo.
Aún más, todo comienza con una solicitud de ayuda de Jesús: ¿Dónde podemos comprar suficiente comida para que coman todos?
¿Cuál era el motivo de esta pregunta?
* En primer lugar, Jesús conoce nuestras verdaderas necesidades. Cuando el texto del Evangelio dice que Cristo hizo su pregunta para probar a Felipe, no quiere decir que estaba probando su ingenio o su creatividad. Más bien, estaba estimulando la sensibilidad de los discípulos. Es decir, como seres humanos, como seguidores de Cristo, necesitamos ser guiados por el Espíritu, lo que significa que recibimos su consejo cotidiano (Rom 8:14). Eso significa mucho más que vivir de acuerdo con altos estándares morales, esto tiene que ver con las motivaciones de nuestro corazón. Dios, a través de su Espíritu, quiere tener una participación activa en nuestras vidas, lo que incluye no sólo nuestras decisiones y prioridades en alguna circunstancia, sino también cambiar nuestros ojos, nuestros oídos y nuestro corazón: Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman (1 Cor 2: 9). Sí; de acuerdo con nuestra naturaleza, somos muy conscientes de que es más dichoso dar que recibir, sabemos que la perfección que buscamos en Cristo es la plenitud de nuestra misión de misericordia.
Por eso son tan peligrosos para la perfección los pecados de omisión, porque generalmente pasan inadvertidos a nuestra pobre sensibilidad humana. Cuando perdemos una sola oportunidad de hacer cualquier tipo de bien, dejamos de representar a Cristo y cortamos nuestro diálogo con las personas divinas, cerrando nuestras puertas a los dones del Espíritu
Santo. ¿Qué sentido tendría recibir dones y fortalezas cuando no he usado completamente las habilidades y talentos que ya tengo? Esta es la verdadera y grave pereza, cuando dejamos que se pierda una ocasión, cuando no recogemos en nuestras canastas lo que creemos que es de poco valor o inútil. Nada de lo que he recibido debe perderse; todo, aunque sólo sea mi capacidad de sonreír o la inspiración de realizar un simple gesto de afecto… está destinado a cambiar vidas; de la misma manera que los cinco panes y los dos peces despertaron la fe de muchos. ¿Lo hago con todas mis fuerzas? La cuestión es si quiero entregar a Dios lo poco que tengo. Y si lo hago con todas mis fuerzas, veré que hay más que suficiente para alimentar a todos.
* En segundo lugar, Dios no quiere realizar milagros solo. Incluso cuando Cristo resucitó a Lázaro de entre los muertos, necesitó que Marta y los judíos lo ayudaran a retirar la piedra del sepulcro (Jn 11: 39-41). Esto, por supuesto, no es debido a alguna limitación divina, sino que es un generoso gesto de confianza y honor. Sí, nuestro Dios es un Dios de sorpresas para aquellos dispuestos a ser generosos. Permítanme ilustrarlo con esta historia de los primeros años del siglo XX:
Un hombre cruzaba el Atlántico en un buque. Una noche, mientras estaba encerrado en su camarote debido al mareo, escuchó un grito: ¡Hombre al agua! Sintió que no había nada que pudiera hacer para ayudar, pero se dijo a sí mismo: Al menos puedo poner una linterna en el ojo de buey. Se esforzó por ponerse en pie y colgó la luz para que brillara en la oscuridad. Al día siguiente se enteró de que la persona que había sido salvada había contado a todos: Estaba a punto de hundirme en la noche oscura por última vez, cuando alguien encendió una luz en un ojo de buey. Cuando esa luz iluminó mi mano, un marinero en un bote salvavidas me vio y me salvó.
Dios nos ha elegido para tender la mano y llevar luz a la oscuridad, para iluminar las vidas de los demás, sin importar cuán pequeños o insignificantes nos podamos sentir.
¿Cuáles son las consecuencias de lo anterior en nuestra vida espiritual?
Antes que nada, recordamos el verdadero significado y la principal consecuencia de nuestro amor por Cristo: Apacienta mis ovejas. Muchos de nosotros nos contentamos simplemente con una “vida espiritual equilibrada”, evitando el deterioro moral y ayudando de manera generosa y regular a las personas que nos rodean. Irónicamente, esas buenas acciones nos impiden alcanzar la cima de nuestra vocación: si vivo el Evangelio, se supone que debo transmitirlo. Eso es lo que estamos llamados a hacer: acoger nuestras vidas, ricas o pobres, fuertes o débiles, dar gracias a Dios y compartir todo, completamente, con los demás. El milagro que hoy recordamos fue mucho más allá de resolver un problema logístico de alimentos. La multitud se convirtió en una verdadera comunidad, compartiendo todos la riqueza y la pobreza, la debilidad y la fortaleza de los demás. Cristo creó una auténtica comunidad.
Jesús levantó los ojos y vio una gran multitud. ¿Es eso lo que me sucede a mí? O más bien, sólo veo que necesitamos más colaboradores, más vocaciones o más feligreses… ¿Veo sobre todo a los que esperan ser contactados? Están a nuestro alrededor, no necesitan ser descubiertos, aunque aquellos que ya han sido tocados por el Espíritu necesitan atención especial, tal vez porque han sido sanados o se sienten vacíos y sedientos de espiritualidad, incluso si la mayoría de ellos lo niegan. Esta es la razón por la cual la gente se apresuró hacia
dónde se dirigía Jesús y, caminando a lo largo de la costa norte del Mar de Galilea, la multitud se unió a Él.
¿Cómo podemos comenzar esta tarea? Jesús nos da hoy una respuesta: Hagan que la gente se siente, pasemos tiempo con los hermanos y hermanas, compartiendo nuestras comidas, nuestros sueños, nuestras preocupaciones con ellos.
Como dice el refrán, para conocer a una persona, tenemos que comer con ella varias veces. O, en palabras de nuestro Padre Fundador, el primer paso en nuestra misión apostólica es hacer amigos. Estamos llamados a celebrar juntos, comer juntos, llorar juntos, jugar juntos, y siempre que sea posible, tener el vínculo íntimo y gozoso de orar juntos. De lo contrario, nunca conoceré realmente a mi prójimo, y las malas interpretaciones y las sospechas invadirán nuestras relaciones, desembocando en el miedo. Esto siempre sucede cuando hay una diferencia: edad, sexo, cultura, aficiones… La verdadera unidad solo puede ser construida por Cristo.
Ahora bien, no debemos olvidar que hay un segundo paso, alimentar a las personas con alimento espiritual, y la fuente es Cristo mismo. Tenemos que reponer nuestro alimento espiritual continuamente, manteniendo una relación cercana con Él (Sí: Eucaristía, Oración y Evangelio), pero somos responsables de alimentar a nuestro prójimo.
Un ejemplo importante de cómo aprovechar oportunidades para alimentar a las personas: Hemos de ayudar a los jóvenes a participar en la Misa animándoles a venir con una intención de intercesión, de la misma manera que podemos profundizar nuestra propia espiritualidad de la Misa siguiendo la exhortación de San Timoteo: Insto a que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acción de gracias por todas las personas. De hecho, la Misa, como sacrificio y como banquete, es el modelo de oblación, porque se realiza en unión con la oblación o sacrificio de Jesucristo. Existe una relación inmediata entre la celebración de la Eucaristía y el cuidado de quienes son material, emocional y espiritualmente pobres.
La lógica y la razón humana a menudo nos dicen que somos demasiado jóvenes, demasiado débiles, muy pocos, demasiado ignorantes o, lo que es peor, de alguna manera divididos e imperfectos. Sentimos que no tenemos nada para dar. Pero si tratamos de cumplir esta misión juntos, en unidad y amor, orando por aquellos hermanos que están en desacuerdo con nosotros y evitando escándalos y división, Dios se mostrará complacido con nuestra ofrenda y nuestros esfuerzos y hará que nuestro testimonio sea creíble y fructífero.