por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
New York, 18 de Octubre, 2020. | XXIX Domingo del Tiempo Ordinario.
Isaías 45: 1.4-6; Primera Carta a los Tesalonicenses 1: 1-5b; San Mateo 22: 15-21.
La respuesta breve a esta pregunta es… todo. Incluyendo al César. Así como la imagen de César grabada en una moneda romana indicaba que la moneda pertenecía al César, la imagen de Dios impresa en cada ser humano afirma que todos pertenecemos a Dios.
El hombre es la única criatura en la que el rostro de Dios está impreso. Es sagrado y nadie puede tomarlo como propio.
Los estudiosos de la Biblia dicen que el verbo que Jesús usa en su respuesta significa más precisamente ” devolver”. Por lo tanto, en realidad nos está ordenando: Devuelvan al César lo que pertenece al César y devuelvan a Dios lo que es de Dios.
Pero la respuesta breve no es suficiente. Debemos reflexionar sobre la manera precisa de entregar todo a Dios.
1. Comencemos con lo más importante. En el momento culminante de su pasión, Jesús gritó: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. ¿Qué significa encomendar o entregar el espíritu? Ciertamente no significa “morir”. Era evidente para Cristo, para su Padre y para todos los demás que estaba muriendo.
Cristo está expresando su disposición a morir y resucitar, no sólo para dar su vida, sino para sufrir una transformación que fue evidente para todos cuando salió de la tumba. Esto es algo que puede ocurrir y ocurre en nosotros, aunque no sea exactamente lo mismo. En San Pablo, cuando se convirtió, la gente no pudo reconocer al “viejo” Pablo y, por supuesto, él mismo confiesa que este giro radical en su vida no es obra suya, sino esencialmente de Dios, como expresa también la Primera Lectura, declarando: Yo iré delante de ti y allanaré los lugares escabrosos; Romperé las puertas de bronce y haré pedazos sus barras de hierro.
Es una forma de relación con Dios Padre donde la clave ya no es eliminar ciertas imperfecciones o luchar contra la tentación, sino convertirse verdaderamente en instrumentos de sus planes, moldearse según su voluntad, pero siendo conscientes de que nos está utilizando como instrumentos para conceder su gracia. Esto explica por qué el Antiguo Testamento utiliza la metáfora de Dios como Alfarero. Oh Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla, y tú eres nuestro alfarero; todos somos obra de tu mano (Is 64, 8).
En una ocasión, Jeremías, siguiendo las instrucciones de Dios, fue a la casa de un alfarero. Vio al alfarero trabajando. Allí estaba, haciendo algo en su rueda (Jer 18:3). Jeremías vio en ello que el trabajo de Dios tenía un propósito. Como alfarero, Dios no estaba jugando con la arcilla. Tenía un objetivo en lo que estaba haciendo.
Esto nos da que pensar. Los dramas y las luchas en nuestras vidas no nos definen. Es Dios quien es el alfarero, no las circunstancias de nuestras vidas. Dios toma cualquier situación o eventualidad y la usa para moldearnos y perfeccionarnos. No debemos creer que Dios envía calamidades sobre nosotros, pero puede usarlas para hacernos más parecidos a Cristo. No importa cuán defectuosos o descompuestos creamos que somos, en las manos del alfarero, nosotros también podemos ser renovados.
La propia arcilla juega un papel activo en lo que Dios crea. Dios nos ha creado de tal manera que tenemos libre albedrío y libertad de elección. Por lo tanto, intervenimos en cómo somos moldeados. Así que el grado en el que, como arcilla, seamos duros o suaves, maleables o rígidos, refinados o salpicados de imperfecciones, contribuye a cómo nos convertiremos en instrumentos para la salvación del mundo.
En la Segunda Lectura, San Pablo reconoce con gratitud que el Evangelio que los Tesalonicenses han recibido no se debe sólo a la predicación humana de Pablo, Silvano y Timoteo, sino también “en poder y en el Espíritu Santo”. San Pablo es verdaderamente consciente del efecto del poder de Dios a través de los instrumentos humanos. En la Primera Lectura vemos cómo Ciro el Grande, un rey persa, es llamado “el ungido de Dios”, aunque no conocía al Dios de Israel, y se convierte en su instrumento para liberar al pueblo de Israel del poder babilónico y enviarlos de vuelta a Jerusalén para reconstruir su templo y su ciudad.
2. Dios espera que le entreguemos nuestra vida espiritual, nuestras dificultades morales y nuestras limitaciones naturales. Nuestra vida ascética tiene una característica esencial: no se trata de luchar contra nada, sino de compartir todo con Cristo. La diferencia es muy importante, porque hay cosas que nos superan, pasiones que nos desbordan y hábitos que nos dominan, por lo que el verdadero esfuerzo es conseguir poner en sus manos nuestros pensamientos, deseos, pasiones, acciones y aspiraciones. Eso es también dar a Dios lo que es de Dios.
Muchos de nosotros le damos sinceramente a Dios algunas cosas, algo de nuestro tiempo, algunos de nuestros talentos. Pero el problema es que a menudo somos ambiguos y olvidamos compartir ciertos asuntos y dificultades. Tal vez porque nos sentimos seguros o tal vez porque NO confiamos plenamente en su ayuda. Sí; de esta manera enviamos señales equivocadas a Dios guardando algunos aspectos de nuestra vida para nosotros, no necesariamente negativos desde el punto de vista moral.
De esa manera nos pasa como a dos amigos que salieron a pasear. De pronto, se encuentran con un perro enorme. Dudan en seguir adelante, temerosos de lo que el perro pueda hacerles. Sigamos adelante, dijo uno al otro. Fíjate, el perro está ladrando, pero también está moviendo la cola. Creo que es seguro si pasamos a su lado. A lo que el otro responde: El problema es que no sé a cuál de los dos extremos creer.
Cuando Jesús cuenta la historia de un hombre que llama a la puerta de un amigo a medianoche para pedir pan, nos está dando un ejemplo de alguien que pone más que buenas intenciones en su oración. Pone toda su intención. Para hacer esto, abandona su casa, sus hábitos y quizás sus hijos, que estarían durmiendo, como los de su vecino. No se preocupa por la hora, lo que su amigo pueda pensar, el peligro de la noche o sus planes para el día siguiente. El mensaje que envía es que necesita el pan por encima de todo y la parábola nos dice que esa oración es escuchada por Dios.
¿Es este nuestro Espíritu Evangélico o lo hacemos “compatible” con otras intenciones, como buscar el afecto, la admiración y la aceptación de nuestras opiniones? Cuando así lo hacemos, vamos en contra de nuestra verdadera naturaleza. Estas son las palabras de nuestro Padre Fundador:
No hay pasión alguna en esta vida, ni tentación posible del diablo, que pueda arrebatarnos la santa e inmaculada intención que poseamos. La vida nos puede arrebatar otras muchas cosas, incluso la fortaleza, pero ya san Pablo nos ha enseñado que no hay potestad ni en el cielo ni en la tierra ni en el infierno ni en parte alguna, que pueda quitarnos el ser, la encarnación viviente de la intención divina, esa intención con que Dios concibe todas las cosas (8 de Diciembre, 1983).
Como incluso el César pertenece a Dios, lo que es del César es realmente de Dios. Todo lo que tenemos es de Dios; todo lo que somos está destinado a Él. No sólo nuestra vida moral o espiritual. Si tienes un trabajo, es un regalo de Dios. ¿Un ingreso de jubilación? Es su regalo suyo. Podrías decir, espera un momento, yo trabajo duro por ese sueldo, o trabajé mucho para tener esa pensión. ¿Quién te dio el talento, la energía, las vacaciones, la educación, la salud para hacer ese trabajo? Es un regalo de Dios.
Sólo cuando confiamos en Él y nos apoyamos en Él, podemos aceptar y acoger con gozo lo que quiere darnos. Cuando nos elegimos por nosotros mismos, la mayoría de las veces, por nuestra ignorancia, elegimos lo que nos perjudica. En realidad, esto nos sucede en nuestras relaciones humanas cotidianas.
Nuestro ego nos dice que tenemos que estar constantemente hablando de nosotros mismos, ofreciendo opiniones no solicitadas, chismorreando y quejándonos sin pararnos a escuchar a los demás. Un ego sin control nos dice que siempre tenemos que tener razón y que es una debilidad el admitir que estamos equivocados. Y un ego desenfrenado nos dice que tenemos que contar continuamente a los demás nuestros logros y avances sin reconocer nuestros fracasos. En otras palabras, un ego desenfrenado es siempre el centro de atención. Si somos honestos, reconoceremos que todos nosotros, en algún grado u otro, sufrimos de un ego descontrolado.
Por eso en muchas ocasiones nos resulta difícil poner una parte de nuestra vida en manos de otro ser humano, aunque lo creamos conveniente o incluso necesario. Si eres un estudiante, puedes ser más inteligente que tu profesor. Si eres un paciente, ciertamente conoces tu dolor mejor que el doctor. Si eres un jugador de baloncesto, probablemente lanzarás el balón mejor que tu entrenador. Pero hay algo que el estudiante, el paciente y el deportista deben reconocer: el profesor, el médico y el entrenador probablemente tienen una mejor visión, una mayor perspectiva.
Se cuenta la historia de un gran equilibrista llamado Blondin que extendió un largo cable de acero a lo ancho de las cataratas del Niágara. Con vientos fuertes y sin red de seguridad, caminó, corrió e incluso bailó sobre la cuerda floja ante el asombro y el deleite de la gran multitud de personas que lo observaban.
Luego, tomó una carretilla llena de ladrillos y asombró a la multitud empujándola sin dificultad a través del cable, de un lado a otro de las cataratas. Blondin se volvió entonces hacia la multitud y preguntó: Ahora, ¿cuántos de ustedes creen que podría llevar a un hombre por el cable en la carretilla? El voto fue unánime. Todos aplaudieron y mantuvieron las manos en alto. ¡Todos creían que podía hacerlo! Entonces, preguntó Blondin, ¿podría alguno de ustedes ofrecerse como voluntario para que lo lleve en la carretilla? Igual de rápido que las manos subieron… volvieron a bajar. Ni una sola persona se ofreció a montar en la carretilla y a confiar su vida a Blondin.
Muchas veces le decimos a Jesús, “¡Sí, creo!” Si tú y yo estamos entre los que dicen eso, ¿estamos dispuestos a demostrar nuestra creencia confiándole nuestra vida? Eso es lo que significa creer. La fe no es sólo un ejercicio intelectual. Implica un compromiso total y darle, poner en sus manos realmente todo. Él realmente quiere llenar todos los espacios de nuestra vida con su voz, su amor, su justicia.
A veces, por eso experimentamos el aborrecimiento de Dios en nuestra vida espiritual: reconocemos su deseo de intervenir en todas las dimensiones de nuestra vida, en nuestros pensamientos, deseos, emociones, acontecimientos … especialmente en todos y cada uno de nuestros momentos con los demás. Es una purificación muy valiosa, porque nos obliga a elegir entre una vida espiritual cómoda o permitir que Dios nos modele a su imagen y semejanza.
Un último punto sobre la escena del Evangelio de hoy. No nos damos cuenta, pero nuestra oración a veces puede parecerse a la actitud de los fariseos. Le preguntan a Cristo sobre los impuestos y Jesús les pide que le muestren una moneda. Se la muestran. Eso significa dos cosas. Primero, que Jesús no tenía una de esas monedas… y ellos sí. Por lo tanto, no tenían ningún problema en usarla, a pesar de su inscripción “profana” que proclamaba al César como Dios. Segundo, que su pregunta a Jesús estaba llena de elogios y respeto verbales, pero su intención era completamente diferente.
Uno de los rasgos más dolorosos que los seres humanos detectamos (¡sólo en los demás!) es la falta de unidad entre las palabras y los hechos. Y eso tiene un nombre: hipocresía.