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Vive y transmite el Evangelio

¿Qué es Bueno y qué es Malo?

By 29 julio, 2017No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 30-7-2017, XVII Domingo del Tiempo Ordinario (1Reyes 3:5.7-12; Romanos 8:28-30; San Mateo 13:44-52)

Esa es la pregunta de Salomón. Y también el problema de todo ser humano. La dificultad radica en saber qué entendemos por bueno y malo y eso depende de nuestras motivaciones, intenciones y fines. Este deseo de clarificar lo que es bueno y lo que es malo es una consecuencia de la ley más poderosa que gobierna nuestras vidas: la ley de la perfección.

Pero lo cierto es que no podemos evitar el estar tomando decisiones en todo momento y lo hacemos según nuestro uso pobre y mediocre de ese “instinto” o búsqueda permanente de la perfección.

Salomón no pidió tener una relación personal más profunda con Dios, sino un don que le permitiera servir mejor a los demás. No pidió una larga vida, riquezas o la vida de sus enemigos, sino que se preocupó de su prójimo. Salomón sabía que, en última instancia, el sentido y la felicidad de esta vida no son cuestión de tener razón, poder o riqueza, sino cuando nos entregamos a los demás sirviéndoles auténticamente.

¿Y nosotros? La parábola de la red nos dice que tenemos que purificar nuestras intenciones; hemos de distinguir entre lo que hacemos y por qué lo hacemos. No es suficiente hacer lo correcto, sino realizarlo con la intención correcta: agradar a nuestro Padre celestial. Sólo entonces podemos hablar de un servicio real y auténtico; de otro modo se trata sólo de una búsqueda de cosas de este mundo, disfrazada de servicio espiritual. Lo cual es aún más malicioso y peligroso. Por eso Cristo dirigió las reprimendas más duras no a los pecadores, sino a los líderes religiosos farisaicos e hipócritas.

Por supuesto, no podemos purificar nuestras intenciones simplemente con nuestros esfuerzos…! pero nuestro papel en este proceso es esencial! Algunas veces somos víctimas del instinto de felicidad, y esta es la manifestación más clara de nuestro mal uso de la poderosa tendencia a la perfección. Como nuestro padre Fundador decía, incluso los ladrones profesionales organizados utilizan sus energías al límite para llevar a cabo el crimen perfecto, como por ejemplo el perfecto robo de un banco.

Por su parte, el Espíritu Santo hace todos los esfuerzos posibles para purificarnos, para dejar claro cómo nuestras intenciones (conscientes e inconscientes) son decisivas y por eso nuestra vida mística está llena de manifestaciones de su intensa actividad: apatía, vaciamiento, aridez, vacilación,… Estas nos apartan de nuestro instinto de felicidad, particularmente en el caso de las personas consagradas, de nuestro deseo de sentir la aceptación de los demás o los frutos inmediatos.

Cuando aceptamos esta purificación, comenzamos a pedir todo en Su nombre y recibimos la misma respuesta que Salomón: Voy a obrar conforme a lo que pides. Y poco a poco podemos decir con San Pablo: Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman.

Pero nos falta tener una visión clara de nuestro futuro y de los planes divinos:

Se cuenta que un monje iba de un lado a otro inclinándose ante todos y diciendo: Nunca te despreciaré, pues un día serás santo. Dejó de estudiar, de ofrecer incienso y de hacer otras prácticas y simplemente siguió inclinándose profundamente, en cuerpo y alma, ante todos.

Un director espiritual preguntó a sus novicios: ¿Cómo sabemos cuándo se acaba la noche y llega el día? Los discípulos dieron toda clase de respuestas: Cuando vemos donde acaba nuestro campo y comienza el del vecino; cuando puedo distinguir mi caballo del de mi amigo; cuando puedo decir si un animal es una vaca o un caballo; cuando puedo distinguir el color de una flor

No, no, no. –dijo tristemente el director espiritual, sacudiendo la cabeza– La noche se acaba y el día empieza cuando miras el rostro de tu prójimo y ves que es tu hermano o tu hermana. Ves que os pertenecéis mutuamente.

Esta es la comprensión y la visión que adquirimos si aceptamos el Reino de los cielos, la voluntad inmediata de Dios para mí, hic et nunc, aquí y ahora.

Para lograrlo, para estar en la senda de la perfección, debemos estar dispuestos a vender muchas perlas. Esto es, a dejar nuestra seguridad habitual, nuestras zonas de confort. Esta es una de las razones por lo que es tan importante tener un director espiritual, un rector, una comunidad. Cada uno de nosotros, por mucho esfuerzo que hagamos, es incapaz de ver con claridad continuamente. Somos como un pez en la pecera. Poco a poco, el agua se ensucia y como eso ocurre gradualmente, no nos damos cuenta. Entonces nuestro hermano, rector o superior, o quizás el Espíritu Santo con un signo sutil, llega a nosotros y todo resulta claro: Mira, el agua está bastante sucia. Aunque nos esforcemos y trabajemos duro queriendo limpiar el agua, puede que no veamos las filtraciones que a otros les resultarán evidentes. Todos tenemos zonas oscuras de visión sobre nosotros mismos y nuestras intenciones. Somos propensos a hacer un “bypass espiritual” y a sentirnos “positivos”, evitando enfrentarnos a nuestras realidades espirituales más profundas. Un director espiritual y un hermano/a de mi comunidad es alguien con quien puedo ser honesto y compartir mis intenciones más profundas. Santa Brígida decía que Cualquiera que no tenga un amigo espiritual, es como un cuerpo sin cabeza, como el agua de un lago sucio.

Mientras nos preocupe auto-servirnos, auto-enaltecernos, esas serán las intenciones tras nuestras palabras y obras. Podemos decir a los demás que deseamos algo mientras, quizás inconscientemente, deseamos sólo acariciar nuestro ego. Cuando caminamos solos espiritualmente, hablaremos para rebajar a los demás y sentirnos superiores a ellos; criticaremos para agrandar nuestra importancia a expensas de los demás y mentiremos si eso nos ayuda a obtener lo que deseamos; utilizaremos nuestros logros pasados para impresionar a los otros con nuestra valía.

Las dos parábolas sobre las perlas tienen el mismo objetivo: revelar la presencia del Reino, pero cada una lo hace de forma diferente; a través de la conciencia del acto gratuito de Dios en nosotros (vida mística) y a través del esfuerzo y la búsqueda que cada ser humano hace para descubrir mejor el sentido de su vida (esfuerzo ascético).

Cristo es al Reino de Dios para nosotros, pues hemos experimentado su amor y su bondad. Deberíamos de estar gozosos, sin embargo, en algunos momentos muchos de nosotros no irradiamos esa alegría espiritual, viviendo como los seres más desgraciados, que tienen que abandonar sus sueños, cumplir sus obligaciones y no poder seguir la propia voluntad, como hacen otras personas ¿Qué nos falta?

Es porque no nos hemos entregado completamente a ese tesoro y a esa perla y por eso están fuera de nosotros, no completamente dentro. Son como una idea o un buen deseo. La felicidad y el bienestar de este mundo son pasajeros y no duran mucho. Es una alegría breve.

¿Es Jesucristo la perla que nos lleva a dejar todo lo demás? ¿Estamos dispuestos en todo momento a pagar el precio que cuesta estar a su lado? La cruda realidad es que, demasiado a menudo, consideramos a Cristo no como un tesoro o una perla incomparable, sino como algo que compramos en las rebajas. Si el precio es alto, no nos interesa tenerle. Deseamos tener, si es posible, a Cristo y al mundo, especialmente el reconocimiento, ser admirados y ser comprendidos.

Hemos de recordarnos continuamente cuál es el Tesoro que hemos encontrado: Nuestro Padre celestial, un padre que entrega todo, que saca de sus reservas lo nuevo y lo añejo. Nuestro Padre celestial es el mercader que parece insensato y y ha comprado nuestra salvación por un precio no rebajado. Nuestro Padre es el soñador que cava el campo y retira la basura en la que nos hemos enterrado y cuando por fin nos encuentra, dice: Tú eres mi tesoro.