por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes.
New York/Paris, 27 de Diciembre, 2020. | La Sagrada Familia
Génesis 15: 1-6.21,1-3; Carta a los Hebreos 11: 8.11-12.17-19; San Lucas 2:22-40.
Podemos creer que la santidad significa una serie de nobles esfuerzos por parte de cada uno de nosotros para evitar las seducciones del mundo y para acoger la continua llamada divina a hacer el bien. ¿Quién podría negar esto? La religión pura y sin mácula delante de nuestro Dios y Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones y guardarse sin mancha del mundo (Santiago1: 27).
Pero Dios siempre nos sorprende con algo más, con algo nuevo. A los llamados justos y a los llamados pecadores. Así como sorprendió a María y José con algo imposible de predecir y de entender totalmente.
Todos tenemos experiencias de fe muy distintas, pero cada uno puede identificar a personas que de maneras muy diferentes nos han llevado a Dios y continúan ayudándonos en el camino de la perfección. Algunos están cerca de nosotros en nuestras actividades diarias, otros aún más cerca: en el cielo y en la memoria de nuestro corazón. Al mismo tiempo, a pesar de nuestra mediocridad y falta de fidelidad, la Providencia nos permite ver cómo a veces servimos como humildes instrumentos para acercar a las personas a Dios. El instrumento es siempre humilde, pero la tarea y los frutos son sublimes e imperecederos.
¿Por qué decimos que Jesús, María y José forman una familia que es santa o sagrada? Seguramente, hoy es la fiesta apropiada para hacernos esta pregunta y descubrir que se trata de algo más que una familia equilibrada, devota y armoniosa, como muchas otras familias de creyentes y no creyentes.
Así como decimos que un santo es una persona a la que Dios quiere apartar de la esclavitud del mundo para dedicarse a las tareas del reino de los cielos, así también una familia o una comunidad será santa si aceptan unánimemente que han sido convocados por la Providencia para una misión difícil y privilegiada. No están reunidos simplemente por una decisión propia. Ni tampoco permanecen unidos en las dificultades externas e internas por ninguna fuerza especial en su interior.
Incluso el famoso filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.) afirmó que la amistad perdura en la medida en que dos amigos se enamoran juntos de un tercero trascendente. Una amistad sólo perdurará en la medida en que los dos amigos se enamoren, no tanto el uno del otro, sino ambos, de un tercero trascendente. De algo bueno que está más allá de ellos dos. Entonces la relación es realmente duradera. Como dijo C.S. Lewis, la condición de tener amigos es que deseemos algo más que amigos. La amistad debe ser sobre algo…o alguien.
En nuestro caso, el único «tercero trascendente» posible es el propio Cristo, cuyo amor nos atrae al amor a los demás. Y Él fue muy coherente con lo que dijo. Nos mostró, y no dejó ninguna duda de lo que quiso decir con «como les he amado«. Lo que yo debería buscar es la voluntad de Dios, el plan de Dios. Y luego encontrar a alguien que esté tan enamorado de ese propósito como yo. De esa manera encuentro a alguien a quien amar y con quien vivir.
Esto también es cierto en el caso de Dios. El amor entre el Padre y el Hijo no se guarda dentro de ellos mismos, sino que su amor mutuo se derrama en el mundo a través del Espíritu Santo, el Espíritu de amor. Una familia o comunidad católica no es aquella que mira hacia adentro, sino que llega a los demás con amor nutriendo a la gran familia humana.
«Enamorarse uno del otro» sólo puede ser… egoísmo compartido. Si simplemente tratamos de establecer relaciones entre nosotros, tenderán a convertirse en discusiones y finalmente en división, en guerra. Esto es lo que inevitablemente sucede en las familias y comunidades religiosas: si no hay un proyecto común explícito y único, que es servir a Dios y al prójimo, las dificultades terminan con la comunidad. Cada miembro seguirá un camino más o menos noble, pero esa oportunidad que Dios mismo ofrece de convertirse en una familia santa, una comunidad santa, permanece tristemente estéril.
En la Biblia, Ana, la madre del profeta Samuel, suplicó a Dios por un niño sólo para entregarle al Señor el niño que le había suplicado. La relación de su hijo con el Señor le importaba más que nada. Hoy el Evangelio nos dice que lo primero que hicieron María y José fue presentar al recién nacido en el Templo.
María y José subordinaron su amor mutuo a su amor por Dios. Y eso, es lo que hace a su familia santa. José, a pesar del peligro de viajar lejos con un bebé y su esposa que acababa de dar a luz, obedeció el mensaje del ángel y partió a Egipto. Con María, escuchó atentamente a Simeón y Ana, para saber cuál era el deseo de Dios para su hijo. Esto es lo que hace que una familia, una comunidad, sea santa: cada uno se pone al servicio de la voluntad de Dios para los demás, por encima del activismo y de cualquier interés personal o colectivo.
Nosotros también podemos vivir así si vemos y somos conscientes de la conexión entre nuestras acciones y lo que es más grande que nosotros, los planes de Dios. Esto sucede cuando no elegimos nuestra relación con los demás por encima de nuestra relación con Dios, sino más bien cuando vemos nuestra relación con Dios reflejada en todas nuestras interacciones con los demás seres humanos.
Esto es algo que el mismo Dios nos concede y que se llama Inspiración. Para vivir esta Inspiración, tenemos que aceptar ser purificados de una manera especial: debemos reconocer que nuestro corazón está dividido y que la unidad sólo es posible en la presencia de Dios. Esto va más allá de evitar cometer faltas, más allá de vivir la virtud, lo cual es ciertamente necesario. Sólo el Espíritu Santo puede revelarnos el significado de las pequeñas cosas, de los pequeños o grandes acontecimientos de cada día y a la vez no ser absorbidos o esclavizados por nuestras tareas, sufrimientos, éxitos o pecados.
La ley judía requería que todos los primogénitos fueran ofrecidos a Dios. María y José se sometieron a esta disposición y a la observancia de la Ley. Podríamos decir que la inspiración que cada uno de nosotros recibe en una multitud de pequeños signos, es la nueva Ley, la mejor pista que el Espíritu nos ofrece continuamente para seguir la voluntad de Dios.
Por lo tanto, es un buen día para preguntarnos: ¿Qué parte de mi vida no está relacionada con Cristo? ¿Una amistad, o una relación? ¿Mi matrimonio? ¿Mi relación con nuestros hijos? ¿Mi trabajo profesional? ¿El momento de contar un chiste? ¿Las ocasiones en las que debo hacer una corrección fraterna?
Desde el punto de vista del testimonio apostólico, es cierto que muchas virtudes, muchos valores, sólo pueden ser transmitidos por una comunidad santa, una familia santa. Si tuviera que explicar esto a los niños, usaría la siguiente historia:
Había una vez una iglesia que fue construida en las montañas más altas de Suiza. Era una hermosa iglesia que había sido hecha con mucho esmero por los aldeanos que vivían cerca. Pero había una cosa que la iglesia no tenía. No tenía ninguna luz. No se podía entrar en la iglesia y encender las luces como se hace en muchos lugares. Sin embargo, cada domingo por la noche, la gente que vivía en la ladera de la montaña frente a la pequeña iglesia veía que algo mágico sucedía. La campana de la iglesia sonaba y los fieles subían por la ladera de la montaña hacia la iglesia. Entraban en la iglesia y, de repente, la iglesia se iluminaba con una luz brillante. La gente tenía que llevar luz con ellos, así que traían lámparas. Cuando llegaban a la iglesia encendían sus lámparas y las colgaban alrededor de la iglesia en estacas colocadas en las paredes, de modo que la luz se extendiera por todo el entorno. Si una sola persona venía a la iglesia la luz era muy tenue. Pero cuando venía mucha gente a la iglesia había mucha luz. Después de la misa, los aldeanos llevaban sus linternas a casa. En ese momento, para los que miraban desde lejos, era como si un chorro de luz saliera de la iglesia y se extendiera por la ladera de la montaña. Para muchos era una señal de que todo estaba bien. La luz de Dios estaba con ellos y en ellos. La única vez que la pequeña iglesia se iluminaba era cuando la gente se reunía y se unía en el Señor. Mientras presentaban su vida y su luz, Dios venía a presentarse y a unirse a ellos.
Lo que nos dice el Evangelio de hoy no es un cuento: Simeón y Ana, en el Templo, fueron luz para María y José, les hicieron entender que Dios siempre estaría con ellos, en medio del dolor y la espada que atravesaría el corazón de María y el dolor que José experimentaría. Las personas mayores nunca se sienten inútiles cuando viven esperando la llegada del Señor. Siempre pueden realizar servicios humildes que traen alegría a los demás. Tienen, sobre todo, como Ana y Simeón, la tarea de hablar de Cristo a los que buscan un camino en su vida. Se han enriquecido con la experiencia espiritual. Esta es la herencia más preciosa que debe ser legada a las generaciones futuras.
La Sagrada Familia nos muestra que el verdadero amor siempre requiere sufrimiento. Eso no significa que todo el sufrimiento provenga del verdadero amor, pero todo el verdadero amor requiere sufrimiento… y el dolor que proviene del verdadero amor es redentor. Participa del sufrimiento de Dios mismo al hacerse humano, porque vibra con la voluntad de Dios: salvar.
Pero hay otro tipo de sufrimiento que es muy común. Es un sufrimiento que proviene del egoísmo, de buscar salirse con la suya, de la pequeñez del ser y de nuestros propósitos. El Evangelio nos reta constantemente a aprender a discernir la diferencia entre el sufrimiento redentor, enraizado en el verdadero amor, y el sufrimiento inútil que está sólo enraizado en nuestra naturaleza humana, más o menos egocéntrica. Ahora bien, cualquier comportamiento motivado por el verdadero amor siempre reflejará el signo de la libertad. Sujetar a los otros, tratar de controlarlos, no está realmente motivado por sus mejores anhelos personales; por tanto, no es verdadero amor. Incluso María y José tuvieron que aprender, se podría decir que, de la manera más difícil, cómo vivir ese amor.
El amor posesivo es un compañero del miedo, especialmente del miedo a la muerte. El miedo a la muerte implica el miedo a toda pérdida. Se dice en la Carta a los hebreos que el diablo mantuvo al mundo en cautiverio con el miedo a la muerte. Esta es una forma de compulsión. Es una esclavitud y crea dependencia. El amor que es así, temeroso, compulsivo, esclavizante, controlador, no es verdadero amor. Es una prisión. Nos impide vivir la vida en el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu del verdadero amor, siempre libre y que siempre busca el mejor interés del amado. El amor posesivo, que es muy común en nuestro mundo y es la base de casi todas las novelas, películas y otras formas de entretenimiento, es hasta cierto punto natural, dada nuestra naturaleza humana caída.
Nacemos con él, pero no es saludable. No es vivificante. El amor saludable y vivificante es un don sobrenatural que viene como gracia redentora de Dios a través de Cristo, y requiere nuestra voluntad de estar abiertos a él, de buscar a Dios, de reconocer nuestro propio egoísmo, y luego sufrir las exigencias del verdadero amor.
Cada uno de nosotros nace con una vocación de alguna manera para servir a Dios, para serle útiles, para propagar su reino, en una familia o en alguna otra forma de vida comunitaria y trabajar por lo mismo que Cristo, la propagación del reino de Dios. Jesús, Hijo de Dios, tuvo un sentido único y poderoso de ello desde una edad muy temprana.
Al tratar de servir a Dios, debemos permitir que los demás crezcan y aprendan. Sujetarlos no es amor. En este día de fiesta, vemos que nuestras vidas son muy diferentes de Jesús, María y José, que son únicos y peculiares; pero, al mismo tiempo, sus vidas están destinadas a ser un modelo para la nuestra. El dilema es: ¿Sufriremos las exigencias del amor o sufriremos los resultados de nuestro egoísmo? Sufriremos, eso no podemos evitarlo. ¿Ayudará ese dolor a los demás a crecer? ¿Servirá a Dios? Esta nuestra elección. Esta es la reflexión que nos permitirá vivir como una familia, una comunidad de santos.