por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 29 de Agosto, 2021. | XXII Domingo del Tiempo Ordinario.
Deuteronomio 4: 1-2.6-8; Santiago 1: 17-18.21b-22.27; San Marcos 7: 1-8.14-15.21-23.
Como es sabido, la Filosofía, para Platón, el famoso filósofo griego, no es doctrina; la Filosofía es una actividad, es un modo de vida. Como actividad, no puede ser enunciada ni expuesta en su totalidad. En última instancia, sólo puede mostrarse. Los enunciados pierden su sentido una vez desligados de la actividad de enunciación. La filosofía “no se puede expresar con palabras como otros estudios” (Carta VII). Sólo se puede practicar.
Los ingenieros también piensan así. Recuerdo que el lema de una de las escuelas de la Universidad Politécnica de Madrid es Saber es hacer. Podríamos poner más ejemplos de todas las épocas y ámbitos de la vida humana, pero todos ellos apuntan a una realidad que Jesús enseña con vigor hoy en el Evangelio: Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos.
Esto va unido a otra pieza clave de las Lecturas de hoy:Nada que entre en uno desde fuera puede contaminar a la persona.
Es importante observar las implicaciones positivas de esta afirmación. No sólo está diciendo que el contacto con el mundo y el prójimo no nos contamina, sino que es siempre una ocasión nueva y exigente para hacer crecer el Reino a los ojos de Dios y de nuestros semejantes. En este sentido, Jesús nos previene contra las tradiciones, no porque sean negativas en sí mismas, sino porque pueden ser un obstáculo para la inspiración del Espíritu Santo, si nos aferramos a ellas, lo que es más fácil de lo que pensamos.
Para empezar de forma distendida, me gustaría ilustrar esto con una historia un tanto divertida:
Un recién estrenado marido observaba con curiosidad cómo su esposa se preparaba para meter un jamón en el horno. Antes de meterlo en el horno, ella tomó un cuchillo y recortó cuidadosamente los dos extremos del jamón. El marido le preguntó: ¿Por qué has hecho eso? No soy un experto, pero creo que nunca he visto a nadie cortar los dos extremos del jamón antes de cocinarlo. La mujer respondió: No lo sé. Nunca he cocinado un jamón, pero mi madre siempre lo hacía así. La curiosidad se despertó y llamó a su madre para preguntarle por qué siempre cortaba los dos extremos del jamón antes de cocinarlo. Ahora que lo dices, no lo sé, querida, respondió su madre. Así es como lo hacía siempre tu abuela. Aparte de eso, la verdad es que no tengo ni idea. Decidida a desentrañar el misterio, la joven llamó por teléfono a su abuela y le preguntó por qué siempre cortaba los dos extremos del jamón antes de cocinarlo.
Bueno, cariño, dijo su abuela, el primer horno que tuvimos no era lo suficientemente grande para meter un jamón entero, así que tuve que cortar los extremos para que cupiera. Después de eso, ¡supongo que se convirtió en una costumbre!
Jesús y su familia eran muy respetuosos con los rituales religiosos y civiles, y cuando hablamos de esto, inmediatamente nos viene a la mente la Presentación en el Templo. Los rituales ayudan a estructurar nuestras vidas. Llevamos a cabo rituales de grupo que delimitan los acontecimientos e hitos sociales significativos, como cantar en las fiestas de cumpleaños, celebrar en las bodas y llorar juntos en los funerales. Los individuos también tienen rituales personalizados que les ayudan a organizar sus días, como tomar esa taza de café por la mañana o respirar profundamente antes de empezar un discurso.
Los rituales pueden ofrecer numerosas ventajas psicológicas, como darnos una sensación de control o reducir la ansiedad.
Pero nos interesa, sobre todo, la dimensión espiritual y religiosa. Incluso las buenas acciones (por ejemplo, las obras de caridad) pueden convertirse en una especie de deporte, pasatiempo o fuente de satisfacción personal, alimentando nuestro deseo de reconocimiento o de sentirnos mejor que los demás. Esto ilustra el peligro de los hábitos: si perdemos la motivación, si dejamos de mirar el sentido profundo de todas las acciones de un discípulo de Cristo, es decir, dar gloria a Dios, caemos en la hipocresía que Cristo menciona hoy, es decir, poner distancia entre nuestras palabras y nuestro corazón. Esto se refleja en nuestro Examen de Perfección en la Unión Formulativa, que se refiere a nuestra capacidad de NO separar pensamientos, deseos e intenciones, buscando esencialmente sólo la gloria de Dios en todas las cosas.
Sabemos cuál es el resultado devastador de la actitud contraria: el escándalo. Los que escandalizan a los demás, dice San Bernardo, son destructores de la unidad y enemigos de la paz. Además, la caída de una persona ahuyenta a muchas otras y las vuelve tibias en su avance espiritual.
Siempre recuerdo que a una de las mentes más brillantes del siglo pasado le preguntaron por qué no seguía la religión de su familia, que conocía perfectamente. Su respuesta fue contundente: Porque no veo ninguna diferencia entre ellos y los demás. Probablemente, se trataba del escándalo de la mediocridad.
Los rabinos y los israelitas honrados sabían que todas las prácticas religiosas debían estar llamadas a la conversión del corazón. Los monjes de Qumran, que también hacían un uso liberal de los rituales de purificación, enseñaban: No podemos santificarnos o purificarnos en lagos y ríos ni purificarnos lavándonos con cualquier agua. Seguiremos siendo impuros mientras despreciemos los mandamientos de Dios.
En una forma muy compacta, la regla de oro para no confundir ni manchar el verdadero propósito de nuestras acciones, ya sean hábitos o nuevas tareas, se nos da en la Segunda Lectura de hoy: La religión pura y sin mancha ante Dios y el Padre es ésta: cuidar a los huérfanos y a las viudas en su aflicción y mantenerse sin ser manchados por el mundo.
No contaminarse con “el mundo” es una forma de hablar globalmente del Apego a las cosas del mundo y de la falta de Abnegación. Un síntoma claro de Apego o de falta de Abnegación es cuando trato de guardar algo, o a alguien sólo para mí, cuando de alguna manera ignoro a Dios y al prójimo en un pensamiento, palabra, acción, omisión o deseo.
Jesús no sólo confirma las tradiciones y la Ley judías, sino que las lleva a su perfección, pues el rey de Israel, el día de su coronación, recibía un ejemplar de la Torah, para meditarla todos los días de su vida, sin introducir cambios ni añadidos para aprovecharse de ella (Dt 17,18-20). Esto estaba orientado a lo que Jesús repite hoy: no vivir una religión de labios, sino del corazón, siendo conscientes de que ninguno de nosotros puede dejar de preguntar a Dios por un momento sobre su voluntad.
Algunos podemos pensar que las Lecturas de hoy no nos afectan mucho, ya que no dedicamos tanto tiempo a la Liturgia y nuestras celebraciones religiosas modernas tienden a ser cada vez más breves. Incluso muchas prácticas prescritas por la Iglesia se olvidan o se consideran irrelevantes para muchos católicos. Pero no es así. Es una enseñanza universal para todos los tiempos. Por eso, si estamos atentos y somos sinceros, notaremos continuamente en nuestro interior cómo el Espíritu Santo nos hace sentir lo que en la experiencia mística llamamos Segregación.
La Segregación es el claro sentimiento de que hay y siempre habrá en mí una división, una oposición entre el alma y el espíritu. La unidad nunca será completa. Esta impresión me empuja a desconfiar de mí mismo y, por supuesto, a aceptar lo que Dios quiera proveer.
En cualquier caso, no hay que olvidar que, en demasiadas ocasiones, las formalidades, los detalles de la Liturgia o su interpretación, provocan hoy divisiones entre nosotros.
En particular, el Evangelio de hoy se refiere a las purificaciones como “tradiciones humanas”. La purificación es un acto del Espíritu Santo al que debemos responder con la misma perseverancia con la que Él lo ejerce en nosotros. Hoy, cuando la sociedad está cada vez más sensibilizada con los problemas de la contaminación ambiental, debemos aprovechar esta concienciación para comprender mejor el alcance de la verdadera purificación: evitar lo que es ajeno “al ambiente” que es el reino de los cielos, no dejar que “lo que sale del corazón” deteriore nuestra relación con Dios y con el prójimo.
En el Evangelio de hoy, los fariseos y los escribas critican las acciones de los discípulos. Están encontrando fallos en lo que hacen. Y, según los criterios de la época, sí que estaban infringiendo la ley judía. Pero Jesús se vuelve contra ellos y señala con acierto que lo que está verdaderamente mal son las cosas que salen del interior de una persona. Y no hay nada peor dentro de nosotros que criticar a los demás sin preocuparse de mirarse a sí mismo.
De lo que hablamos aquí es de la tentación que tenemos de criticar el comportamiento de los demás porque difiere del nuestro. A menudo olvidamos que el Evangelio no es una herramienta con la que medimos las acciones de los demás. Más bien, el Evangelio es un espejo, un verdadero Espíritu, con el que nos examinamos a nosotros mismos. Hace falta valor para mirarse en el espejo y un valor aún mayor para cambiar lo que vemos. Pero a menos que estemos dispuestos a darnos cuenta de que la única persona a la que podemos cambiar es a nosotros mismos y a menos que estemos dispuestos a empezar a hacer esos cambios, acabamos desperdiciando nuestras vidas. Miramos a los demás en lugar de mirarnos a nosotros mismos. Y la verdad es que cuando miramos a los demás, por diversas razones nos fijamos mucho en sus debilidades. Y cuando hacemos eso desperdiciamos nuestras vidas y apenas contribuimos a la construcción del reino de Dios en nuestro mundo.
En una ocasión, un joven de 24 años viajaba con su padre en un tren. Y, mirando por la ventana, exclamó: Oh, mira papá, los árboles están corriendo hacia atrás. Poco después, dijo: Mira papá, las nubes nos siguen.
Una joven pareja, sin poder aguantar más, le dijo al padre: Señor, debería llevar a su hijo a un buen médico. El padre sonrió y dijo: Ya lo hice, acabamos de salir del hospital. Mi hijo era ciego de nacimiento. No podía ver y hoy puede ver por primera vez.
Juzgamos sin conocer la historia de las personas. Pero, lo que es peor, sin saber lo que Dios está obrando en sus corazones. Ese fue el caso de los fariseos y, más a menudo de lo que pensamos, nos puede pasar a nosotros.