La luz tiene dos funciones. En primer lugar, ilumina nuestro camino, nos lleva a donde no podíamos ver o imaginar, nos presenta nuevas oportunidades, nos hace conscientes de esos dones que el Espíritu Santo nos trae continuamente. Además, la luz nos muestra los defectos que no hemos visto en nuestra vida, a pesar de las correcciones, a pesar de los consejos, a pesar del daño que hacemos a los demás, a menudo sin ser conscientes de ello.
Que cada uno de nosotros, en este momento, haga una promesa como los Magos, que reconocieron que Jesús era Rey.
Prometamos no escondernos. Prometamos ser íntimamente obedientes, seguros de que Dios nos habla a través de nuestro prójimo, sabio o ignorante, pero siempre instrumento de la Providencia. Renovemos en nuestros corazones la promesa de caminar juntos, de no defendernos, de no querer tener razón, de parecernos a este Niño que hoy ha llegado.
Pensemos en cuántas personas tenemos que agradecer, comenzando por nuestro padre fundador y sin olvidar a aquellos hermanos o hermanas que nos parecen menos sensibles.
Vivamos esta Navidad con un corazón de niño, vulnerable, abierto a la sorpresa, con la esperanza de quien está dispuesto a escuchar a todos, a cada uno. Jesús es la Palabra encarnada, pero mi prójimo es su palabra en la carne frágil de un pecador como tú y como yo.