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Vive y transmite el Evangelio

¿Notas la brisa?

By 2 junio, 2017No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 04-06-2017, Domingo de Pentecostés (Hechos de los Apóstoles 2:1-11; 1Corintios 12:3b-7.12-13.; Juan 20:19-23)

No fue por casualidad que Dios derramó el Espíritu Santo sobre sus discípulos ese día: la Fiesta en que los judíos ofrecían al Señor la cosecha, llamada algunas veces Fiesta de la Cosecha y Día de los Primeros Frutos.

La Divina Providencia quiso poner un signo de abundancia que San Pablo y los primeros discípulos experimentaron inmediatamente como la incomparable grandeza de su poder en nosotros, los que hemos creído (Ef 1: 19). Este día nos trae el prometido bautismo en el Espíritu Santo.

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles representa un nuevo período en la relación de Dios con su pueblo: El significado de Pentecostés es que Dios dota a su Iglesia con el poder de su Espíritu para atraer a todo ser humano hacia Él, en Cristo.

En Pentecostés, la transformación que experimentaron los apóstoles es un signo del don que también nosotros hemos recibido. Esto es todo un reto, pues a veces nos preguntamos: ¿Por qué nos sentimos tan incapaces? Una explicación es que todos, muchas veces, confiamos más en nuestra capacidad que en la fuerza del Espíritu Santo.

Nuestra fe es muy limitada, así como nuestra memoria espiritual. Olvidamos las acciones del Espíritu Santo, siempre inesperadas y sorprendentes. En el caso de los primeros discípulos, su efusiva llegada quedó marcada por un viento impetuoso que llenó la casa, el signo de las lenguas de fuego sobre la cabeza de cada persona y el hablar milagroso de lenguas que no habían estudiado.

* En lengua hebrea, las palabras viento y espíritu son la misma, simbolizando así el acto invisible pero poderoso del Espíritu Santo, el acto de transformar y cambiar lo antiguo en nuevo.

* En la Biblia, sabemos que el fuego simboliza la presencia divina, pero también la Purificación.

* Los apóstoles hablaron lenguas que podían comprender los respectivos nativos (no simples sonidos o balbuceos): esto es un signo de la universalidad de la Iglesia y de la preocupación del apóstol por cada ser humano. A fin de cuentas, amor y misericordia es el lenguaje que todos entendemos. En el Evangelio se nos dice que el primer regalo, el primer don de Cristo Resucitado, es el perdón: Él les dijo: ‘La paz esté con ustedes’, y les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor y Él les dijo de nuevo: ‘La paz esté con ustedes.

Hoy no necesitamos esa clase de milagros, pero todos tenemos experiencia personal de la educación de nuestro éxtasis por el Espíritu Santo:

Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo: La paz con vosotros. (Benedicto XVI, 15 Mayo 2005)

San Pablo habla de la evidencia de esa presencia del Espíritu en nuestras vidas cuando menciona los “frutos del Espíritu” y menciona algunos de ellos en su epístola a los Gálatas: amor, alegría, paz, paciencia, delicadeza, generosidad, fidelidad y moderación. Cuando experimentamos esas virtudes y dones, notamos esa paz que Cristo nos deseó cuando dijo: La paz esté con ustedes.

El perdón, dado libremente por Dios a través de Cristo, es también nuestro don para los demás, pues lo hemos recibido del Espíritu Santo que habita en nosotros. Hay un refrán que es bastante más que una simple frase: Errar es humano, perdonar es divino. Porque cuando practicas ese perdón, que reconocemos como algo divino, has abierto la puerta por la que Cristo Resucitado entra en tu vida, como un signo poderoso de lo que se puede hacer en el mundo, simplemente si aceptamos compartir el don, la fuerza del perdón divino.

La primera comunidad de discípulos era ciertamente un grupo no perfecto. Había amargura respecto a Judas, celos hacia Santiago y Juan, tristeza con las negaciones de Pedro y reservas a su liderazgo. Además estaba Tomás, que conocemos sobre todo por sus dudas. Pero Dios concedió a este puñado de discípulos la capacidad de discernir Su voluntad y la fuerza para seguirla. El primer paso fue su aceptación de no quedarse en el descontento con los demás, lo cual les abrió al paso siguiente, es decir, a recibir el perdón divino y así poder ofrecerlo a los demás. Esa es la obra del Espíritu Santo, la marca de su presencia en nosotros y el signo decisivo de su poder en nuestra vida. No hay otra señal más clara, más expresiva, más milagrosa ni mejor que ésta.

En el Génesis vemos cómo Dios dispersó la presuntuosa raza humana desde la Torre de Babel por toda la tierra, confundiéndoles con múltiples lenguas. En Pentecostés, Dios reúne a ese pueblo disperso en una comunidad nueva y amada, capaz de superar las diferencias y la diversidad de valores, donde ya no hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer.

Y sin embargo nos cuesta reconocer la generosidad del Espíritu Santo por tantas bendiciones recibidas, tantas inspiraciones y tantas decisiones en las que nos ilumina. Pero lo que más nos cuesta reconocer en el Espíritu Santo es lo que más gratitud merece: el traernos la unidad. Como hemos oído hoy:

Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común.

Cristo nos ofrece su paz. Deja a sus discípulos, a los que no llamamos incrédulos, que toquen sus heridas, para que puedan ver por sí mismo. Y les da la paz de nuevo, junto con una instrucción: Como el Padre me envió, así les envío yo a ustedes.

 Cristo podría haber enviado a otro grupo de personas, quizás a algunos que parecieran más valientes, gente que no se escondiera…otros cualesquiera. Pero envía a los suyos. A sus amigos; a sus discípulos. Esto es una buena noticia: Como el Padre me envió, así les envío yo a ustedes. Hemos sido elegidos y enviados incluso con nuestra miseria humana, no a pesar de ella. Pero esta noticia es también un reto, porque “como el Padre envió a Jesús” significa que la cruz está incluida. Y los discípulos, después de haber visto las heridas de Cristo Resucitado, probablemente no lo olvidarían. La buena noticia del Evangelio es para ti y para mí, discípulos imperfectos y entusiastas.

Pero, al igual que los discípulos, nosotros preguntamos: Señor: ¿ha llegado el momento? Señor, ¿restaurarás en este tiempo el reino a Israel? Son signos de inseguridad. No puedo esperar a “un mejor momento espiritual” en mi existencia o a las “condiciones adecuadas” para una vida apostólica.

Sin embargo, con los dones del Espíritu Santo Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí (Gal 2: 20) ¡Puedo ser una persona diferente! Puedo ser otro Cristo. Puedo entrar en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cada palabra que diga y cada acción que haga pueden ser con Él. Por Él y en Él. Puedo vivir mi vida por Él, con Él y en Él. Incluso mi muerte puede ser con Él, por Él y en Él. Por eso se llama a la Iglesia cuerpo místico de Cristo.

Nos llena de gozo la atrevida espontaneidad del Espíritu Santo que nos encuentra a veces desprevenidos con sus mensajes inesperados. En un mundo que a veces resulta muy predecible, crea nuevas posibilidades. En un mundo que es hostil, construye con amor un camino de la soledad a la convivencia, de la rivalidad a la cooperación… el reto más difícil para todos nosotros.

Muy pocas homilías o reflexiones sobre el Espíritu Santo se refieren a la Purificación, a pesar de que Él es el agente de toda Purificación: la primera (purificación general) se dirige a la conexión que hay entre nuestras facultades (mente, voluntad y unión) y nuestras pasiones. Esta es nuestra experiencia:

No veo proporción entre mis esfuerzos por dominar las pasiones para seguir a Cristo y los resultados “visibles” (nuevas sensaciones o sentimientos). Por ejemplo:

He conseguido perdonar, pero no me siento más fuerte que antes, me siento igual de vulnerable y débil que siempre (Apatía).

No logro entender la importancia de evitar los pensamientos inútiles. ¿A quién hago daño con eso? (Aridez).

No me siento cómodo con mis deseos: Me esfuerzo por seguir la enseñanza de Cristo, pero el mismo tiempo siento nostalgia e incluso ganas de volver a las cosas que un día dejé (Contrariedad).

Es el momento perfecto para la manifestación de los signos diabólicos. Como dice nuestro padre Fundador, la presencia del diabolismo comienza a presentarse, o a insinuarse, de una manera formal, en la purificación general. En esos momentos, como era de esperar, cuando se me retira el alimento de niños, tiene lugar un ataque sutil en relación a mis pecados y mis tendencias:

Está claro que esas “cosas de la fe” les van bien a otros, pero no a ti.

Es cierto que has pecado, como todo el mundo, pero no te inquietes demasiado; no es tan grave como piensas.

La estrategia del enemigo es encerrarme en una vida de temores y de dudas respecto a las promesas divinas. Es un arma poderosa. Con los signos diabólicos, utilizando nuestras experiencias, indirectamente, distorsionando nuestras faltas y errores, el diablo intenta que pongamos en duda la autoridad y la veracidad de lo que Dios ha dicho.

Con humildad y realismo, se nos invita a aceptar nuestra condición y a abrir nuestro corazón a la acción sanante del Espíritu Santo: Soy un pecador. Esta es la definición más precisa. No es una figura de lenguaje, un género literario. Soy un pecador (Papa Francisco).

Cuando el Espíritu divino llegó en Pentecostés, la primera persona a quien se dirigió fue a María, que no era uno de los apóstoles, sino que, como Esposa suya, todavía más cercana a su corazón; por el hecho de ser María Madre de Dios y de Cristo, también llegó a ser Esposa del Espíritu Santo. Por tanto, en este día santo de Pentecostés, acudamos a ella, Madre de Cristo y de la Vida Mística: pidámosle que el Espíritu Santo sea cada vez más visible en nuestras comunidades y en el mundo.