Durante la cuarentena se realizaron diversos motus christi online, en inglés, español e italiano, en los que participaron numeros jóvenes de varios países. A continuación publicamos el texto de la reflexión ofrecida por el P. Jesús Fernández Hernández, presidente del Instituto Id de Cristo Redentor, misioneras y misioneros identes.
Al final del encuentro los participantes manifestaron su deseo de poner en práctica la oración continua en la vida cotidiana.
Link del encuentro: https://www.facebook.com/watch/live/?v=253462459172980&ref=watch_permalink
A continuación publicamos el texto de la profunda reflexión ofrecida por P. Jesús Fernández Hernández, presidente del Instituto Id de Cristo Redentor, misioneras y misioneros Identes.
Roma, 4 de abril de 2020
La familia es el mejor lugar para una buena terapia. Podríamos afirmar que la familia es la mejor terapia. El amor, la entrega, el sacrificio, el buen humor, la sonrisa, el optimismo contra todo pronóstico, la cercanía y la unión de los seres queridos, la fortaleza, la esperanza, son las medicinas que deberían acompañar a las personas que padecen enfermedades graves.
Nadie desea escuchar la palabra cáncer en la familia. Pero lo sorprendente es que cuando la enfermedad llega, la familia crece humanamente, y espiritualmente están más unidos. Y dejan de preocuparse por cosas pequeñas que no tienen tanta importancia, y que, además, frenan e impiden que los miembros se quieran de verdad.
Cuando nos dan una noticia muy grave —por ejemplo, una enfermedad que parece incurable— la primavera se transforma en un invierno duro, frío, donde nada florece. Aunque veamos el sol, nos parece el cielo de un gris oscuro.
En familia, debemos celebrarlo todo: lo bueno o menos bueno, lo malo o menos malo. La familia, cuando viene la dificultad, debe estar más unida que nunca. Entre celebración y celebración familiar, también hay dolores y sufrimiento.
Todos tenemos como misión hacer la vida más fácil a nuestra familia y amigos. Debemos ser capaces de tener buen humor y bromear en momentos difíciles, e incluso arrancar sonrisas donde hay gestos melancólicos. Puede que el miedo nos atrape con su oscuridad, pero nuestra fe no debe temblar, ni tambalearse. La oración y la Eucaristía nos ayudarán a superar las dificultades y contratiempos lo máximo de lo posible. Cristo envía hombres y mujeres, que son como Ángeles que nos transportan a una paz y serenidad increíbles. Esa paz está marcada con lágrimas, alegrías, sufrimientos.
La fe y la esperanza nos hacen mirar al cielo, abandonando el pesimismo de que el sufrimiento y el dolor son casi imposible de superar. O de que incluso toda mejora momentánea “es para peor”. Si cambiamos, aunque sea un poquito, esta será la palanca que nos hará cambiar. Además, permitiría transmitir el entusiasmo y avivar la alegría. Los ojos de la fe y de la esperanza hacen cambiar los ojos del corazón. Con ellos se empieza a ver la realidad que nos rodea de otra forma. Es el retorno de la primavera con el florecimiento de la naturaleza y el canto del ruiseñor.
Debemos esperar, felices, con confianza e ilusión, a que nuestra pequeña barca nos lleve al océano del Corazón del Padre.
Disfrutemos del don de la libertad que nos concede nuestro Padre Celeste, para mejorar nuestro paso por la vida en bien nuestro y de las personas que caminan a nuestro lado. No defendamos hábitos que puedan ofender a Dios y al prójimo. Esa es nuestra existencia.
El Espíritu Santo es nuestro consuelo y nuestro consolador.
Estamos ante una sociedad inmadura, neurótica, paralizada por el miedo y la angustia. Necesitamos aumentar nuestra capacidad inmunológica, no solo a nivel biológico (con integradores que contienen la vitamina C, la vitamina A: con poliferolo antioxidante, con proteínas que favorecen las defensas naturales, el zinc, que, unido a la vitamina A, contribuyen al normal funcionamiento del sistema inmunológico, etc.). También a nivel psicológico —“las personas que saben controlar su experiencia interna son capaces de determinar la calidad de sus vidas”—. Parece increíble, pero somos nosotros mismos los responsables de nuestra felicidad o infelicidad, consciente o inconscientemente, aunque no siempre es así.
Es cierto que nuestra felicidad no está exclusivamente en nuestras manos. Pero no debemos decir que nada podemos hacer por tener esa felicidad.
El problema es que, por pereza, por desánimo o por influjo de nuestro entorno, tendemos a esquivar la responsabilidad de nuestros estados internos de ánimo y a pensar y decir que nada podemos hacer por mejorarlo.
Necesitamos formar parte de la cultura del esfuerzo, de luchar contra la tendencia de satisfacer nuestros caprichos. Estamos muy preocupados por el éxito, por la popularidad, por la fama. Y esa es la educación que están recibiendo los hijos desde muy pequeños. Todo es fácil para ellos, basta pedirlo. Los padres piensan: ¿cómo contentar a su hijo o a su hija? Respuesta: dándole cosas que les entretengan, y así se acude a lo más cómodo, en lugar de dedicarles el tiempo que necesitan poniendo aquel esfuerzo que se requiere. Solo así, desde la autoridad moral del esfuerzo, podrán exigir a sus hijos también el esfuerzo que requiere su educación.
A veces se ven a los padres cargar con la mochila de sus hijos por la calle. La vida irá exigiendo a los hijos cosas que no serán capaces de llevar o soportar debido ese tipo de educación fácil de darles todos los gustos y satisfacciones. Los hijos parecen más autónomos, y sin embargo, son muy dependientes —excesivamente— de sus padres. Estamos formando una sociedad de personas psicológicamente débiles. Hoy muchos padres les quitan la autoridad a los profesores delante de sus hijos. De este modo, se favorece el camino de una sociedad inmadura y neurótica, donde el joven no encuentra motivación para el esfuerzo y el compromiso, por ejemplo, de formar una familia.
El problema de niños y adolescentes es que creen que lo merecen todo. Y como no son conscientes de lo que vale el esfuerzo, lo exigen de una manera casi brutal. Si no aprenden desde muy jóvenes a hacer pequeños esfuerzos, cuando sean mayores, son incapaces de superar lo que la vida les va pidiendo. La inteligencia y la voluntad, si se educan, capacitan a la persona para adaptarse rápidamente a las dificultades. Se huye del sufrimiento y se cae en un espíritu hedonista, sin darse uno cuenta que la felicidad es compatible con el sufrimiento cuando este es consecuencia de la generosidad.
Respecto a los hijos, debemos saber que, queramos o no, van a usar las redes sociales porque es una herramienta de comunicación y conocimiento en esta sociedad moderna. Lo que hay que hacer es educar a los hijos en no dejarse llevar de la curiosidad de lo fácil, de lo dañino y de lo superfluo. Se puede perder el tiempo, sin dar importancia a su utilización. Por ejemplo, quien emplea el tiempo solo para sí mismo, para sus intereses sin mirar a los demás, lleva a la soledad, a la misantropía, a la introversión, a la agresividad. Se debe educar a los hijos en el mundo digital, a que sepan utilizar el móvil con prudencia, sin que les absorba horas y horas de pérdida de tiempo. Las familias deben estar al tanto de evitar que los hijos caigan en las “dependencias” (móvil, internet, juegos) que son tan peligrosas y dañinas como algunas drogas.
No se trata de violar la intimidad de los niños, jóvenes o adolescentes; hay que saber hacerlo con delicadeza, con respeto, con confianza, para protegerles y guiarlos en el difícil camino de la educación que nos ha sido encomendado a todos: padres, educadores, religiosos y sacerdotes. Es un camino que debemos cumplir por ley, por patria potestad (consistente en “velar por ellos”, tenerlos en compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral). Pero hoy los padres sienten que, para dar cumplimiento a esa obligación de “velar por ellos”, necesitan saber de qué tienen que defenderlos, cuáles son los riesgos que corren, en un empeño que les es ajeno, del que no es fácil enterarse. Sin embargo, los padres tienen que procurar a sus hijos una formación integral.
Lo importante en la relación padres e hijos, es conseguir mantener abiertos los canales adecuados de comunicación para estar informados de todo lo que pasa alrededor de los hijos. Si los padres se despreocupan de sus hijos, y además lo justifican porque, según creen, la sociedad no los ayuda, o porque tienen derecho a descansar cuando llegan del trabajo, o incluso porque no saben qué hacer con el comportamiento de sus hijos. Por eso, las familias necesitan ayuda, y deben buscar ayuda.
Tienen que transmitir a sus hijos una escala de valores que les ayude a distinguir el bien y el mal, lo que es bueno y lo que es mejor. Cuando son adolescentes, es normal que los hijos cuenten a sus padres lo que les sucede sin ningún recelo, y con mucha naturalidad. Puede que les cueste hablar de algo que les afecte a ellos directamente; por eso, hay que estar atentos ante casos de acoso, por ejemplo. Lo normal, si hay confianza entre padres e hijos, es que comuniquen y cuenten sus problemas y sus sufrimientos, estando como alterados o inquietos porque no saben cómo expresarlo o si no les van a entender.
En la adolescencia, ese vínculo entre padres e hijos, se puede romper a veces. Si se consigue con paciencia y tacto hablar con los hijos sobre qué cosas les parecen mal en el entorno digital, se habrá conseguido “velar por ellos” sin violar su intimidad.
Una familia cristiana debe caracterizarse por una serenidad en medio de la violencia de la sociedad, por una inclinación a la esperanza, por un amor incondicional a Dios y al prójimo, por una capacidad de ser indulgente hacia aquellos que han caído en el error, por una atención a las personas, por un deseo de comunicarse, por un espíritu de abnegación, y, en definitiva, por su amor por Cristo transmitido con creatividad y pasión. Se dice que el amor debe ser el primer argumento de la vida.
El amor entre marido y mujer debe tener la suficiente fuerza para que se mantenga firme en la dirección afectiva iniciada, porque detrás de este amor hay solidez, espíritu de lucha y ganas de superar las dificultades que la vida conyugal trae consigo inevitablemente.
Normalmente se habla de que no hay crisis de matrimonio, sino una crisis de la persona. El número de rupturas ha crecido porque hemos ido produciendo un tipo de ser humano cada vez más frágil, inconsistente, con escasa fortaleza, y que se desmorona a la hora de luchar por mantener la estabilidad de la pareja.
Una de las grandes alegrías de la vida consiste en tener una familia unida que arranca de un amor estable y duradero.
Se dice que la sociedad actual presenta las siguientes características:
- El posmodernismo ha traído una persona cada vez más informada y menos formada.
- Se ha instalado el hedonismo, consumismo, permisividad y relativismo.
Hedonismo: El placer por encima de todo.
Consumismo: Lo importante es tener, acumular, aparentar, figurar.
Permisividad: Es la política del todo vale, donde nada está prohibido (prohibido prohibir).
Relativismo: Nada es verdad ni mentira, nada es bueno ni malo; todo depende del punto de vista con que se mire.
- El individualismo más salvaje. Hoy convivir parece casi imposible. Se cae con mucha facilidad en la soberbia, el orgullo, el egocentrismo, la vanidad, la envidia, el descuido de los pequeños detalles, y desaparece la sonrisa, el buen humor, el entendimiento, el respeto, la comprensión, la amabilidad, el saber escuchar, el saber hablar. Todos estos valores están desapareciendo, lo cual es una desgracia para la sociedad.
La soberbia es el origen de todos los defectos de la persona y, en consecuencia, es la causa de todos los males morales e, incluso, físicos. Este primer vicio capital es todo lo contrario a la humildad, a la sencillez, a la bondad. La soberbia es una pasión desenfrenada por la valoración de uno mismo. Es un amor desordenado y desviado. Es un estar mirándose a sí mismo de forma desproporcionada. Es origen de muchos males. El soberbio mira a los demás por “encima del hombro”. La soberbia nos impide ser objetivos. Nubla la razón. Soberbia, orgullo y vanidad son parientes cercanos. La soberbia y el orgullo nos hacen mostrar que somos superiores a los otros.
El amor, si no se cuida con afecto, ternura e imaginación, se desgasta como la vida misma. El amor depende de pequeñas cosas. Si luchamos por cosas pequeñas que hagan feliz al otro, se mantendrá viva la llama del amor. Para amar al otro, hay que olvidarse de sí mismo. Con la edad, los rostros de los cónyuges deben irradiar la máxima dignidad de ser hijos del Padre. Para ello, hay que poner alegría y belleza en la vida, alimentar espiritualmente a través del arte, de la música, de la poesía. La vida hay que saber apreciarla, es el don más grande, lleno de verdad, bondad y belleza; la vida vale tanto como nuestro amor a Dios y a las personas.
El amor al ser humano debe ser integral, buscando el bienestar físico, sicológico y espiritual, porque está formado por cuerpo, alma y espíritu. En el alma unida al cuerpo, está la inteligencia, la voluntad, los afectos, los instintos, las emociones, etc. De los amores humanos, los primeros son el amor entre marido y mujer y el amor entre padres e hijos. La sociedad se está olvidando del cuarto mandamiento: honrar al padre y a la madre, porque está desapareciendo la familia, lo cual es un mal social. La perfección del amor comienza en la familia, y es el que dará el tono, la medida, el valor a los demás amores de la persona humana. Purificar y cuidar el amor auténtico, desinteresado, generoso, es tarea de todos los días.
Voy a resumir la importancia de trascender nuestro amor humano. El auténtico amor no es posible sin la búsqueda de la presencia divina (Divina Presencia Constitutiva del Sujeto Absoluto en el espíritu), que es lo que nos define y nos puede motivar en medio de las decepciones, las dificultades, los miedos, las angustias, las tristezas, como estamos viviendo, por ejemplo, en esta pandemia que nos azota, nos agota y nos desborda cada día. Recordemos lo que hace unos días nos decía el Papa Francisco con la historia del Evangelio sobre los discípulos en la barca. Por la noche, una tormenta sorprende a los discípulos, y estos sienten miedo. Jesús se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Ellos creen que es un fantasma y comienzan a gritar temblando. Cristo les dice: “Ánimo soy yo, no temáis”. Pedro le pide a Cristo ir hacia Él. Pero se asusta y se hunde. Cristo le tiende la mano y lo salva. Le pregunta: “¿Por qué has dudado?” Cuando suben a la barca el viento se calma y se postran ante él diciendo: “Ciertamente, eres el Hijo de Dios”.
Exactamente es lo que nos está ocurriendo con la pandemia: Enfermos graves y menos graves; muertes numerosas en muchos que dejan un rostro de dolor y tristeza. Pero Cristo está con nosotros aquí y ahora. Si Pedro mantiene la vista fija en Jesús, puede andar sobre el agua. Los problemas graves se resuelven mirando (amando) a Cristo y sabiendo que es Él, el que nos llama. El señor mira en nuestro interior, extiende las manos y nos invita a salir de la barca: “Veníd a mí; no temáis”. Si bajamos la vista hacia las olas nos hundimos.
Cristo nos llama a mantener en alto la vista y mirar hacia adelante, a aquel que espera de pie, en medio del temporal. Es lo que nos está pasando. ¿Cómo mantenemos la vista en Cristo y caminamos hacia Él? Por medio de la oración y viviendo el Evangelio. Cristo estará con nosotros ahora, mañana, pasado y siempre, si tenemos fe y esperanza para no hundirnos. En medio de la pandemia (tormenta), Él es la calma, la tranquilidad, la serenidad, la paz; y lo es en medio de todas las dudas y temores. ¿Por qué estar nerviosos si Cristo nos extiende la mano (oración y palabra de Dios)? Cristo nos dice: “Estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo”.
Cristo nos dice a cada uno de nosotros: “No temas”. Si verdaderamente tenemos fe, y creemos en Él, sus palabras producen en nosotros lo que están significando. El “No temas” o el “No temáis” deja en nosotros calma, ausencia de miedo, valentía y fuerza para acometer lo que tenemos que hacer y afrontar toda situación y sufrimiento derivado. Cristo está y permanece siempre con nosotros como Él nos ha prometido. No hay razón para que nos dejemos llevar de falsos miedos. El único miedo que es sano es el “don de temor” que surge del amor: porque amamos a nuestro Padre Celestial, tenemos el temor de ofenderle, de que se entristezca por mi falta de amor. La ternura de Dios nos tiene que producir ese temor nacido del amor, todo lo contrario del miedo sicológico o de aquel miedo que surge por hacer el mal y ser egoísta.
Por favor, Cristo, hermano nuestro, entra en nuestro hogar que está a oscuras y tú eres la luz. Líbranos de esta pandemia, pues Tú eres el gran terapeuta, el que se preocupa de cada uno de nosotros. Guía a los investigadores a descubrir la vacuna que nos cure a todos. Danos fuerza y comprensión para superar estos momentos tan difíciles. Abre nuestra mente y nuestro corazón al gran misterio de tu presencia viva, y danos el coraje necesario para ayudar a los que están viviendo momentos tan difíciles. Permíteme caminar en medio de la pandemia acompañando a los corazones que sufren. Así sea.