p. Luis CASASUS | Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 19 de Marzo, 2023 | Cuarto Domingo de Cuaresma
1Sam 16: 1b.6-7.10-13a; Ef 5: 8-14; Jn 9:1-41.
La Primera Lectura nos ofrece una clave importante de lo que veremos en el texto evangélico de hoy. El gran profeta Samuel, cuando buscaba un rey, no comprendía quién podía ser el rey de Israel al dejarse guiar por sus expectativas, por su forma de ver las cosas. Tampoco Jesé, el padre del futuro rey David, podía imaginar los planes divinos para su hijo. Reconozcamos que a nosotros nos ocurre algo muy parecido con respecto a las cuestiones más importantes de nuestra vida.
Un sacerdote estaba haciendo su visita a un hospital local. Entró en la habitación de una mujer que parecía frágil y claramente cercana al final de su vida en la tierra. El sacerdote le preguntó si podía sentarse y le preguntó cómo se encontraba. Ella respondió: He hecho un desastre de mi vida y de las relaciones con mi marido y mi hija. No hay esperanza para mí: iré al infierno.
Sentado en silencio durante unos instantes, el sacerdote se fijó en una foto enmarcada en la mesilla de noche de una hermosa joven. Cogió el marco y preguntó: ¿Quién es? Sonriendo un poco, la mujer respondió: Es mi hija; es lo único hermoso de mi vida. El sacerdote dijo: ¿Y la ayudaría si tuviera problemas o cometiera un error? ¿La perdonaría? ¿La seguiría queriendo? La mujer exclamó: ¡Claro que sí! Haría cualquier cosa por ella. Siempre será preciosa y maravillosa para mí. ¿Por qué me pregunta eso?
Porque quiero que sepa que Dios también tiene una imagen de usted, respondió el sacerdote.
El texto evangélico habla de los ciegos de nacimiento y de la ceguera de los fariseos. Es evidente que podemos sacar conclusiones morales y hablar de «ciegos buenos» y «ciegos malos». Pero quizá, más allá de nuestra vida moral evidentemente pobre y de nuestras ofensas a Dios y al prójimo, podamos centrarnos hoy en nuestra vista limitada, en nuestro caminar a ciegas por el valle oscuro (Segunda Lectura), que sólo tiene alivio en la compañía de Dios a nuestro lado, con su vara y su cayado, para infundirnos valor.
Todas las culturas, todas las tradiciones religiosas han hecho hincapié en la dificultad o imposibilidad de conocernos a nosotros mismos en profundidad, en lo difícil que es tener una visión clara y nítida de nuestras debilidades y limitaciones. Zhuangzi (c. 369 a.C.- c. 286 a.C.) fue uno de los mayores gigantes literarios y filosóficos que ha producido China. Uno de sus relatos más famosos es el siguiente:
Una vez Chuang Chou soñó que era una mariposa, una mariposa que revoloteaba y revoloteaba, feliz de sí misma y haciendo lo que le apetecía. No sabía que era Chuang Chou. De repente se despertó y allí estaba, sólido e inconfundible Chuang Chou. Pero no sabía si era Chuang Chou que había soñado que era una mariposa, o una mariposa que soñaba que era Chuang Chou.
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La pregunta importante y práctica que debemos hacernos es ¿Qué hace Cristo para abrirnos los ojos? ¿De qué manera nos devuelve la vista? Y…. ¿qué vemos?
Se trata, en primer lugar, de confiar en lo que Cristo nos propone, como hizo el ciego de nacimiento. Ve al estanque de Siloé. Observemos que Cristo se dirige a él dos veces; en la segunda ocasión le dice ¿Crees en el Hijo del Hombre? Nuestro caso personal no es diferente. Experimentamos en el Recogimiento y la Quietud místicos que el Espíritu Santo nos recuerda continuamente «las cosas de Cristo», lo que debemos contemplar, lo que ilumina para que no miremos a otra parte y lo que pone en nuestro corazón para que inclinemos nuestros sentimientos y nuestra energía hacia las cosas de nuestro Padre.
No hay peor enfermedad que tener una visión que nos impide ver las cosas más trascendentes, las que más importan. La ceguera es la condición en la que nace el hombre. No es culpa suya ni de los demás. El hombre de la historia de hoy es ciego y no tiene ni la más remota idea de lo que es la luz. Por eso no se le ocurre pedir a Jesús que le cure. Es Jesús quien toma la iniciativa de sanarle, y con su gesto demuestra que su salvación (su luz) es un don totalmente gratuito. Donde está Jesús, hay luz; es de día. Donde no está, es de noche.
Es significativo cómo, en la narración de hoy, los fariseos ni siquiera mencionan el nombre de Jesús. No saben o no quieren saber quién es Él realmente. Se refieren a Él como «ese hombre». Son personas que se niegan a mirar la luz; ni siquiera un milagro puede convencerles, como diría Jesús: Aunque un muerto resucite, no creerán (Lc 16, 31).
Antes de conocer a Cristo, el hombre era ciego, después el Maestro le devolvió la vista. Le iluminó en el agua de la pila bautismal. Cuando los cristianos empezaron a construir las primeras pilas bautismales, se les dio el nombre de fotisterios: lugares de iluminación.
En el pasaje de hoy, Juan desarrolla un tema central del mensaje cristiano: la salvación dada por Cristo. Utiliza un lenguaje bíblico: el contraste oscuridad-luz. En la Biblia, las tinieblas siempre tienen una connotación negativa. Son el símbolo del poder oscuro del mal, la muerte y la destrucción. La luz, en cambio, representa la orientación hacia Dios, la elección del bien y de la vida.
Para captar la densidad del mensaje del Evangelio de hoy, hay que fijarse en las referencias a la luz y al agua. El ciego llegará a ver la luz sólo después de lavarse con el agua del Enviado.
El agua, que en forma de saliva aplica a los ojos del ciego y también el agua de Siloé, es una imagen propia de Cristo, que se entrega a cada uno de nosotros para saciar la sed que no podemos comprender ni apagar. Esto es lo que dijo a la mujer samaritana. En esta ocasión, Jesús no se centra en los pecados del ciego, que seguramente eran parecidos a los tuyos y a los míos, sino en la gracia que iba a manifestarse en su vida de forma inesperada.
La luz de Cristo también ilumina los efectos de mis faltas en toda su medida: cómo afectan a mi prójimo y a Dios. David también lo reconoce (Salmo 51): Contra ti, contra ti solo he pecado.
El Salmo 51 describe cómo el profeta Natán abre los ojos al rey David para hacerle consciente de su pecado, al seducir a Betsabé, esposa del hitita Urías, a quien también envió al lugar más peligroso de la batalla para procurarle la muerte.
A veces, cuando reconocemos nuestras faltas, intentamos disminuir nuestra culpabilidad, incluso nos negamos a reconocer nuestra responsabilidad, buscando explicaciones y justificaciones. Esto lo hacemos internamente, y también se refleja en nuestra forma mediocre y triste de confesar nuestras faltas: «Me encontraba en un estado de gran tensión«, «Mi intención no era hacer daño«, «No podía imaginar que mi hermano se ofendería«….
Pero si aceptamos verdaderamente el perdón de Dios, nuestra conversión se manifiesta visiblemente en forma de una nueva forma de generosidad. Así, paradójicamente, el Espíritu Santo utiliza nuestro sentimiento de culpa para impulsarnos a una verdadera libertad, a un desprendimiento más profundo. Se observa incluso que muchas personas que han recibido la absolución son más generosas en sus actos de servicio, incluso en sus limosnas o donativos materiales.
Dios nos acompaña, aunque lo olvidemos, aunque de vez en cuando no lo «sintamos», aunque lo neguemos. Nos ocurre como a la mujer enferma del relato del principio de esta reflexión. Y esto es lo que proclama el Salmo 23 que leemos hoy: El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes praderas me hace descansar; junto a aguas tranquilas me conduce; refresca mi alma. Me guía por sendas rectas.
Normalmente, como aquella mujer, como el rey David, necesitamos a una persona que nos ayude a ver la realidad, la plenitud de vida que la Providencia desea para nosotros y que el Espíritu Santo, «con gemidos inexpresables en palabras» (Rom 8, 26), espera que acojamos. Esto explica la importancia de la dirección espiritual en sus distintas formas, especialmente delicada hoy en día, dado el espíritu individualista (no sólo egoísta) de nuestro tiempo.
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Pero hay más. Dios nos hace contemplar Su compasión y Su preocupación por los que están a nuestro lado. Esto nos empuja al menos a dos actitudes: a perdonar a nuestro prójimo y a ayudarle a contemplar cuánto bien está haciendo Cristo en su corazón.
¿Estamos a veces ciegos ante la bondad de Dios en los demás? ¿Cómo podemos hacer que el amor de Cristo sea más visible en el mundo?
Una bendición judía tradicional dice: Quien nos lleva de luz en luz, nos da fuerza para llevar esa luz al mundo entero.
La capacidad de ver las cosas bajo una luz mejor nos da fuerza para afrontar los problemas que se nos presentan en el camino y para ayudar a los demás. Nos da valor. Es como un lubricante que disminuye muchas fricciones a lo largo del camino.
Así somos los seres humanos. Nuestra capacidad de unirnos a las Personas Divinas y a los demás seres humanos comienza a crecer (de verdad) si acogemos la luz recibida de Cristo, que inmediatamente nos fortalece y así -con luz y fuerza- nos hacemos amables, misericordiosos, auténticamente compasivos.
¿Tendremos miedo de abrir los ojos? ¿Preferiremos, como los fariseos, nuestra (de alguna manera) cómoda oscuridad o penumbra?
Quizá hoy podamos aprender del ciego a creer que Cristo siempre tiene algo nuevo que decirnos… y casi siempre tiene que ver con nuestros colegas ciegos.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente