Por el P. Jesús Fernández, Presidente del Instituto Id de Cristo Redentor misioneras y misioneros identes.
Lección espiritual impartida por el P. Jesús Fernández dedicada a Nuestro Padre Celestial.
Nuestro Fundador, Fernando Rielo, no quería que nada se le atribuyera; en su corazón estaba solo el Padre, concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo. Era en el Corazón del Padre donde tenía que apoyarse la Institución, y no en él. Murió como vivió: silenciosamente, bajo el asombro del Padre, y su deseo de amar, servir e identificarse con su Hermano Primogénito Jesucristo, como él nos decía con frecuencia. Se pasó la vida “mirando al cielo”, su verdadero y entrañable Hogar. Permanecía en actitud reverente, y muchas veces con lágrimas en los ojos. Era una actitud adorante y de dulzura silenciosa. Sus lágrimas, lágrimas de serenidad y de ternura, eran de súplica a Cristo y a María para que lo llevaran a la Casa de su Padre.
Creo que la unión mística de nuestro amado padre Fundador era continua, de día y de noche, conformándose con las Personas Divinas. Se unía al Creador en todas las cosas, y con exquisita caridad. Toda su vida era un crecer en la perfección del amor al Padre, no sin el Hijo y el Espíritu Santo. Toda su existencia era glorificar al Padre en Cristo con la gracia del Espíritu Santo. De este modo, se hizo servidor de todos a imagen y semejanza de Jesucristo. Nuestro amado Fundador, un fundador que llora por servir más y mejor a la Iglesia fundada por Jesucristo, en la persona del Santo Padre, pasa su mayor tiempo en el Monasterio de Santa Cruz en Tenerife, y sus 16 últimos años en nuestra casa de Queens en Nueva York.
Siempre nos decía: “Ayudad al máximo número de personas para que vivan, en relación con el Padre, una verdadera conciencia filial como Cristo la vivió”. Nos pedía tener la máxima intimidad y familiaridad con las Personas Divinas. Su deseo era que amásemos y que orásemos continuamente. Este estado de oración es el que nos podía llevar a un verdadero espíritu de servicio. Pedía constantemente al Padre lo que debía hacer, y no hacía nada que no tuviera esta paterna percepción espiritual. El grito de Cristo al Padre, ante la llamada urgente a la unidad, fue su vida, su deber y su amor.
De este modo, la obra maestra que el Padre quiere para nosotros lo vemos en las palabras de Cristo ante la inminencia de su pasión: “Padre, que sean uno como tú y yo somos uno” (Jn 17,21). En otro momento, nos dice: “Cuando oréis, decid: ‘Padre…’” (Lc 11, 12). En la primera carta de san Juan vemos: “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos”. (1Jn 3, 1). Es impresionante que, como dice el Nuevo Testamento, Dios quiera ser nuestro Padre y que, de verdad, nosotros seamos sus hijos. Nos dio la potestad de hacernos hijos de Dios, como nos revela el prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1,12). Es una auténtica realidad: la filiación mística por gracia. Somos verdaderamente hijos del Padre y hermanos de Cristo por gracia. De este modo, somos hijos en el Hijo por medio del Espíritu Santo. Por eso, podemos llamar a Dios: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15).
Sabernos hijos profundamente amados desde toda la eternidad nos da una confianza sin límites. El Padre sale a nuestro encuentro porque nos ama, porque nos quiere enriquecer con su plenitud. ¿Qué tenemos que hacer? Dejarle espacio en nuestro corazón. Si renunciamos a nuestras pretensiones, a nuestra manera de pensar, de querer y de sentir las cosas, de modo que “tengamos los unos para con los otros los mismos sentimientos de Cristo” (Rom 15,5), nos enriqueceremos de la paternidad del Padre, de la fraternidad del Hijo y de la fuerza del Espíritu Santo. Tratemos a nuestro Padre Celestial con cariño y con ternura. Parece inaudito, inconcebible. La oración que Cristo nos enseñó fue el Padrenuestro, que es la oración, en Cristo y en el Espíritu Santo, de un hijo a su Padre.
La conciencia filial es modelo de vida para el misionero y la misionera identes. Tenemos que saber que el hombre se define por su conciencia de ser hijo. Somos seres únicos, irrepetibles y preciosos a los ojos de nuestro Padre Celeste.
El sentido de la vida es servir, como nos ha enseñado Cristo. El no servir va contra la vida misma. No servir al otro es querer ser servido, es replegarme sobre mí mismo. Eso es el egoísmo. Santo Tomás dice que el egoísmo es el desordenado amor a uno mismo y es la causa de todo pecado”. Cristo nos dice que “el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28). El egocéntrico sitúa el ego en el centro de la propia vida y constituye la raíz de todo desequilibrio sicológico. Es prácticamente difícil que el amor y el egoísmo habiten juntos: o bien el amor vence al egoísmo, o tristemente el egoísmo ahoga el amor.
La pérdida del amor al Padre conlleva la pérdida de muchas cosas. En primer lugar, la paz desaparece, pues el egoísta no conoce el descanso. Siempre quiere más poder y más dominio. Sospecha de las personas que le rodean, se compara con ellas y vive en casi permanente envidia y ansiedad. No se fía de nadie, ni de sí mismo. La venganza y la ambición forman parte de su horizonte. Hay que romper las cadenas del egoísmo con la oración, la Eucaristía y viviendo y transmitiendo el Evangelio. El egoísmo, hemos afirmado, se puede corregir, amando a Cristo, poniendo el yo al servicio de la comprensión, entendimiento, respeto y ayuda mutua.
Ningún egoísta sabe amar porque solo se ama a sí mismo, desconoce la paciencia, no sabe esperar, quiere todo ahora mismo, no es generoso ni misericordioso, es narcisista e incapaz de ser sencillo y de llevar con paciencia las posibles ofensas de los demás.
Contra el egoísmo que juzga siempre al prójimo, y se deja llevar de la ira fría y desordenada, se dice que no hay nada en este mundo que cueste menos y valga tanto como una palabra amable. Las palabras y los pensamientos amables tienen un poder que nacen del amor que el Padre nos tiene. Causan tanto bien a quien los dice como a quienes los escuchan. La palabra amable, en el ejercicio de la fe, esperanza y caridad, tiene como fruto la serenidad, el equilibrio y la fortaleza, llevando a nuestro corazón la paz, la alegría y la libertad interiores.
He aquí mi oración que, con vosotros, comparto en este día.
¡Padre! Te llamé, pero Tú me llamaste antes.
Vuela mi corazón al tuyo dejando invisible rastro de alegría.
No con cadenas, sino con hilo de estrellas quiere seguir atado al tuyo.
Dormido me dejaste en la cubierta de tu nave
con canciones de otros mares.
Un rumor de flores y de amores humedeció mi frente.
Mis ojos apenas alcanzaban a ver el color de tu bandera.
Las hojas plateadas sonaron fuertes, bajo el viento de abril,
avisando el toque del alba.
Un porvenir noble, inocente como juventud que grita libertad y justicia,
nace de la filial espera.
Pero el día va deprisa y la noche despacio.
Tu gracia y tu sonrisa me acompañan, Padre.
Poderosa es tu voz, para no conocerte,
y tu imagen hermosa sabe de historias vivas y de olvidos inconfesables.
Tú sigues dormido en el Hijo y en el silencio de la barca.
Eres, Padre, memoria de mi vida sepultada en tus caricias.
Se dice que la amistad es celeste, y tu color azul transparente.
Mi vida en tu vida es ausencia, pero no olvido.
Dame, Padre, un poco de tu misterio,
y déjame adivinar tu certeza de largos pasadizos.
Quiero salir oculto entre las zarzas
y buscar el grano que llevo dentro.
Quisiera decir: aquí ya no hay murallas del miedo y de la soledad,
solo torres para impedir el saqueo de las cosas del cielo.
Abandonado estoy a tu belleza, campo dormido en noches de estrellas.
Gracias, Padre, porque estás todavía en mis pobres palabras.
Te miro y guardo silencio.
Tu perfil aparece ante mi memoria y avanzo a tientas entre nieblas.
De muy lejos vengo descubriendo luces como un sueño.
Y Tú, como árbol plantado en la mar,
me enseñaste cómo nacen las raíces del mal,
también el hambre y la tristeza.
El peso de los vientos inciertos
se deslizan por las ondas de un mar
regado de espumas que se desangran en el tiempo.
El silencio de corazones conmovidos y sorprendidos
por la belleza de tu amor y en el grito de libertad por ser hijos de la luz.
Padre, soy viejo tronco que se desgaja poco a poco,
y en voz baja contempla a sus hermanos
que tiemblan de amor como mariposas blancas
ante el dolor sufriente de seres indefensos e inocentes.
Tu memoria, Padre, me rodea como llama de amor dulce en la vida,
dulce en la muerte silenciosa que espera.
Pero tus ojos deslumbran en llanto conmovido,
instante de luz para nuestro espíritu desamparado.
Gracias, Padre,
porque en fugaz segundo,
has conmovido al mundo.