Evangelio según San Mateo 11,25-30:
En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
»Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».
El lingote de oro y el yugo
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Idente
Roma, 9 de Julio, 2023 | XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Zac 9,9-10; Rom 8,9.11-13; Mt 11,25-30
Es interesante dónde pone San Mateo las palabras de gozo que hoy escuchamos a Cristo: Te doy gracias porque no mostraste estas cosas a los que saben mucho y son sabios, sino que las mostraste a los niños. En las líneas anteriores se lamenta de que, a pesar de los signos recibidos y de los milagros que han visto, los habitantes de las ciudades de Corazeín y Betsaida, no habían cambiado.
Hay algo que debemos notar en esta manifestación. Jesús no se refiere a alguna “verdad fundamental” o a cierto conocimiento privilegiado. Habla de varias cosas, que sin duda intenta hacernos comprender a nosotros, como trató de hacerlo con las ciudades desagradecidas donde obró milagros. Sin comprender algunas “cosas”, ciertamente no podemos caminar junto al Maestro y no acertamos a comprender lo que es bueno o malo, precioso o inútil. Esto nos sucede a todos, de una manera u otra. Incluso, al crecer en edad y conocimientos, perdemos la sensibilidad a “estas cosas” y se enfría nuestra fe. Quisiera ilustrarlo con una historia:
Un día, una niña de siete años encontró un gran fragmento de metal pesado. Estaba tan espesamente incrustado de suciedad que ni siquiera al lavarlo brillaba el metal. Sin embargo, sabía que había metal, porque pesaba mucho. Corrió con él (a pesar de lo pesado que era) hasta su madre, que estaba sentada en el porche trasero preparando la comida.
¡He encontrado oro!, gritó. ¡Oro! Y colocó el pesado lingote de oro en el regazo de su madre. La madre gritó: Quita eso de la mesa, no ves que estoy preparando la comida.
Ella corrió con él hacia su padre, que le dijo detrás del periódico: Mira, estoy leyendo el periódico. ¡Pero si es oro!, insistió ella. Mira qué pesado es. Mira qué amarillo es. Es oro, ¡y podría hacernos ricos!. Pero su insistencia fue en vano.
Metió el lingote de oro en una caja de zapatos y lo enterró bajo el magnolio que crecía en el patio. Una vez a la semana lo desenterraba para mirarlo.
Luego lo desenterró cada vez menos… hasta que finalmente se olvidó de desenterrarlo. Su mente se centró en otras cosas.
No olvidemos el último párrafo de la historia. La vida cambia, nos presenta nuevas obligaciones, situaciones inesperadas, dificultades imprevistas… por eso, en la práctica, abandonamos el tesoro que hemos encontrado, la confianza en Cristo, que es bastante más que creer que Dios existe.
Nuestro padre Fundador nos ha instruido sobre el esfuerzo necesario para no ser atrapados por los acontecimientos de nuestro interior o alrededor de nosotros y así poder recoger las continuas sugerencias del Espíritu. En primer lugar, se refiere a dos situaciones concretas de nuestro vivir cotidiano:
Aceptación Intelectual del Evangelio. Que no significa simplemente el “no oponerse” a lo que dice Cristo, sino a meditar con cuidado, con atención y creatividad sus palabras y sus obras para aplicarlas en las ocasiones oportunas.
Resolver los conflictos de mis pasiones con la lección evangélica. Se trata de un hábito que vamos aprendiendo, para que, en los momentos de conflicto emocional, espiritual o de relación, seamos capaces de vivir según la actitud de Cristo en situaciones semejantes.
Pero, como la barra de oro de la historia anterior, Cristo aparece de forma discreta. Eso es lo que nos recuerda la Primera Lectura: ¡Ya tu rey viene hacia ti, montado sobre un burrito! Es humilde pero justo, y viene a darte la victoria.
Además de la reflexión sobre el Evangelio y acudir a él en momentos conflictivos, Fernando Rielo nos habla del Espíritu Evangélico, que no es un método, ni una estrategia, ni un conjunto de reglas. Es en realidad vivir lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura: aprovechar la presencia del Espíritu que vive en nosotros. Como literalmente dice: El que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales.
Esto no es algo extraño, sino que se trata de una presencia íntima, intensa y más allá de lo material, de lo cual tenemos experiencia con algunas personas que conocemos. Esas personas tienen una gran influencia en el curso de nuestras vidas, a veces para bien y otras con efectos negativos. Las diversas formas de presencia modifican poderosamente nuestros pensamientos, sentimientos y conducta.
En efecto, recuerdo el caso de una persona alcohólica, que tras fallecer su esposa tuvo un cambio radical, venciendo su dependencia y además consagrando su vida a la forma de voluntariado que su fallecida esposa practicó. En esa ocasión, no se trataba de una presencia física, sino de un recuerdo intenso y venerado, que tenía un peso decisivo en todas sus decisiones. O como decía, satisfecho, un amigo mío: Cuánto le hubiera gustado a mi abuelo verme en este momento, que me he graduado en Medicina y en realidad estudié esa carrera porque a él le entusiasmaba.
Pero, paradójicamente, muchos de nosotros no prestamos atención a esa presencia de Cristo, que tiene la capacidad de darnos vida, de vivificarnos, impulsando continuamente los mejores sueños, las iniciativas más nobles de nuestro corazón.
Cuando hoy nos habla Cristo de su yugo, tal vez no entendemos bien que un yugo NO ES una carga extra, un peso añadido, sino un instrumento que facilita a los animales arrastrar la carga que han de llevar. Así es, Cristo quiere hacernos más soportable nuestro camino, y la metáfora del yugo es muy reveladora, pues la Biblia habla de yugos pesados, esclavizantes (Is 58: 6, 9) y Cristo nos descubre otro muy diferente: la unión con Él. No olvidemos que José era carpintero y su Hijo sabía bien de lo que estaba hablando.
La realidad es que el ser humano NECESITA un yugo, un sentimiento de unidad, de pertenencia, que frecuentemente le roba la libertad a la que está llamada nuestra capacidad (o facultad) de unión. Y el Evangelio de hoy, precisamente, insiste en que el yugo de Cristo es para quienes se sienten fatigados y sobrecargados… una verdadera terapia, que no se parece nada y es más bien opuesto a lo que pensamos que significa un yugo.
No es por casualidad que Jesús clarifica la forma en que podemos utilizar ese yugo, viviendo como Él, con mansedumbre y humildad de corazón.
Como nos recuerda María en el Magnificat, la mansedumbre y la humildad de corazón hacen posible y real la acción de Dios en nosotros. Pero también es cierto que sus contrarios, el orgullo y la soberbia, nos alejan de Dios y de nuestros semejantes. Las personas que siempre hablan de sus supuestos éxitos y de sus sacrificios resultan insufribles y los demás se acercan a ellas sólo por el poder que tienen, es decir, por miedo, o para obtener un beneficio.
Un discípulo de Cristo que se atreve a ser humilde, según el Espíritu Santo le susurra en su interior, sabe que su fidelidad dará fruto; lo puede observar incluso en la vida de quienes le persiguen, pues en ellos queda grabado su ejemplo, aunque no lo acepten inmediatamente o terminen con la vida o la fama de ese discípulo.
Quien no es humilde, realmente vive en continua lucha –consciente o no- contra Dios, lo cual es en verdad trágico. Me parece fascinante cómo la historia de Roberto de Sicilia ilustra esta realidad. Se trata de un cuento que existe en muchas versiones.
Un rey altivo y orgulloso va a la iglesia y, durante el oficio, declara temerariamente que es tan poderoso que nada podrá apartarle de su trono. Enseguida se queda dormido y, al despertar, encuentra la iglesia desierta, con su apariencia transformada en la de un mendigo. Roberto sale corriendo de la iglesia y todos sus cortesanos le tratan como a un loco. Nadie cree sus afirmaciones de que él es el verdadero soberano de todos los que conoce, ya que, como resulta evidente, un extraño ha adoptado la forma de Roberto y le ha suplantado como rey sin que nadie note la diferencia. Roberto intenta entrar en su sala del trono, se pelea con su propio portero y se encuentra cara a cara con su doble, que en realidad es un ángel disfrazado.
Roberto es sacado de la corte en desgracia, aún sin ser reconocido. Le obligan a vestir el atuendo de un loco, le encarcelan y le dan un mono como consejero, vestido con la misma ropa que él. Aun así, se niega a renunciar a su pretensión de ser el verdadero rey. Tras muchas humillaciones, Roberto descubre que en la corte del nuevo rey sólo se le tolera como a un loco. Durante tres años, el forastero gobierna Sicilia con gran éxito.
Finalmente, Roberto de Sicilia tiene una conversión religiosa; se da cuenta de que, en efecto, es un simple loco que se mide con Dios, y acepta su nuevo papel de loco. Cuando le cuenta esto al impostor, éste le revela que en realidad es un ángel. Inmediatamente regresa al Cielo, y Roberto comprueba que los que le rodean le reconocen de nuevo como el Rey de Sicilia.
Nuestra “auto-importancia” es en realidad todo sobre nuestro “ego”, pero no sobre la importancia verdadera. Si quieres darte cuenta de tu propia importancia, dice el viejo adagio, mete el dedo en un cuenco de agua, sácalo y… busca el agujero en el agua donde metiste el dedo.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente