
Evangelio según San Lucas 5,1-11:
En una ocasión, Jesús estaba a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre Él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes». Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron.
Aléjate de mí, que soy un hombre pecador
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 09 de Febrero, 2025 | V Domingo del Tiempo Ordinario.
Is 6: 1-2a.3-8; 1Cor 15: 1-11; Lc 5: 1-11
Soy un hombre pecador. La declaración de Pedro es inteligente y humilde -dos cualidades que suelen ir unidas- pues al reconocer que es pecador, admite algo propio de todos los humanos, tan universal como lo es tener una cabeza o un corazón. No sólo acepta que se equivocó, sino que acoge el consejo que no puede comprender: arroja las redes de nuevo.
En realidad, pocos son los que admiten plenamente sus errores. Si me preguntaran mi experiencia personal, diría que he conocido menos de cinco personas capaces de hacerlo (yo no estoy entre ellas). Con o sin culpa, somos víctimas de la racionalización de nuestros errores, lo cual no equivale a mentir.
Aunque la racionalización es similar a la mentira, existen importantes diferencias. La mentira es un intento consciente de engañar, mientras que la racionalización a menudo ocurre principalmente fuera de la plena consciencia. Y aunque ambas ocultan los verdaderos motivos de una persona con fines egoístas, la racionalización no le permite ser plenamente consciente de sus verdaderas motivaciones. Es un mecanismo de autoengaño.
La racionalización nos empuja a justificar comportamientos, pensamientos o sentimientos mediante explicaciones lógicas. Aunque estas explicaciones pueden parecer razonables, disfrazan pensamientos inaceptables y no representan con precisión los verdaderos sentimientos y motivaciones de una persona. Los seres humanos aparentemente inteligentes y los que no lo somos tanto, practicamos esta racionalización de varias formas:
Minimizar la situación. Realmente no es un crimen olvidar el cumpleaños de mi hija.
Poner excusas. La verdad, el fin de semestre conlleva tal cantidad de trabajo que no tuve tiempo de responder tu llamada.
Culpar a otros. Tuve que elevar la voz porque no hicieron su trabajo a tiempo.
Hacer comparaciones. Puede que yo sea poco comunicativo, pero Federico es insoportable con sus inacabables discursos.
El discípulo de Cristo no tiene por qué esclavizarse con estos mecanismos, pues sabe que no está solo, tiene experiencia de la presencia y de la respuesta divinas. Desde hace miles de años, los hombres y mujeres sabios han sabido reconocer sus miserias, pero también una realidad más importante: que Dios ha decidido elegirnos como instrumentos de su reino.
¿Cómo puede ser limpio el que nace de mujer? Si aún la luna no tiene brillo y las estrellas no son puras a sus ojos ¡Cuánto menos el hombre, esa larva, el hijo del hombre, ese gusano! (Job 25: 4-6). Pero la respuesta de quien se ve rodeado de signos del Espíritu Santo, invadido de la misma Aflicción que sienten las personas divinas por cada hombre es la misma que escuchamos hoy a Isaías: Aquí estoy, envíame. La presencia divina destruye tanto el orgullo como el temor.
La purificación que recibe el auténtico discípulo le libera de la necesidad de asegurar su autoestima, de sentirse satisfecho con sus esfuerzos. Le hace capaz de seguir a Cristo no “a pesar de” la impotencia, la contrariedad y la aridez, sino gracias a la libertad que le proporciona esa higiene espiritual no prevista por él y ejecutada por el Espíritu Santo. Pedro se desprendió de sus juicios como experto pescador y aceptó.
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El instrumento divino de la sorpresa. Cuando Jesús encontró a unos pescadores sentados en la orilla, reparando las redes después de pasar una larga noche sin pescar nada, tenían motivos para sentirse abatidos y escépticos. Los pescadores, habituados a las dificultades de su oficio, eran personas realistas y no vivían de ensoñaciones. Ciertamente, antes del encuentro que hoy relata el Evangelio, estos pescadores habían seguido a Jesús, habían sido testigos de algunos de sus milagros por un año; por ejemplo, vieron la conversión de agua en vino, le vieron conversar con Nicodemo y con la mujer en el pozo y probablemente vieron en Cafarnaúm la curación del hijo del oficial que se acercó al Maestro. Pero, por alguna razón, tal vez las necesidades de la familia o la falta de convicción, habían vuelto a su oficio en el lago de Genesaret.
Sin embargo, hoy sucedió algo diferente. Cristo permitió que ellos fueran parte activa en el milagro, como luego lo serían en la multiplicación de los panes. Pedro sentía que el Maestro había tocado el fondo de su ser, con ese signo prodigioso comprendió la invitación que Cristo le hizo, ser pescador de hombres. Dicen los conocedores de la Biblia que la palabra usada por Cristo significa “capturar vivos” a esos hombres, es decir, librarlos de la muerte a la que conduce el pecado. Bien sabemos que, en la Biblia, las aguas representan lo desconocido, el poder del mal, el peligro. Pero más que lo maravilloso del milagro, lo importante es su carácter inesperado, el momento en que se produce, cuando esos discípulos ya no estaban caminando con el Maestro.
Como dice el Papa Francisco, nuestro Dios es un Dios de sorpresas y sabe utilizarlas para atraernos. En especial, sabe llamarnos cuando no lo imaginamos, cuando acabamos de ser infieles y cuando nos sentimos débiles. Te puse por profeta a las naciones. Entonces dije: ¡Ah, Señor! No sé hablar, Porque soy joven (Jer 1: 5-6).
Es posible que hayan oído hablar de Bernadette Soubirous, una niña campesina de 14 años que vivía en Lourdes, Francia. María, Nuestra Madre, se le apareció en una gruta el 11 de febrero de 1858 y le pidió que cavara un agujero en el suelo y bebiera el agua que había allí.
Cualquier joven de 14 años tendría el suficiente sentido común como para pensar que esto era absurdo y una locura. Sin embargo, con la gente observándola, Bernadette se arrodilló y cavó en el suelo con sus propias manos. Y cuando el agua fangosa comenzó a acumularse en el agujero que había cavado, la recogió para beber.
Obviamente, la gente pensó que lo que había hecho era absurdo y que se había vuelto loca. Y, de hecho, tenía un aspecto sucio y embarrado y parecía una lunática.
Lo que hizo Bernadette fue absurdo, una locura. Pero a partir del lugar donde cavó, las aguas se volvieron cada vez más limpias y brotaron en un manantial.
Y ahora, millones de peregrinos van al santuario mariano de Lourdes para bañarse en las aguas curativas e incluso beberlas. Así que a partir de lo que parecía ser un acto absurdo de Bernadette, Dios manifestó su gracia sanadora y el perdón de los pecados a través de las aguas del manantial de Lourdes.
Hace unos días, en Ibarra (Ecuador) dos jóvenes que habían participado en nuestra Misión Idente, que llega a rincones apartados del país, contaban cómo se vieron en un pueblo olvidado en la montaña, a cuatro horas de camino de Loja. Justo en el instante de su llegada, un anciano que estaba en la cama falleció y toda la familia empezó a cantar, llenos de alegría, diciendo que esos jóvenes le habían traído la paz a su querido abuelito, después de 30 años enfermo en la cama y el mensaje de que le esperaban en el cielo. La familia hizo una fiesta y les invitó a la sencilla ceremonia religiosa del funeral.
La sorpresa, lo inesperado, lo que no hemos planeado, es utilizado por el Espíritu Santo para confirmar nuestra vocación.
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Cristo no quiso pescar solo. De hecho, su invitación a Pedro estaba dirigida a todos los presentes y el texto evangélico afirma, en plural, que le siguieron. No debemos olvidar que la vocación es para seguir a Cristo junto a alguien.
Este seguimiento no es para obrar prodigios espectaculares, sino para mostrar con nuestro testimonio que el amor misericordioso es posible con todos y en todo momento. La caridad entre nosotros no puede estar basada en una unidad de gustos, opiniones o preferencias. Varias veces he comprobado cómo los gestos de misericordia, de paciencia y comprensión hacia un hermano o una hermana de carácter complicado, han sido desencadenantes de una vocación en quien era testigo de esos actos de perdón y acogida. Cristo no se equivoca al llamar junto a Él a personas “difíciles”, pues también a través de ellas encontramos la voluntad de Dios.
Pero es cierto que cuando se da el esfuerzo mutuo en la ayuda, la atención y la compasión entre nosotros, todo resulta más fácil de entender y vivir para quien estaba destinado a ser pescado para el reino de los cielos. Por eso, desde el principio del cristianismo, desde el inicio de la predicación de Jesús, estamos invitados a abandonar las redes, lo que pensamos que es nuestra fuerza, nuestras razones, nuestro esfuerzo más importante, lo que tenemos entre manos y en lo que no queremos ser interrumpidos.
Ya los pastores habían abandonado su rebaño en la noche, el momento más peligroso, para conocer al Niño recién nacido. Pero nuestra respuesta es la misma que la primera reacción de Pedro: Yo sé bien lo que hago y no me gusta que alguien opine de forma diferente; además, estoy en verdad cansado. Ojalá le imitemos más bien en su obediencia, su prontitud a dejarse llevar por la sorpresa.
El hombre que iba a enterrar a su padre recién fallecido no recibió de Jesús una condolencia, sino una reprobación por su mediocridad. No basta lo que estoy haciendo ahora mismo ¡aunque enterrar a los muertos sea una obra de misericordia! No basta el duro esfuerzo de pescar, aunque sea el sustento de la familia.
Si somos perseverantes, veremos que incluso la pesca obtenida será siempre más de lo esperado. Otra sorpresa del Espíritu Santo.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente