Evangelio según San Lucas 3,1-6:
El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene,
bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.
Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados,
como está escrito en el libro del profeta Isaías: Una voz grita en desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos.
Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos.
Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios.
Viene a nosotros tu Reino
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 08 de Diciembre, 2024 | Domingo II de Adviento.
Bar 5: 1-9; Flp 1: 4-6.8-11; Lc 3: 1-6
El comienzo del Evangelio de hoy es extremadamente detallado, dando unos datos precisos que no sólo confirman la realidad histórica de lo sucedido, sino la forma como la Providencia elige un momento inesperado, un lugar cualquiera para entrar en la historia del ser humano, pero también en nuestra historia personal. Eso sucedió en la vida de Juan –hijo de Zacarías– que estaba en el desierto. Lo llamó para que predicara en la orilla del Jordán y cumpliese la misión que Isaías había anunciado:
Preparen el camino para el Señor, háganle sendas derechas. Se levantarán todos los valles y se allanarán todas las montañas y colinas. Los caminos torcidos se enderezarán y las sendas escabrosas queden llanas. Y toda humanidad verá la salvación de Dios (Isaías 40, 3-5).
Pero no era un mensaje que solamente invitaba a no pecar. En la tradición bíblica, los caminos torcidos representan las decisiones torpes, las acciones insensatas que son consecuencia de no tener la mirada puesta en Yahveh. Los valles y las montañas representan las dificultades morales y de carácter que nos parecen imposibles de superar. Son aquellas que nos llevan a ocultar, a disimular las faltas y equivocaciones, a justificarnos… incluso, de manera inconsciente, a no ser capaces de identificarlas, de distinguirlas con claridad, aunque a veces todos los que nos rodean las ven claramente.
Eso sucedió a un ladrón poco profesional, como cuenta la siguiente historia:
Un ermitaño estaba en oración, cuando entró en su cueva, armado de una espada. Le ordenó que le diera todo lo que tenía y el ermitaño le señaló un jarrón con un poco de dinero que guardaba para comprar comida. Le pidió que dejases dos monedas para pagar los impuestos. Así lo hizo el ladrón y, cuando se disponía a marchar, el ermitaño le dijo: No has dado las gracias. El maleante le miró algo avergonzado y le dijo ¡Gracias! y salió corriendo.
Cuando la gente de la aldea se enteró de lo sucedido, preguntó al ermitaño cómo era el ladrón. Y él respondió: Era un hombre amable, sólo que un poco maleducado, demasiado tímido y algo torpe con la espada.
La tarea a la que San Juan nos invita, parece (…y es) muy superior a nuestras fuerzas, pero los conocedores de la Biblia nos recuerdan que el texto citado de Isaías se refiere a una misión que es llamada “el reino de los cielos”, en la cual participan activamente y en comunión, Dios mismo y el hombre.
En efecto, será la Providencia quien allane las montañas y rellene los valles de formas imprevisibles, para que podamos ver “la salvación de Dios”. Esa salvación no será visible sólo la llegada final de Cristo, sino en nuestra íntima experiencia de libertad. En el versículo 7, que no está incluido en la Segunda Lectura, San Pablo da gracias por el privilegio que significa en su vida la prisión, de manera que, al igual que San Juan Bautista, sabía que la libertad de Cristo se saborea plenamente en medio de las dificultades, en su caso, comprobando cómo la comunidad de Filipo hace progresos en la difusión del espíritu evangélico.
De manera sorprendente, Juan comprendió la naturaleza sacrificial de la vida de Cristo cuando llamó a Jesús “Cordero de Dios”. Juan era un hombre despegado de sí mismo, libre del miedo a la opinión de los demás, libre para dirigir todas sus energías al que venía a anunciar, libre para consagrarse a Dios y dispuesto a ofrecer su vida en cada decisión y a terminar en prisión y ejecutado, en un aparente fracaso de su misión.
La gente comprendió íntimamente, sin necesidad de profundas lecciones y explicaciones doctrinales, lo que el Bautista quería transmitir. En efecto, su palabra y su vida se caracterizan por una unidad impecable, centrada en Cristo. Esto explica por qué Jesús lo llamó “el más grande entre los nacidos de mujer”. La perfección cristiana no está en la cantidad de buenas obras que podamos hacer, sino en llevarlas cabo verdaderamente en nombre de Cristo; se trata de que nuestras humildes acciones estén tan despegadas de nuestro ego, que sirvan para señalarle a Él. El gesto de San Juan es tan práctico como simbólico: No me miren a mí, mírenle a Él.
Con razón termina hoy así el texto evangélico: Y toda humanidad verá la salvación de Dios. El testimonio de Juan, y de los que viven como él, llega a todos, creyentes y escépticos, a aquellos que se creen sabios y fuertes y a los que confiesan su debilidad mediocridad.
El historiador del siglo I Josefo escribió: Todo el pueblo se agolpaba a su alrededor y estaba pendiente de cada una de sus palabras. Herodes temía que utilizara su influencia sobre los hombres para incitarlos a la rebelión. A sus ojos, parecían dispuestos a todo con tal de que Juan pronunciara la palabra.
Ciertamente, su testimonio conmovía a los sencillos y a los deshonestos.
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De igual manera que Dios eligió a un hombre “de la periferia”, alguien que vivía en el desierto de una región secundaria del poderoso imperio romano, así continúa haciendo con nosotros, mostrando su presencia en las personas y los momentos que menos podíamos suponer.
Por eso, la Iglesia aprovecha este tiempo para recordarnos el valor de la confesión, pero en el sentido pleno de esta palabra. Confesión sacramental de los pecados, confesión de nuestras flaquezas y temores a nuestro director espiritual, confesión sincera, en todo momento, de nuestra pequeñez. El acto de confesarnos ante Dios ilumina nuestra verdadera identidad, nos permite estar atentos a los signos que la Providencia destina cuidadosamente para cada uno de nosotros. Sin esos signos, sin esas pequeñas luces que vemos cada día ¿cómo podríamos creer en la llegada triunfal y final de Jesucristo? No olvidemos que es a través de la confesión como las sendas torcidas se hacen rectas y se allanan las montañas de nuestra soberbia.
Ciertamente, el llamamiento de Juan va más allá y es más profundo que un estilo de vida de moderación: llama a la conversión interior, basada en el reconocimiento y la confesión de nuestro pecado. Mientras nos preparamos para la Navidad, es importante que volvamos a entrar en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida.
El arrepentimiento autentico, que proclama Juan, se concreta en términos prácticos: compartir con los necesitados, eliminar los sobornos y prohibir la extorsión. No se trata de aceptar ciertas creencias, sino siempre de una forma compasiva de mirar y ocuparse de los demás. Como siempre, los niños son un ejemplo de generosidad:
Un misionero hablaba en una escuela católica a unos niños sobre un programa de ayuda católico a los más pobres de la tierra. Un niño de unos diez años levantó la mano e insistió en que quería decir algo. Se había enterado por internet de que cada minuto muere de malaria un niño en África. También se enteró que existía una campaña para donar mosquiteras tratadas para protegerse de los mosquitos que transmiten la enfermedad y pican por la noche. Les dijo a sus padres que con lo que se gastaran en sus regalos de Navidad quería ayudar a comprar mosquiteros para los niños de África. Calculó que había salvado la vida de doce niños, doce niños que nunca conocería, doce niños que nunca podrían agradecérselo.
Aquel niño decidió que las cosas no tienen por qué ser siempre iguales. Tuvo que replantearse cómo habían sido siempre las cosas y cambiar él mismo. No necesitaba recibir regalos para poder ayudar a otros niños a tener una oportunidad en la vida. Podía cambiar un poco el mundo cambiándose a sí mismo, su forma de pensar y sus acciones. Ahora la Navidad no era sólo lo que iba a recibir, sino lo que podía dar.
Y todo el anuncio del reino de los cielos comienza en el desierto, un lugar lleno de recuerdos y de profundas resonancias emocionales para los israelitas. En el desierto habían aprendido muchas lecciones: han aprendido a desprenderse de todo lo superfluo porque es una carga innecesaria que llevar por el camino; aprenden a ser compasivos y a compartir sus bienes con los hermanos; han aprendido, sobre todo, a confiar en Dios.
El tiempo de Adviento será siempre una renovación de nuestro propósito de una oración continua, una invitación a alejarnos de los poderes de este mundo que continuamente buscan dominarnos. Poderes que no siempre son intrínsecamente malos, pero que absorben toda nuestra atención, todas nuestras energías. Por eso, se repite en estos días lo que dicen los Salmos: Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus sendas, instrúyeme en tu verdad; enséñame, porque tú eres el Dios que me salva, en ti pongo mi esperanza cada día (Salmo 25 /24: 4-5).
No contemplemos de forma superficial el rito de encender la segunda vela de Adviento; que en algunos lugares es llamada el Cirio de Belén”, significa un aumento de la luz para tener en esa visión íntima y externa de la presencia divina.
Cuando Yahveh se manifestó al Bautista, eran tiempos complicados. Todos oímos ahora que este momento de la humanidad es particularmente difícil, y nos llena de miedo lo que espera a los países, a las generaciones jóvenes y a las personas débiles, como los ancianos. Pero, nada ha cambiado. Igual que Dios hizo en tiempos de San Juan, lo continúa haciendo ahora.
Por eso, no hay razón para el desánimo. Igual que San Pablo consideró su prisión como un privilegio, veamos con ojos nuevos nuestras pocas fuerzas, nuestra posibilidad cierta de hacer rectos los senderos torcidos, tanto en nuestro interior como en la vida del prójimo, que de muchas formas manifiesta una sed de paz que el mundo no puede apagar. Tenemos la gracia de poder hacer en nosotros lo que Baruc nos dice en la Primera Lectura: Cambiar nuestros vestidos de duelo por otros de auténtica alegría.
Este segundo domingo de Adviento nos invita a una espera que acelera la realización del reino de Dios entre nosotros. Como María, que se lanzó a lo desconocido por invitación de Dios, estamos llamados a creer tan firmemente en la plenitud del reino de los cielos, que no dudaremos en ser fieles en las cosas pequeñas ni en arriesgar lo que haga falta para que se haga realidad.
Nuestra oración diaria es sencilla y directa: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente