Evangelio según San Marcos 6,1-6:
En aquel tiempo, Jesús fue a su patria, y sus discípulos le seguían. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». Y se escandalizaban a causa de Él. Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Continuó enseñando en las aldeas cercanas (Mc 6: 6)
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 07 de Julio, 2024 | XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Ez 2: 2-5; 2Cor 12: 7b-10; Mc 6: 1-6
Cristo tuvo una experiencia muy variada y dolorosa de ser rechazado. Según él mismo enseña, esto puede ocurrir de tres formas: con el insulto, la persecución o la difamación. Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de mí (Mt 5: 11). Era de esperar que los poderosos, los fariseos y los doctores de la Ley rechazasen a Jesús, pero quizá es más doloroso ver hoy, en el texto del Evangelio, que la gente sencilla de Nazaret también mostrase su desprecio a Cristo.
Pocos sufrimientos son más duros que el rechazo. De alguna manera, todos tenemos experiencia de esto. Algunos, siendo víctimas de mensajes agresivos divulgados por internet; otros, al sufrir los efectos de la murmuración camuflada, casi siempre alimentada por la envidia; y no pocos, por algún tipo de discriminación, debida simplemente al hecho de confesar la fe con modestia y humildad. Es muy cierto que el rechazo, que va unido a la pérdida de la fama, es una forma de muerte.
En particular, el rechazo que sufren muchos niños y jóvenes, por parte de sus padres, es devastador… y ellos no creen estar rechazando a nadie. Las consecuencias pueden ser irreversibles. En las familias con padres que son inmaduros, egoístas, o que raramente están disponibles para compartir asuntos importantes, se da una falta de sentido de pertenencia, que los jóvenes buscarán inevitable y precipitadamente en otro lugar, normalmente en grupos que se aprovecharán de ellos de alguna manera.
No debemos olvidar que todos rechazamos a los demás de formas aparentemente sin importancia, sin apenas darnos cuenta. La escritora Emily Smith pone un ejemplo claro:
Cada mañana, mi amigo Juan compra el periódico al mismo vendedor ambulante. Pero no se limitan a realizar una transacción. Se toman un momento para detenerse un poco y hablar de cualquier asunto durante unos minutos. Pero una vez, Juan no tenía el cambio exacto, y el vendedor le dijo: No te preocupes. Sin embargo, Juan insistió en pagar, así que fue a la tienda y compró algo que no necesitaba para conseguir el cambio. Pero cuando le dio el dinero al vendedor, éste hizo un gesto de desagrado. Se sintió herido. Intentaba hacer un gesto amable, pero Juan le había rechazado.
Otros ejemplos comunes:
* Paso junto a alguien que conozco y apenas le saludo.
* Miro el teléfono cuando alguien me habla.
* Cambio de conversación, a pesar de que la otra persona demuestra entusiasmo e interés en lo que está hablando.
Estos actos devalúan a los demás. Les hacen sentirse invisibles e indignos. Al contrario, cuando damos pequeños signos de acogida, además de crear un vínculo, preparamos a la otra persona para recibir a Dios mismo.
En ocasiones, hay un rechazo permanente, debido a que veo en la otra persona la conducta o las virtudes que esperaba. Aunque no se exprese con palabras, es la actitud de quien sentencia en su interior: yo vivo mi vida y tú la tuya.
No podemos olvidar que la experiencia de ser rechazado, o de tener miedo a serlo, es universal y por tanto constituye un motivo más para no dar a nadie signos de aspereza, indiferencia o distancia.
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Si nos fijamos en la persona de Cristo, su paso por este mundo viene descrito en los Evangelios varias veces por el Salmo 118: La piedra que los constructores rechazaron, ahora se ha convertido en la piedra angular. (Mc 12: 10)
Nuestro rechazo de Cristo no lo hacemos negando su existencia o escribiendo textos contrarios al Evangelio. Es precisamente así: Aceptándolo, pero NO como piedra angular. Tomar decisiones sin mirarle a la cara, estar convencido de que hoy no he cometido faltas concretas (contrariamente a lo que Él dice), ignorar su presencia en seres humanos que considero poco sensibles o demasiado ignorantes, no meditar sobre el Evangelio como medito sobre otros asuntos que me atraen y me provocan curiosidad…son formas de rechazar a su persona o a su palabra.
Por otro lado, es cierto que nos podemos sentir rechazados por personas ajenas o cercanas, como antes mencionamos. Ante esta realidad, y sin olvidar nuestros defectos, no olvidemos que el Maestro, que a diferencia de nosotros estaba limpio, fue perseguido por quienes temían la luz y la verdad.
No se trata de que quien recibe el don profecía va a estar “denunciando” los pecados ajenos. Basta su testimonio personal, la pureza de su corazón, para que los demás se den cuenta de que están en la penumbra. Las repuestas posibles, por supuesto, son dos: una forma de rechazo, o el reconocimiento de que un pecador como él, agraciado con el don de profecía, le está transmitiendo algo de parte de Dios.
Para muchos cristianos, el versículo más triste del Evangelio es: Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con Él (Jn 6: 66). Y el segundo más triste está pocos versículos más adelante: Tampoco sus hermanos creyeron en él (Jn 7:5).
Y uno que me parece de los más felices, aparece hoy en la Primera Lectura: Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.
Es una promesa maravillosa, que alguna vez tenemos el gozo de ver realizada. Pero, en todo caso, significa que el testimonio del apóstol, si es sincero, queda grabado a fuego en el corazón de quien se cruza con él. Un día, súbitamente o poco a poco, la persona reconocerá que el insignificante discípulo de Jesús que ignoró o maltrató, le ha dejado una prueba preciosa del amor y el perdón divinos. Todo ello, le llega a través de un hijo de hombre, como llama Yahveh a Ezequiel, con esas palabras que significan frágil, débil y persona corriente. El carácter profético de la vida de un seguidor de Cristo es una gracia inestimable concedida misteriosamente a uno más entre tantos pecadores.
Es significativo que el propio Cristo se llame a sí mismo “el hijo del hombre”, para dejar claro que estaba dispuesto a vivir en plena humildad, a transmitir la voluntad de Dios sin apelar a su auténtico origen ni a sus poderes y sin menospreciar ni juzgar a nadie. No es exactamente así, como hacemos nosotros…
Esto es precisamente lo que San Pablo reconoce en la Segunda Lectura. Al haber sido difamado por algunas personas de Corinto, en vez de dar razones o poner ante todos sus méritos y experiencias espirituales, lo que hace es hablar de su debilidad y mostrar cómo la Providencia no nos librará del dolor ni de nuestras flaquezas, haciendo así claramente visible su poder.
El apóstol-profeta es como Ezequiel, una persona que a veces no encuentra palabras (Ez 3: 15), en otros momentos se siente débil y asustado, pero seguro de que la victoria pertenece al reino de los cielos, como fue revelado al propio Ezequiel: Yo soy el Señor; humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde; seco al árbol verde y hago reverdecer al árbol seco. Yo, el Señor, he hablado y lo haré(Ez 17: 24).
Observemos que Jesús es rechazado NO por lo que dice, sino porque la gente no cree que tenga autoridad, no pueden explicarse de dónde le vienen “esa sabiduría y esos milagros”. Así nos ocurre a nosotros: Cristo llega a ti y a mí siempre con algo nuevo, inesperado. Nos exige dar un paso, abandonar alguna costumbre, algún hábito que no considerábamos negativo ni peligroso. Aunque Jesús no hablase, los milagros que hace, su forma de hacer el bien son algo nuevo, algo que da inseguridad a los que nos creemos justos, esforzados, diferentes.
De esta manera, Ezequiel, Pablo y Jesucristo, a los ojos del mundo, son tres casos de fracaso, porque la forma de medir el éxito es el número de seguidores, la buena fama y la respuesta favorable de la gente. Pero eso no significa necesariamente la conversión de los corazones. Todo parecía ir bien en la visita de Jesús a Nazaret… hasta que el Sábado comenzó a hablar en la Sinagoga, a iluminar cómo la voluntad del Padre va más allá. Lo mismo nos sucede a nosotros cuando la Providencia pide que nos adentremos en terrenos incómodos, inesperados y nos pide ser más pacientes, más humildes, más generosos, más sinceros, más…
Cristo nos dice hoy que un profeta recibe honra en todas partes menos en su propio pueblo y entre sus parientes y su propia familia. Pero con esta forma de hablar no está haciendo una simple referencia geográfica o de consanguinidad, pues los que hemos tenido el privilegio de conocer al Maestro y a personas que han sido fieles a su Palabra, estamos entre sus parientes, somos los cercanos a Él, los que no terminamos de creer.
Rechazamos a Dios y rechazamos al prójimo. Seguramente hay casos en los que hacemos las dos cosas a la vez, cuando el Espíritu Santo intenta sugerirnos algo por medio de la vida de una persona, que puede ser un niño, o alguien que consideramos inmaduro, o tal vez un moribundo. Son muchos los sentimientos que nos pueden convertir en ciegos a esa presencia especial de Dios en una criatura, que se convierte en profecía para nosotros.
Una última observación: los incrédulos paisanos de Jesús no mencionan a José, solo reconocen a Jesús como “hijo de María”. Eso hace pensar que José había muerto hace tiempo, lo cual es consistente con el hecho que Cristo permaneciese a cargo de la familia hasta muy tarde, hasta haber cumplido 30 años. No salió antes de su casa, a pesar de que tantos esperaban su mensaje redentor. Por eso la gente le identificaba bien como “el carpintero”. Había sido fiel en las pequeñas cosas, en el trabajo callado y humilde de artesano, por eso después Dios Padre puso en sus manos la misión central de su venida a este mundo, el cambio de nuestros corazones.
El éxito de nuestra misión no se mide mirando a los demás, al número de personas que nos escuchan o participan en las actividades que organizamos. Tampoco en la satisfacción íntima por ver cambiar las almas; todo eso va y viene. Mi éxito no es mío, es la obra del Espíritu Santo. La misión que tengo es no ser obstáculo a la fuerza del Espíritu, como también dice San Pablo a los Corintios:
No dando nosotros en nada motivo de tropiezo, para que el ministerio no sea desacreditado, sino que en todo nos recomendamos a nosotros mismos como ministros de Dios, en mucha perseverancia, en aflicciones, en privaciones, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos, en pureza, en conocimiento, en paciencia, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero(2Cor 6: 3-6).
De esta manera, el texto evangélico de hoy termina diciendo que los paisanos de Jesús sí fueron obstáculo a que en ese momento pudiera hacer los milagros que deseaba, más allá de las curaciones que le permitieron realizar. Y continuó enseñando en las aldeas cercanas (Mc 1: 6). No se detuvo.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente