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Lobos, Niños y Divorcios | Evangelio del 6 de octubre

By 2 octubre, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 10,2-16:

En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?». Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él». Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.

Lobos, Niños y Divorcios

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes 

Roma, 06 de Octubre, 2024 | XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Gén 2: 18-24; Heb 2: 9-11; Mc 10: 2-16

Muchos de ustedes recordarán que la ciudad italiana de Gubbio es famosa por un episodio que se cuenta de la vida de San Francisco.

Los habitantes desconfiaban y temían aventurarse más allá de las murallas de la ciudad, pues un lobo salvaje había atacado y matado varias personas. Francisco, confiado en Dios, salió solo al encuentro del lobo. El animal apareció. Francisco hizo la señal de la cruz y le habló, llamando a la fiera «Hermano Lobo» y regañándole por todo el sufrimiento que le había causado. El lobo, que se disponía a abalanzarse, se tranquilizó repentinamente y se echó a los pies de Francisco. La tradición recoge que el lobo, desde entonces, vivió en la ciudad y fue alimentado por la gente; nunca le ladraban los perros y los ciudadanos se entristecieron cuando murió de viejo.

¿Qué tiene que ver esta historia con el Evangelio de hoy? Más de lo que parece. Cuando Cristo acaba de hablar de lo que significa en matrimonio, abraza a un niño y pide que dejen a los niños que vengan a Él. En la época de Jesús, los niños no tenían un status social, no eran considerados como ciudadanos, ni como personas completas. Tampoco las mujeres tenían una categoría social digna, pues eran completamente dependientes de sus esposos. El mensaje es claro: el discípulo de Cristo ha de acercarse a los que todos prefieren ignorar, excluir… o destruir. Se trata, en lenguaje del Papa Francisco, de llegar a quienes constituyen la periferia, los que difícilmente pueden tener un indicio, una pista, un testimonio que les permita encontrarse con las Personas Divinas. Volviendo a San Francisco, él vivió muchos episodios semejantes al de Gubbio, como cuando abrazó a un leproso, o cuando visitó al sultán de Babilonia.

Cristo no nos dice que hemos de “soportar” a los niños, sino acogerlos, por lo que hay en ellos del reino de los cielos. Hace dos domingos, el texto evangélico nos impulsa a recibir a los niños como a quien necesita siempre ayuda, como imagen de quien debemos servir, pero hoy los propone a los niños como maestros en la forma de recibir el reino de los cielos.

Igual que San Francisco fue capaz de ver en un lobo sanguinario lo que nadie veía, igual que un niño ve en una nube el rostro de una persona, el mapa de un país o una jirafa que vuela por los aires, igual que Jesús a los doce años, que comprendió que la obediencia le exigía quedarse a dialogar con los doctores de la Ley… exactamente lo contrario de lo que podía parecer a los adultos una travesura o un acto de desconsideración hacia su familia.

Los niños son maestros de la mirada. Como dijo el poeta Khalil Gibran (1883-1931): Aléjame de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños.

Un gran hombre dijo una vez que el mayor cumplido que le habían hecho nunca fue cuando un niño se le acercó, para él era un completo desconocido, y le pidió que le atara los cordones de los zapatos. El niño aún no ha aprendido a sospechar del mundo. Sigue creyendo lo mejor de los demás. A veces, esa misma confianza le lleva al peligro, porque hay quienes son totalmente indignos de ella y abusan de ella, pero esa confianza es una cosa hermosa y fértil.

Todo acto de aprendizaje consciente requiere la voluntad a sufrir una forma de herida en el propio orgullo. Por eso los niños, antes de ser conscientes de su propia valía, aprenden tan fácilmente; y por qué algunos adultos, sobre todo si son vanidosos o prepotentes, en realidad no pueden aprender nada.

Esto sucede también con el reino de los cielos, que bien sabemos puede presentarse discretamente como una semilla, según nos enseña Cristo, y pasar inadvertido, exactamente como el tesoro oculto de la parábola. Así lo refleja la siguiente historia.

Ángela recuerda cuando era niña y oía el golpeteo de un bastón en la acera. Era un anciano encorvado por los años, su mano áspera y anudada agarraba con firmeza un bastón. Pero este anciano tenía una costumbre peculiar cuando deambulaba por las calles de esa pequeña ciudad. Cuando veía a un niño, se detenía, metía la mano en el bolsillo y le daba una imagen de Cristo. La ponía en la mano del niño y seguía su camino, sin decir palabra.

Lo que hizo este caballero no parece gran cosa. Sin embargo, este pequeño acto de bondad marcó un mundo de diferencia para Ángela. Cuenta que, más de 40 años después, aún conserva la foto que él le dio. La imagen representa a Jesús rodeado de un rebaño de ovejas, con un río que corre por el centro de la imagen. En el reverso está escrito con mano temblorosa: Salmo 23.

Hasta que Ángela no fue adulta no se dio cuenta de lo que hacía aquel hombre. A su manera, estaba plantando pequeñas semillas de fe en los niños de su calle. Para Ángela, esto funcionó. Su fiel compromiso, dice, ayudó a formar una piedra en los cimientos de mi propia fe.

¿Quién iba a pensar que dar a una niña una imagen de Jesús acabaría llevándole a la fe? ¿Quién iba a pensar que una semillita diminuta produciría un arbusto tan grande? De hecho, ¿quién habría pensado que el Mesías vendría de una ciudad tan pequeña e improbable como Nazaret? A menudo es de pequeñas siembras en nuestro corazón de donde crece el reino de los cielos. Desde las cosas que aprecian los niños y los que son como ellos.

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Ante la pregunta-trampa que los fariseos le hacen a Cristo, Él se niega a discutir sobre la licitud del divorcio y va al origen de la unión del hombre y la mujer, como expresa el Génesis: Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó (Gén 1: 27). Existen toda clase de interpretaciones triviales sobre la creación, por ejemplo, la afirmación de que Dios Padre “corrigió” un error de su trabajo al ver que no era bueno que el varón estuviese solo y por eso creó la mujer. De manera que el mensaje más profundo de las tres Lecturas de hoy es el valor de la compañía, como leemos en la Carta a los Hebreos, Dios Padre permitió el sacrificio de Cristo para tener junto a Él una multitud de hijos.

No es por casualidad que la Iglesia nos invita hoy a reflexionar sobre el valor de la unión profunda entre el hombre y la mujer y sobre las consecuencias dramáticas de un divorcio o del abandono de los niños, sea cual sea la legislación sobre el matrimonio o el divorcio. Esa unión requiere de una gracia y de la voluntad de abrazarla.

Lo verdaderamente importante es que, en el Matrimonio, como sacramento, Dios está en el centro de la relación entre los esposos. Por eso no es atrevido afirmar que las crisis matrimoniales entre los católicos no tienen su raíz más profunda en evidentes dificultades morales o psicológicas, sino en una falta de fe. A veces, no creemos que la unión matrimonial y familiar es una misión, lo cual se manifiesta, por ejemplo, en las familias que NUNCA oran juntas.

En verdad, para entender la indisolubilidad del matrimonio, hay que ser como niños y aceptar que estamos en manos del Padre. Y es que, como dijo el maestro confucionista Mencio cuatro siglos antes de Cristo, un gran hombre es aquel que no pierde su corazón de niño.

La sexualidad no es un juego. En su sentido más hondo, es un instrumento más al servicio del éxtasis, dando al ser humano un camino para salir de sí mismo y dirigirse al prójimo. Ciertamente, el uso egoísta de la sexualidad es de consecuencias desastrosas, por ir en contra de algo hermoso, perteneciente a los planes divinos para nosotros. Ese uso egoísta o individualista de la sexualidad, el no tomar en serio lo que se recita en la liturgia matrimonial, Ser fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, conduce a una frustración profunda.

Si no creemos en ese valor de la compañía, las pequeñas tensiones cotidianas, no necesariamente los grandes problemas, destruirán los sueños de quien decide por una vida en común en el matrimonio o la familia religiosa. Los malentendidos que dividen, pequeños pero importantes para nuestro ego; las palabras o la falta de comunicación o de compartir que generan desconfianza; las expectativas no cumplidas o la decepción que se filtran en nosotros; la sensación de que alguien reacciona a cualquier cosa que digamos enfadándose o echándose a llorar.

Entonces, comenzamos a valorar la independencia por encima de las relaciones y nos aislamos o buscamos precipitadamente una relación alternativa.

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Quisiera terminar con un relato que, seguramente, dará que pensar a más de uno de nosotros:

Cuando llegué a casa aquella noche, mientras mi esposa servía la cena, la tomé de la mano y le dije: Tengo algo que decirte. Ella se sentó y comió tranquilamente. Observé el dolor en sus ojos.

De repente no supe cómo abrir la boca. Pero tenía que hacerle saber lo que pensaba. Quiero el divorcio. Planteé el tema con calma. No pareció enfadarse por mis palabras, sino que me preguntó suavemente: ¿por qué?

Evité su pregunta. Esto la enfadó. Aquella noche no nos hablamos. Estaba llorando. Necesitaba saber qué había pasado con nuestro matrimonio. Pero yo apenas podía darle una respuesta satisfactoria; había perdido mi corazón a manos de otra mujer, Sara. Ya no la quería. Sólo la compadecía.

Con un profundo sentimiento de culpa, redacté un acuerdo de divorcio. Ella le echó un vistazo y luego lo hizo pedazos. La mujer que había pasado diez años de su vida conmigo se había convertido en una extraña. Sentí lástima por el tiempo, los recursos y la energía que había perdido, pero no podía retractarme de lo que había dicho porque quería mucho a Sara. Finalmente lloró a mares ante mí.

Al día siguiente, volví a casa muy tarde y la encontré escribiendo algo en la mesa. No cené; me fui directamente a la cama y me quedé dormido muy rápido porque estaba cansado después de un día lleno de acontecimientos. Cuando desperté, ella seguía escribiendo en la mesa. No me importó, así que me di la vuelta y me dormí de nuevo.

Por la mañana me presentó sus condiciones de divorcio: no quería nada de mí, pero necesitaba un mes de preaviso antes del divorcio. Pidió que en ese mes ambos nos esforzáramos por llevar una vida lo más normal posible. Sus razones eran sencillas: nuestro hijo tenía exámenes dentro de un mes y no quería perturbarle con nuestro matrimonio roto.

Yo estaba de acuerdo. Pero tenía algo más: me pidió que recordara cómo la había llevado a la habitación nupcial el día de nuestra boda. Me pidió que cada día durante un mes la llevara en brazos desde nuestro dormitorio hasta la puerta principal cada mañana. Pensé que se estaba volviendo loca. Para hacer más llevaderos nuestros últimos días juntos, acepté su extraña petición.

Le conté a Sara las condiciones de divorcio de mi esposa. Ella se rió a carcajadas y pensó que era absurdo. No importa qué trucos aplique, tiene que afrontar el divorcio, dijo desdeñosamente.

Cuando llevé en brazos a mi esposa el primer día, ambos parecíamos torpes. Nuestro hijo aplaudió detrás de nosotros ¡papá lleva a mamá en brazos! Sus palabras me produjeron una sensación de dolor. Del dormitorio al salón, y luego a la puerta, caminé más de diez metros con ella en brazos. Ella cerró los ojos y dijo en voz baja: no le cuentes a nuestro hijo lo del divorcio. Asentí, sintiéndome algo molesto. La dejé delante de la puerta. Ella fue al autobús para ir al trabajo. Conduje solo mi auto hasta la oficina.

El segundo día, ambos actuamos con mucha más facilidad. Ella se apoyó en mi pecho. Podía oler la fragancia de su blusa. Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no miraba detenidamente a esta mujer. Me di cuenta de que ya no era joven. Tenía finas arrugas en la cara y el pelo canoso. Nuestro matrimonio le había pasado factura. Por un momento me pregunté qué le había hecho yo.

Al cuarto día, cuando la levanté, sentí que volvía la intimidad. Era la mujer que me había dado diez años de su vida. El quinto y sexto día, me di cuenta que nuestra sensación de intimidad volvía a crecer. No se lo dije a Sara. Me resultaba más fácil cargar con ella a medida que pasaba el mes. Quizá el entrenamiento diario me hizo más fuerte.

Una mañana estaba eligiendo qué ponerse. Se probó varios vestidos, pero no encontró ninguno que le quedara bien. Entonces suspiró: todos mis vestidos han crecido. De repente me di cuenta de que había adelgazado tanto, que por eso podía llevarla con más facilidad. En ese instante, me di cuenta… había enterrado tanto dolor y amargura en su corazón… Inconscientemente estiré la mano y le toqué la cabeza.

Nuestro hijo entró en ese momento y dijo: Papá, es hora de sacar a mamá. Para él, ver a su padre sacar a su madre en brazos se había convertido en una parte esencial de su vida. Mi esposa hizo un gesto a nuestro hijo para que se acercara y le abrazó con fuerza. Volví la cara porque temía cambiar de opinión en ese último momento. Entonces la estreché entre mis brazos, caminando desde el dormitorio, a través de la sala de estar, hasta el pasillo. Su mano rodeó mi cuello con suavidad y naturalidad. Sujeté su cuerpo con fuerza; era igual que el día de nuestra boda.

Pero su peso, mucho más ligero, me entristecía. El último día, cuando la tuve en mis brazos, apenas pude dar un paso. Nuestro hijo se había ido a la escuela. La abracé con fuerza y le dije: no me había dado cuenta de que a nuestra vida le faltaba intimidad. Conduje hasta la oficina…. y salí rápidamente del coche sin cerrar la puerta. Temía que cualquier retraso me hiciera cambiar de opinión… Subí las escaleras. Sara me abrió la puerta y le dije: Lo siento, Sara, ya no quiero el divorcio.

Ella me miró, asombrada, y luego me tocó la frente. ¿Tienes fiebre? me dijo. Aparté su mano de mi cabeza. Lo siento, Sara, dije, no me divorciaré. Mi vida matrimonial era aburrida probablemente porque ella y yo no valorábamos los detalles de nuestras vidas, no porque ya no nos quisiéramos. Ahora me doy cuenta de que, desde que la llevé a mi casa el día de nuestra boda, se supone que debo retenerla hasta que la muerte nos separe. Sara pareció despertarse de repente. Me dio una fuerte bofetada y luego cerró la puerta de un portazo y se echó a llorar. Bajé las escaleras y me marché. En la floristería de camino, encargué un ramo de flores para mi esposa. La dependienta me preguntó qué debía escribir en la tarjeta. Sonreí y escribí: Te llevaré cada mañana hasta que la muerte nos separe.

Aquella noche llegué a casa, con las flores en las manos y una sonrisa en la cara, subí corriendo las escaleras y encontré a mi esposa en la cama, muerta. Ella llevaba meses luchando contra el cáncer y yo estaba tan ocupado con Sara que ni siquiera me di cuenta. Ella sabía que moriría pronto y quería salvarme de cualquier reacción negativa de nuestro hijo, en caso de que siguiéramos adelante con el divorcio. Al menos, a los ojos de nuestro hijo… soy un marido cariñoso…

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente