Evangelio según San Juan 1,1-18:
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de Él y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado.
Estrellas perdidas
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 05 de Enero, 2025 | La Epifanía del Señor.
Is 60: 1-6; Ef 3: 2-3a.5-6; Mt 2: 1-12 o bien: Eclo 24: 1-2.8-12; Ef 1: 3-6.15-18; Jn 1: 1-18
No en todas las Diócesis se celebra hoy la Epifanía, con la figura de los Reyes Magos. En otros lugares, el Evangelio del domingo está dedicado a contemplar la persona de San Juan Bautista. Pero ¿qué tienen en común los tres Sabios de Oriente y San Juan? Especialmente, que son elegidos como instrumentos preciosos para dar a conocer a Cristo. Él no quiso presentarse con algún gesto llamativo, sino por medio de seres humanos tan distintos como María y José, esos tres Magos viajeros y el asceta que clama en el desierto, vestido y alimentado con extrema sobriedad.
La Epifanía o Manifestación de Cristo tiene varios momentos en su vida. Uno, desde luego, la revelación que podríamos llamar “física”, cuando los Magos, representantes de los gentiles, reconocen al Mesías Encarnado. Otro momento, que conmemoramos el próximo domingo, es la Bautismo de Cristo, donde gentiles y judíos lo reconocieron como Hijo.
En realidad, la vida de Cristo fue una continua Epifanía, una manifestación necesaria de su verdadera identidad, pues lo confundían con un fantasma, con Jeremías, con Elías, o con Juan Bautista resucitado…
Para nosotros, una primera conclusión práctica puede ser que también somos torpes a la hora de contemplar la persona de Jesús, y nos sucede como a los primeros discípulos en la Transfiguración: Aquel que habían visto y escuchado todos los días, apareció ante ellos, mostrando cuál era su profunda y filial relación con el Padre y su unión con las veneradas figuras de Moisés y Elías. No se trata sólo de dar a Jesús un nombre adecuado, como Verbo Encarnado, Luz del Mundo, Hijo de Dios…sino de seguir la exhortación del Padre a Santiago, Pedro y Juan en el Monte Tabor: ¡Escúchenle!…
Efectivamente, tiene siempre algo que decirnos, no solamente a través sus palabras y obras en el Evangelio, y no exclusivamente en momentos de difíciles decisiones morales sino, digámoslo así, sin que le hayamos preguntado nada. Es suficiente que no apaguemos ni reprimamos la sed de perfección, que no dejemos de considerarnos pequeños, que no disimulemos ni maquillemos nuestras flaquezas.
Recordemos, por ejemplo, el caso de San Agustín. Simplemente ser fiel a su deseo de fe y verdad fue lo que le permitió recibir el detonante de su conversión, la experiencia de ‘tolle, lege’.
Del jardín vecino oyó una voz de muchacho que decía ‘Tolle, lege; tolle, lege’ (Toma y lee). Primero piensa que puede ser un simple juego de niños, después se le ocurre que pueda ser un mensaje de Dios. Agustín, como siguiendo una orden, tomó el códice del Apóstol Pablo, que había dejado su amigo Alipio, lo abrió y leyó Romanos 13: 13ss. Cuenta en sus Confesiones: No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más al acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda. Después de esto, lo dejó todo y entregó su vida a Dios.
Como una vez recordaba el Benedicto XVI: Al igual que los Magos, cada persona tiene dos grandes “libros” que proporcionan las señales para guiar su peregrinación: el libro de la creación y el libro de la Sagrada Escritura.
El gran Johannes Kepler (1571-1630), astrónomo alemán, cuando empezaron a descubrirse los inmensos mundos estelares, ya decía, entusiasmado, como un profeta entre los sabios: Es inminente el día en que nos será dado leer a Dios en el libro de la naturaleza con la misma claridad con que lo leemos en las Sagradas Escrituras y contemplar gozosos la armonía de ambas revelaciones.
Por supuesto, “el libro de la creación” no son sólo las estrellas, los atardeceres y las flores, sino todo lo que Dios nos dice personalmente, a través de los eventos de cada día, diríamos mejor, de cada instante, como esas palabras que Agustín creyó oír.
En Laudato si’, el Papa Francisco nos recuerda que la vida humana se basa en tres relaciones fundamentales y estrechamente entrelazadas: con Dios, con el prójimo y con la misma tierra (LS, 66). Nadie más que los tres Magos prestó atención a la estrella…Y también hicieron caso al sueño que les recomendó no volver a visitar a Herodes. Eso nos hace pensar que son muchos los signos sutiles a los que no prestamos atención, en buena medida porque tenemos nuestro “plan de conversación” con Él, nuestras peticiones –seguramente altruistas- y nuestros propios sueños, que tal vez sean espirituales, pero son demasiado “nuestros”. En consecuencia, hay demasiadas estrellas perdidas…
Algunos de ustedes recordarán esta leyenda:
Una generosa mujer tuvo un sueño, en el cual Cristo le anunciaba su próxima, inmediata visita. Ella, después de arreglar la casa y hacer sus oraciones con más entusiasmo que nunca, se sentó en el porche de la entrada con un libro, para no hacer esperar a quien había de llegar. A los pocos minutos, apareció una pareja joven, que se fijó en ella y le pidió un poco de fruta (¡Nada de dinero! advirtieron) para el niño que la mamá llevaba en brazos. La mujer, molesta y no queriendo distraerse de la esperada visita, los despidió con un gesto y pensó: ¡A ver cuándo esta gente, joven y sana, busca un trabajo digno!
Esa noche, soñó de nuevo con Jesús y se quejó de que no hubiese cumplido su promesa. La respuesta fue: Vine a saludarte, además, acompañado de mi familia, pero tú estabas en tus pensamientos.
Nuestro padre Fundador, Fernando Rielo, nos ha enseñado a prestar atención a los signos proféticos, que son verdaderas señales en nuestro camino personal, haciéndonos ver el rumbo que debemos tomar. Esos signos pueden venir de sucesos sencillos o muy llamativos, de pequeñas experiencias, de fijarnos en una persona, de una idea que nos llama la atención… todo eso son luces, pequeñas estrellas que realmente nos indican el camino continuamente, no para “la humanidad”, sino para nuestra vida personal.
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Jesús, que se llamó a si mismo el Buen Pastor, permitió que fueran unos pastores los que colaboraron en la Epifanía de Jesús, llevando la buena noticia a los pobladores de Belén. Quizás algunos de ellos no eran ejemplares, ni virtuosos, pues ya Cristo había hablado de la malicia de los pastores, tanto los dirigentes como los profesionales ganaderos, cuya intención era el robar y estaban dispuestos a abandonar a las ovejas en una situación de peligro. Pero, aunque no fueran perfectos, ni estuvieran capacitados en ninguna profesión distinguida, la Providencia los eligió para desvelar quién era el Niño recién nacido.
Lo mismo sucedió a San Juan Bautista, que, además de vivir humildemente, hizo todos los esfuerzos por desviar la atención de él mismo, desvelando así la personalidad de Cristo.
Dijo: Yo sólo bautizo con agua; pero hay uno entre vosotros –que ustedes no reconocen- al que no soy digno de desatar las correas de sus sandalias. Juan no podía haber mencionado un oficio más servil. Desatar las correas de las sandalias era trabajo de esclavos. Había un dicho rabínico que afirmaba que un discípulo podía hacer por su amo todo lo que hacía un siervo… excepto desatarle las sandalias. Era un servicio demasiado servil incluso para un discípulo.
Así que Juan quiso decir: Viene uno de quien ni siquiera soy digno de ser esclavo.
Recordemos que cada semana, en nuestro Examen de Perfección, compartimos nuestra experiencia de Unión Transfigurativa, es decir, cómo el Espíritu Santo ha incrementado nuestra fe, esperanza y caridad, sobre todo con sus dones de sabiduría, fortaleza y piedad. Ese incremento es una forma de la Epifanía íntima, de la Manifestación que Cristo lleva a cabo en cada uno de nosotros para que le conozcamos mejor, para que le contemplemos unido al Padre y al Espíritu Santo, de manera que no perdamos de vista que Él nunca estuvo ni está solo, nunca dejó de preguntar al Padre cuál era su voluntad, y siempre se dejó llevar por el Espíritu, inesperadamente, caminando dócilmente adonde la brisa le llevase, sus al igual que luego hicieron sus verdaderos discípulos, como lo hizo Felipe al ir a bautizar al ministro etíope, como también obedeció Pedro al ser conducido a bautizar al centurión Cornelio (Hechos 10).
Ojalá sea así nuestra disposición, conscientes de que inesperadamente, inmerecidamente, somos llamados a proclamar a Cristo con una claridad cada vez mayor, con nuevos detalles que los dones recibidos graban en nuestra forma de caminar.
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La estrella y la Eucaristía. La estrella de Belén, además de su profundo significado poético y espiritual, mantiene su realidad en nuestros días; Cristo nos ha dejado un signo sensible, visible, que nos acerca siempre más a Él: la Eucaristía. Y, más que un signo, es su presencia real.
La Eucaristía, Fuente y cumbre de nuestra vida cristiana (Lumen Gentium: 11), es esa estrella poderosa que sigue atrayendo e iluminando a los cristianos como la que atrajo y atrajo a los Magos hacia Cristo mismo. El signo visible de esta estrella es el sagrario de cada Iglesia. Por eso siempre hay una luz que brilla allí donde hay un sagrario. Nos está diciendo que Cristo se encuentra aquí verdaderamente, realmente, sustancialmente presente en la carne, tanto en cuerpo como en sangre, alma y divinidad.
Por eso, en cada liturgia, encontramos lo que los Magos encontraron hace siglos. Cuando caminamos por el pasillo para recibir la sagrada comunión, nos damos cuenta de que venimos con las manos vacías, a diferencia de los Magos de antaño. No llevamos regalos de oro, incienso o mirra. Sólo ofrecemos nuestra pobre devoción y nuestras buenas intenciones, y nos damos cuenta de que esto nunca es suficiente para Aquel a quien aclamamos como el Rey de Reyes, el Señor de Señores. Pero de esa manera, como nos dice San Juan María Vianney, el Párroco de Ars: Cuando regresamos de la balaustrada del altar, somos tan felices como lo habrían sido los Magos si hubieran podido llevarse al Niño Jesús.
Al igual que los Magos, que cayeron de rodillas y rindieron homenaje al Niño Jesús, también nuestro corazón se arrodilla ante nuestro Señor Jesucristo, Dios, escondido en la humanidad y bajo la apariencia del Pan y del Vino. Habiéndole recibido en la Sagrada Comunión, renovamos siempre la alegría de la Epifanía.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente