Evangelio según San Marcos 13,33-37
En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: «Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento. Al igual que un hombre que se ausenta deja su casa, da atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, y ordena al portero que vele; velad, por tanto, ya que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!».
¿Dormir o Soñar?
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 03 de Diciembre, 2023 | Primer Domingo de Adviento
Isa 63:16b-17.19b; 64,2b-7; 1Cor 1:3-9; Mc 13:33-37
Me causan admiración las diferentes sensibilidades de muchas personas. Algunas, por haber crecido en una cultura diferente de la mía y ser capaces de valorar mejor ciertos acontecimientos o ciertos signos de la naturaleza; otras, por que han sufrido experiencias dolorosas de las cuales han aprendido; otras, porque descubren en las obras de arte lo que yo no soy capaz de ver; otras, por el hecho de ser mujeres, o madres, o padres; otras, porque han reflexionado y orado más que yo.
Lo cierto es que hay multitud de realidades y sucesos, dentro y fuera de mí, para los cuales estoy dormido, a los cuales no presto atención ni he aprendido a valorar. Eso explica por qué hoy Cristo insiste en la necesidad de estar atentos, de despertar.
Érase una vez un rey al que le encantaba comer bien. Cuando el cocinero del castillo se hizo demasiado anciano para seguir preparando las comidas, el rey buscó un nuevo cocinero. Un joven solicitó el puesto. El rey le dijo: Quiero que me cocines el plato mejor y más importante del mundo.
Aquella noche el rey se sentó a la mesa. Cuando miró el plato especial, exclamó: ¡Vaya, es lengua de vaca!
El joven respondió: Sí, lo es. Nada es más importante que la lengua si se utiliza correctamente. La lengua sirve para enseñar, para explicar, para mandar, para defender, para calmar. La lengua se utiliza para cantar a los bebés y para hacer pactos. La lengua tiene que ser lo más importante para un rey.
El rey dijo: Debo decir que no me había dado cuenta, joven. Me has abierto los ojos. Por eso, mañana por la noche, quiero que me prepares el peor plato que conozcas.
A la noche siguiente, el joven sirvió al rey lengua de vaca. El rey preguntó: ¿Qué pasa aquí? Anoche, la lengua era el mejor plato del mundo. Esta noche es el peor. ¿Cómo puede ser?
La diferencia es lo que se hace con ella, señor, dijo el joven. Las lenguas hacen chismes, provocan problemas y dicen mentiras. Las lenguas son crueles e hipócritas. Por eso, la lengua puede ser el peor plato del mundo.
Sí, ya veo, respondió el rey, También veo que necesito tu sabiduría en mi corte. Buscaré a otro para trabajar en la cocina.
Efectivamente, nuestra lengua es un buen ejemplo de algo muy cercano y muy íntimo, incluso material, que debemos valorar con cuidado. Pero, en este Adviento que comienza, estamos invitados a recordar que nos falta perspectiva, sensibilidad y luz para apreciar y sacar provecho de muchas más cosas que nos rodean. Así, la semana pasada hablábamos de la presencia de Cristo, manifestada de muchas maneras: en la Eucaristía, en el prójimo, en una asamblea reunida en su Nombre…
Ahora es un buen momento para fijarnos en lo que difícilmente podríamos estimar como valioso, o tal vez imprescindible. Este es el caso de lo que llamamos crisis, momentos críticos, graves dificultades. No vamos a hacer ninguna filosofía, pero el cristianismo nació en un momento crítico: La Última Cena.
Los discípulos habían ido con el Jesús a Jerusalén, con la esperanza de que se manifestase como el poderoso Rey-Mesías. Pero aquella noche quedó claro que no lo era. Así que pensaron en cómo abandonarle: uno le traicionó, otro le negó y el resto huyó. Parece muy paradójico que la historia fundacional de nuestra fe cristiana pareciera una historia sin futuro ni esperanza. Sin embargo, precisamente de esta crisis surgió la esperanza… Cada vez que nos reunimos para celebrar la Cena del Señor, volvemos a repasar este drama. Es el Sacramento de la esperanza. En la Última Cena, Jesús no prometió a sus discípulos que las cosas saldrían bien. No les dio planes concretos para el futuro. En lugar de eso, partió el pan y les dio un cáliz. Realizó un signo que hablaba de esperanza cuando ninguna esperanza parecía probable.
En esos casos, tú y yo reaccionamos generalmente como los apóstoles: huyendo, evitando el dolor, escapando de la dificultad, quizás abandonando de muchas formas, una de las cuales es seguir caminando sin entusiasmo. Esto es lo previsible, lo instintivo, digamos lo mediocre, lo que suele calificarse como lógico o natural. También era “natural” que la higuera que Cristo secó de raíz (Mc 11: 12-14) no tuviera fruto…porque no era tiempo de higos. La pobre e inocente higuera sirvió para que nosotros entendiésemos que Dios nos pone signos inesperados, nos hace llamadas de auxilio que a veces no terminamos de creer,
– porque no nos sentimos en nuestro mejor momento espiritual,
– o porque estamos verdaderamente ocupados en hacer cosas buenas que consideramos más urgentes y somos nosotros quienes necesitamos ayuda,
– o porque no creemos que realmente sean signos de Dios, que juzgamos “debería comunicarse de otra forma” …Esto no es de extrañar, pues más tarde, después de la Ascensión, hubo una nueva crisis, con las persecuciones, la muerte de Pedro y Pablo y otros muchos como mártires, las divisiones entre los cristianos… y además el Mesías esperado no llegó. Ese fue el momento de crisis que la Providencia aprovechó para inspirar los Evangelios y producir una expansión completamente inesperada.
La esperanza nos enseña a caminar en las sombras, a veces sin ver los próximos pasos y quizás con pocas fuerzas, pero con la certeza de que nos guía la voluntad de Dios. La esperanza del asceta está libre de los dos extremos en los que cae el alma instintiva, individualista: el desaliento y el optimismo ingenuo que a veces proclama el mundo diciendo: ¡Todo irá bien! No es verdad. No todo irá bien, pero el Espíritu Santo lo utilizará para que el reino de los cielos avance, como decíamos antes, de forma imprevisible.
También lo dijo Václav Havel, el escritor y político católico checo: Esperanza no es lo mismo que optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte.
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La Primera Lectura, un texto de los más bellos del Antiguo Testamento, clama la presencia de Dios, pidiéndole que llegue rasgando el cielo y derritiendo los montes con su presencia. El autor trae a la memoria cómo Dios ha ayudado a su pueblo en los momentos críticos del pasado, incluso después de que Israel cometiese profundas infidelidades.
Ese es también el tono de la Segunda Lectura, donde San Pablo recuerda a los cristianos que no carecen de ningún don, y por eso no necesitan aguardar la llegada de Cristo, que no se ha ido, sino que confían en una llegada que será la última, la definitiva. Esto es tan importante que San Pablo deja para el final de su carta la dura reprensión por los vicios de la comunidad de Corinto; lo primero, el punto de partida, es ser conscientes de lo que Dios ha puesto en mis manos a pesar de mi mediocridad.
Lo que sí necesitamos es permanecer despiertos, lo cual significa aprender a mirar al pasado, vivir en el presente y prepararse para el futuro. Es una verdadera atención espiritual, no individual, sino vivida junto a las Personas Divinas. Algo así afirmaba San Agustín cuando hablaba de la memoria.
* Si olvido mis pecados de ayer y el perdón recibido de mi Padre celestial, no estoy despierto. Es la gratitud que me libera de la vanagloria, el egoísmo y la intolerancia.
* Si ahora no tengo la mirada en la persona de Cristo a la hora de hacer, pensar o decir cualquier cosa, no estoy despierto. Es lo que nuestro Fundador llama Espíritu Evangélico.
* Si no me comporto como un profeta, si no vivo soñando y preparándome para el horizonte que el Espíritu Santo me va revelando para mañana, no estoy despierto.
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Cristo repite tres veces: Estén alerta, velen. Sin duda, es una tarea colosal, para la cual necesitamos toda la energía que tenemos y toda la gracia que recibimos. Velar no significa sólo mirar qué ocurre “dentro de mi” y a mi alrededor, sino también ser consciente de todas las formas de relación que tengo con mi prójimo. Cristo llega a mi vida, pero también envía a los demás de muchas maneras, seguramente más de las que puedo imaginar.
Estos días recordaba cómo ha influido siempre en mi vida el recuerdo de un compañero de colegio, que no era el mejor alumno, ni el más simpático, ni uno de mis amigos íntimos. Su recuerdo nunca me ha abandonado, aunque no puedo recordar ninguna de sus palabras. Éramos muy jóvenes, preadolescentes, y él cayó enfermo de tuberculosis, enfermedad poco frecuente en nuestro entorno. Esa dolencia le produjo sufrimientos y limitaciones de todo tipo. Varios compañeros comenzamos a reunirnos para preparar pequeñas representaciones humorísticas cuando le visitábamos los domingos en el hospital. Fue gracias a él que aprendimos a sacrificar nuestros planes del fin de semana; fue gracias a él que nos hicimos más amigos y fue gracias a él que dimos un pequeño gran paso en nuestra madurez.
Sí; Cristo cambió su forma de presencia haciéndola dinámica, una continua llegada.
Llega a nosotros poniendo consuelo y alegría en el corazón, ayudando a nuestra memoria, haciéndonos contemplar lo que hemos recibido de Él, quizás durante años.
Llega a nosotros tocando secretamente cada fibra de nuestra alma, sin que pase nada alrededor, sin que le hayamos llamado.
Llega a nosotros en las lágrimas del prójimo, a veces permitiéndonos contemplar una debilidad y un temor que no sospechábamos.
Llega a nosotros cuando nos hace comprender que nuestra misión va más allá de lo que pensábamos y nos empuja a usar todos los talentos recibidos.
Y, sobre todo, llega a nosotros en la noche, cuando a nuestro alrededor todo es culto a la vanidad, a los propios deseos, a la propia idea del bien. Cuando NO estamos preparados para su presencia, como le ocurrió a Moisés (Éxodo 3), sin darnos cuenta que la tierra que pisamos es tierra santa.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente