Evangelio según San Mateo 22,34-40:
En aquel tiempo, cuando oyeron los fariseos que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Él le dijo: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».
Si no tengo amor…
Luis Casasús, presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 29 de Octubre, 2023 | XXX Domingo del Tiempo Ordinario
Ex 22: 20-26; 1Tes 1: 5c-10; Mt 22: 34-40
Tres amores. Todos recordamos la figura de Prometeo, el titán mitológico que luchaba por proteger a los seres humanos. En una ocasión, robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, a fin de que pudieran calentarse y ofrecer sus sacrificios. Por esta traición, Zeus, la máxima deidad, le castigó duramente. Lo hizo encadenar en el Cáucaso y envió un águila para que le devorase el hígado; como Prometeo era inmortal, su hígado volvía a crecer y el tormento se hacía eterno.
Este episodio de la antigua mitología griega tiene una actualidad permanente. Hay quien lo toma como símbolo del sueño transhumanista de hoy día: el intento de sustituir a Dios creador por nuestro ingenio tecnológico. En otras ocasiones, la figura de Prometeo ha sido utilizada para representar una manifestación de nuestra soberbia, un verdadero trastorno, que a veces nos empuja a desear conocer absolutamente todo, incluso las cosas inútiles, solo para sentirnos superiores a los demás.
En todo caso, esto para nosotros puede ser un punto de partida al reflexionar sobre lo que Cristo nos dice hoy en el Evangelio, que es una invitación (o mandamiento) a amar a Dios y a la vez al prójimo, incluso cómo amarme a mí mismo, porque es algo que Jesús recoge como auténtico al final del texto de hoy, mucho más allá de la autoestima. Es un asunto delicado, vivir estos “tres amores”, a Dios al prójimo y a mí mismo, algo que no podemos resolver sin ayuda de Dios.
Es cierto, sin lo que Jesús nos dice, el amor a uno mismo es una paradoja o pura palabrería. Ni para la antigua sabiduría oriental quedaba esto claro. Esto recuerda la conversación apócrifa entre Confucio y Lao-Tsé, en la cual Confucio había estado discurriendo sobre el amor universal sin el elemento del yo.
Dime -dijo Lao Tsé- ¿En qué consisten la caridad y el deber hacia nuestro prójimo?
Consisten -respondió Confucio- en la capacidad de regocijarse con todas las cosas; en el amor universal, sin el elemento del yo.
¡Qué embrollo! -exclamó Lao Tsé- ¿No se contradice a sí mismo, acaso, el amor universal? ¿Tu eliminación del yo no es una positiva manifestación del yo? ¡Cielos! has traído gran confusión a la mente del hombre.
Lo que suele decirse para explicar el amor a uno mismo, adecuado al Evangelio, es que somos hijos de Dios y creados a su imagen y semejanza; por eso los descuidos con la propia vida, como las dependencias de alguna sustancia, el descuido de la salud o el suicidio, son tan lamentables. Pero podemos y debemos ir más allá. Otras religiones también dicen que descendemos de Dios o de los dioses. Nosotros, por experiencia personal y según lo que Cristo nos enseña, sentimos que somos hijos del Padre, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo. Esto no es algo que me deba dejar con la boca abierta y paralizado, más bien me invita a estimar y a descubrir la forma que ha de tener el amor a mí mismo.
* Como hijo de un Padre celeste, he de recordar que soy único; no interesa si mejor o peor que los demás, pero sí único, en el sentido de tener una misión diferente a todas las demás, incomparable, de la cual debo responder. Algunos de nosotros podemos hacer planes para nuestra vida, otros, debido a la enfermedad, la escasez de medios o las agresiones del mundo, se ven muy limitados, pero la voluntad de Dios da siempre sentido a mi existencia.
Notemos que esos planes son misteriosos, imprevisibles e indestructibles. Hoy mismo, en el relato del Evangelio, vemos cómo precisamente, con ocasión de un ataque por parte de sus enemigos, Jesús aprovecha la ocasión para dar una lección que permanecería para siempre, para todos los siglos. Igualmente, la Segunda Lectura nos muestra cómo, a pesar de la pesimista impresión de Pablo, los gentiles conversos de Tesalónica se volvieron un modelo para todas las comunidades.
* Como hermano de Cristo, he de reconocer el valor de su gesto al venir a este mundo para servir de modelo, para dar testimonio de que –paradójicamente- me necesita, a pesar de mis limitaciones. El mayor impulso para el amor a mí mismo es ser consciente de esa confianza puesta en mí. Eso levanta el ánimo de la persona más decaída y pesimista. No soy quien para juzgar si la merezco o no, aunque sospecho que más bien es lo segundo…
* Como templo del Espíritu Santo, antes que nada, no debo creer que esta hermosa imagen está vacía de contenido. El Espíritu Santo “señor y dador de vida” está permanentemente activo, transformando mi alma, manifestando su señorío sobre todo lo negativo que hay en mí y dando vida a los tesoros que duermen en mi alma, los cuales incluso no me atrevo a mirar, pero Él me inclina hacia ellos. Tengo miedo de ponerlos ante mis ojos, porque me siento cómodo en mi pequeño mundo.
Si realmente me amo por esas tres razones, amaré a los demás, porque no creo que podamos ser tan diferentes ante Dios. Y, además, procuraré que ellos disfruten de ese amor trinitario. Ese es el empeño del apóstol.
Además, si no olvido esa presencia de la Santísima Trinidad en las personas, iré comprendiendo que cada una de ellas, sean los llamados santos, maleantes, enfermos, inteligentes o ignorantes, es para mí un signo, un mensaje, una petición, una verdadera súplica divina para que haga algo por ellos. Veré a mi prójimo como peregrino, lejos de la casa a la que regresamos por el desierto. Recuerda que eras esclavo en Egipto y el Señor tu Dios te liberó de allí (Deut 24: 18).
Ese es el espíritu de la Primera Lectura, cuya llamada a la hospitalidad que va más allá de los extranjeros, de los diferentes, de los emigrantes, los pertenecientes a ciertos grupos sociales, que obviamente necesitan asistencia especial. Se trata de amar a las personas que dan la impresión que no cambiarán nunca, que jamás nos van a comprender, que no nos ayudarán, que nos están traicionando… El pueblo judío había sufrido años de exilio y sabía por dura experiencia lo que significa estar desamparado, ser despreciado y por eso estableció normas exigentes para ayudar a los desposeídos. Cuando recojas las uvas de tu viñedo, no vayas a buscar de nuevo las que queden, serán para el inmigrante, el huérfano o la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en la tierra de Egipto. Por eso te mando que hagas esto (Deut 24: 21-22).
De igual modo, nuestro amor al prójimo tiene origen en una experiencia amorosa, el estar siendo continuamente perdonados por Dios.
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Este carácter misericordioso es el más relevante del amor divino. Y estas son las palabras de Yahveh en la Primera Lectura: Porque soy misericordioso.
Es cierto que, sin contar con Dios, el amar a TODOS es prácticamente imposible. Amamos a “los nuestros” porque su dolor lo sentimos profundamente, y es nuestro también. Como dice Cristo, los gentiles, los publicanos y hasta los fariseos aman a los suyos. También lo hacen los ratones.
Incluso, bastantes veces, no somos capaces de amar a los más cercanos. Recuerdo cuando tenía 10 años y mi hermano 7, un compañero de su misma edad le pegó y le hizo volver llorando a casa. Cuando nuestra madre me preguntó por qué no le había defendido, respondí: El otro niño tenía razón. Mi madre nunca olvidó el incidente (espero que mi hermano sí).
Pero la misericordia (no la razón) es el verdadero núcleo del amor. Bien sabemos que todas las formas de misericordia y perdón, además de hacer bien al prójimo, hacen bien a quien las practica, tanto en su alma como en su espíritu.
Dos criminales, que habían pasado treinta años en la cárcel y ahora estaban ya libres, se reunían cada día para hablar de su pasado. Uno de ellos preguntó a su amigo: ¿Has perdonado a los que te acusaron y te pusieron tras las rejas? El compañero respondió: Sí; hace tiempo les perdoné. Pero el primero dijo: Yo no; todavía siento odio hacia ellos. Entonces, el segundo le dijo: De ese modo, todavía estás encarcelado.
Vivir el amor verdadero no tiene un premio superficial, ni siquiera proporciona un sentimiento dulzón o de tranquilidad. Por el contrario, nos hace vulnerables, más sensibles a la separación y nos exige cada vez más. Este es uno de los mensajes que nos transmite Cristo desde su Cruz. Como dice un Proverbio de nuestro padre Fundador: El amor brinda un dolor sin amargura.
Cristo afirmó contundentemente el carácter misericordioso de su amor cuando dijo: Los sanos no necesitan médico, los enfermos sí. Yo no he venido a invitar a los buenos a que me sigan, sino a los pecadores (Mc 2: 17). No parece que sea una discriminación, más bien una forma de explicar que cuando tú y yo estamos satisfechos con nuestra conducta y nuestro modo de tratar a los demás… entonces es difícil que estemos abiertos a la forma de amar de Jesucristo.
También nos instruye sobre otros rasgos de este amor, que estamos llamados a dar a Dios y al prójimo: en realidad no es un conjunto de acciones, sino “un estado de amor”, de igual modo que lo es la auténtica oración. Uno debe amar a Dios con todo su corazón, con todo su entendimiento y con todas sus fuerzas, y al semejante como a sí mismo. Esto quiere decir que la más “insignificante” falta de caridad, sí significa que no vivo en ese estado, es decir, que no amo a Dios. Lo mismo sirve para las omisiones, negligencias, ocasiones perdidas…
Una conclusión es que el amor ha de ser –entre otras cosas- inteligente, es decir, no exento de reflexión, sujeto a una buena administración, como decía nuestro padre Fundador a los jóvenes, porque a veces amamos con buena voluntad, pero torpemente. También a veces amamos sin saberlo, incluso amamos lo que pensamos que todavía no amamos.
Finalmente, en otras ocasiones despreciamos los pequeños signos de amor, cosa que es frontalmente contraria al Evangelio. Recordemos cómo Jesús realiza numerosos milagros y curaciones, nacidos de su compasión, no incluidos en su programa del día, que considera “menores” y pide en vano mantener en secreto: curar un leproso (Mc 1: 42-44), volver a la vida a una niña (Mc 5: 43), devolver la vista a un ciego (Mc 8: 25-26) … sabía que la propaganda de esos prodigios iba en contra de sus planes de hacer un bien mucho mayor y universal, el anuncio del reino de los cielos.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis Casasús,
Presidente