Evangelio según San Mateo 16,13-20:
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Cristo.
Un Mesías no estándar
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 27 de agosto, 2023 | XXI Domingo del Tiempo Ordinario
Is 22: 19-23; Rom 11: 33-36; Mt 16: 13-20
Desacuerdos y malentendidos. El domingo pasado veíamos uno de esos sublimes diálogos de Cristo, en esa ocasión con la mujer cananea que estaba angustiada por el sufrimiento de su hija. Hoy, de nuevo, somos testigos del esfuerzo de Jesús por acercarse pacientemente al corazón y al pensamiento de quienes tiene cerca: ¿Quién piensa la gente que soy yo? ¿Y qué piensan ustedes?
La mayoría de nosotros no hacemos así. Dependiendo de nuestro carácter, para transmitir nuestro juicio ante una dificultad o un malentendido:
* Procuramos elevar la voz más que nuestro interlocutor. Y subrayamos sus defectos.
* Guardamos un silencio hiriente, o reducimos al máximo nuestra comunicación.
* Aplastamos a quien está al lado con largos argumentos, justificaciones o lecciones.
* Cambiamos de tema, ignoramos el verdadero problema.
Reaccionando de esa manera, en realidad cubrimos los sentimientos más profundos e importantes: miedo, tristeza, soledad… y nos quedamos en la superficie del problema, sin producir alivio ni apertura en la otra persona.
¿Quién piensa la gente que soy yo? ¿Y qué piensan ustedes? Con esas dos preguntas, Cristo se interesa por lo que sucede alrededor y en el interior de sus discípulos. Después, sólo después, les instruiría sobre lo que habría de pasarle, pues era muy consciente de las dificultades que supone aceptar que la aparente derrota es un triunfo y nuestras conclusiones más serias…puro humo.
—ooOoo—
No podemos ser ingenuos al interpretar la afirmación que hace Cristo: Las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia. Por supuesto, eso significa que el poder del mal no podrá interrumpir la tarea salvífica de la Iglesia, pero eso no quiere decir que esa obra se vea libre de todo tipo de corrupciones, escándalos y dificultades externas e internas.
La Primera Lectura es un ejemplo de cómo la Providencia va cuidando del pueblo elegido incluso antes de la fundación de la Iglesia. Ezequías, que fue un rey honesto y fiel, eligió como primer ministro a Eliacín, de quien escuchamos que fue puesto “como un clavo en sitio firme”. Se suponía que su conducta sería más digna que la de su perverso antecesor Sobná, pero, si seguimos unas líneas más delante de esta Primera Lectura, nos encontramos con un desastroso final:
“En ese día, cederá el clavo que estaba clavado firmemente en su lugar; será arrancado y se caerá, y todas las cosas que de él estaban colgadas, se romperán.” Lo afirma el Señor todopoderoso (Is 22: 25).
Así ocurrió, pues Eliacín cayó en el más vergonzoso y mezquino nepotismo. Es muy difícil para quien tiene poder –dentro y fuera de la Iglesia- evitar la corrupción, a la cual se ve abocado por la propia ambición y por la codicia y hambre de poder de quienes le rodean.
Pero esta triste realidad hace aún más admirable comprobar cómo, a pesar de todo, las puertas del infierno no prevalecen, mientras que los imperios y las ideologías que les acompañan acaban tarde o temprano… y generalmente de forma lamentable.
No nos quedemos solamente en una constatación a nivel global e histórico, sino más bien pensemos en nuestra propia fragilidad y cómo es muy fácil pasar del testimonio al escándalo, si no sentimos de verdad lo que repetimos en la Eucaristía: Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia.
Ojalá que hoy quede grabado en nuestros corazones el mensaje del Salmo (137):
El Señor es sublime, se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.
—ooOoo—
Dice el relato evangélico que Jesús prohibió estrictamente a los apóstoles proclamar que Él era el Mesías. La razón es que, en esos momentos, cuando aún no le había visto sufrir la Pasión y ser crucificado, la gente pensaría que era el Mesías que ellos habían soñado, el rey libertador que acabase con la opresión romana. Eso habría eclipsado su auténtico mensaje salvador.
¿Crees que tú y yo somos diferentes del apasionado Pedro? Con seguridad, nos hemos hecho una imagen de Cristo “a nuestra medida”, es decir, que cubra nuestras expectativas, no necesariamente negativas, pero siempre demasiado terrenales. Como dijo el Maestro a Pedro: Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres (Mt 16: 23). Algunas de esas formas bienintencionadas y limitadas de ver a Cristo son:
- Alguien que me guiará para cambiar el mundo.
- Uno que me consolará en mis muchas tristezas y desgracias.
- Mi refugio, el único ser que puedo amar, pues el mundo es cruel y terrible.
- Un maestro que explica la realidad, los secretos de la creación, del ser humano.
Desde luego, todas estas perspectivas han de ser mejoradas, purificadas.
No perdamos de vista que el texto evangélico nos dice hoy que Pedro fue instruido no por la carne ni la sangre, sino por Dios mismo. No es que Pedro “acertase la respuesta correcta”. Es conmovedor comprobar cómo Cristo reconoce la obra del Espíritu Santo en sus discípulos, imperfectos, asustados y algunos bastante ignorantes. Para nosotros es una confirmación de que hemos de compartir nuestra experiencia espiritual con sinceridad, sin adornos, ni ocultaciones, muy en particular como nuestro padre Fundador nos ha enseñado en el Examen de Perfección.
La Segunda Lectura es un himno exaltado a la sabiduría divina y una verdadera confesión de Pablo, reconociendo que los caminos de Dios son misteriosos, pero nuestra razón no puede encontrar un atajo diferente para unirnos a Él. Somos realmente impotentes ante sus designios.
Tal vez por eso, nuestro padre Fundador nos ha enseñado a comprender cómo la Purificación no sólo tiene una dimensión ascética (de mis intenciones, mis tendencias, mis pasiones…) sino también un carácter místico, donde el Espíritu Santo modifica mi forma de unirme con las Personas Divinas. Así, la Purificación del Espíritu no significa separar el bien del mal, sino una preparación eficaz, retirar lo que sobra para una unión profunda (no sólo sentimental, intelectual, pasajera…) que esencialmente es una conciencia filial; dicho de otro modo, una unión con Dios Padre, con Cristo como hermano y con el Espíritu Santo, el amigo, tal como recordaba el Papa Francisco (06 MAY 2013; 14 MAY 2023).
Para ello es preciso ir más allá de una vida moral intachable; necesito que mi sangre sea vertida como la Providencia disponga, que ni amor por los demás atraviese “quebradas oscuras” (Salmo 23), donde no veo inmediatamente ni los frutos ni los gozo. Esta Purificación del Espíritu es dolorosa porque nos revela que ni Dios es como yo creía, ni yo mismo tan fiel como pensaba. Puedo rechazar esta purificación, pero entonces seré sólo un simpatizante de Cristo, no un verdadero discípulo, en cuya pequeñez se ve la luz de Dios.
Notemos que esto ocurre hoy a Pedro: Inspirado, dice quién es realmente Jesús y seguidamente, Jesús le dice a él quién es: Tú eres la Roca para edificar mi Iglesia.
Seguramente, es en los santos fundadores de las diversas familias religiosas donde más claramente se aprecia la acogida, la aceptación de esta purificación, pues su intención original no era “crear algo nuevo para la Iglesia”, sino vivir una forma de intimidad con Dios, tal como ellos pensaban que era más perfecta.
Un hombre llamado Miguel iba cada día a visitar a Carmela, su esposa, a la residencia de personas con demencia senil. Ella padecía Alzheimer y cada día Miguel le explicaba que era su esposo, le hablaba de sus hijos y nietos y ella escuchaba con sorpresa y sonriendo satisfecha, Le daba de comer y tras besarla se despedía hasta el día siguiente, para repetir de nuevo, pacientemente, la misma ceremonia.
Los amigos de Miguel le preguntaban por qué hacía esto día si tras día, si ella nunca más podría saber quién era. Él respondía: Pero yo sí sé quién soy.
En realidad, nuestra verdadera y más íntima identidad viene dada por la forma en que tratamos a los demás. Posiblemente Miguel nunca había pensado que ésta sería su relación definitiva con su amada, pero había aceptado con cariño y compasión lo que ahora significaba ser esposo de Carmela.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente