Evangelio según San Marcos 4,35-41:
Un día, al atardecer, Jesús dijo a los discípulos: «Pasemos a la otra orilla». Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con Él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».
Hacia la otra orilla
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 23 de Junio, 2024 | XII Domingo del Tiempo Ordinario
Job 38: 1.8-11; 2Cor 5: 14-17; Mc 4: 35-41
Las tempestades como la que hoy habla el Evangelio no eran diarias, pero sí frecuentes. El lago de Galilea era famoso por sus tormentas. Surgían literalmente de la nada, con una brusquedad aterradora. Un escritor las describe así:
No es raro ver terribles borrascas lanzarse, incluso cuando el cielo está perfectamente despejado, sobre estas aguas que de ordinario son tan tranquilas. Los numerosos barrancos que se abren al nordeste y al este sobre la parte superior del lago funcionan como peligrosos desfiladeros en los que los vientos procedentes de las alturas de Haurán, de las mesetas de Traconítide y de la cumbre del monte Hermón son atrapados y comprimidos de tal modo que, precipitándose con tremenda fuerza a través de un estrecho espacio y siendo liberados de repente, agitan el pequeño lago de Genesaret de la forma más espantosa.
Surgen muchas preguntas inquietantes:
– ¿Por qué invita Jesús a sus discípulos a esa travesía si, siendo capaz de dominarla, se supone que también podía prever la tormenta? Ya el viaje suponía un reto, pues se dirigían a una tierra hostil, territorio de los gentiles.
– ¿Por qué el Maestro permite que se vean sometidos a esa prueba? Y, todavía más importante para nosotros ¿por qué parece que no tiene ningún papel en tantos sufrimientos de la humanidad y por eso tantas personas piensan que la fe religiosa es –cuando menos- irrelevante?
– En particular, ¿por qué parece ajeno al sufrimiento de esos pescadores, si físicamente estaba en medio de ellos?
Esto explica por qué hay tantas personas que, teórica o prácticamente, son deístas, es decir, que no niegan la existencia de un Dios creador, pero dudan que tenga alguna intervención en nuestras vidas y mucho menos en las situaciones de angustia.
No sólo se presenta esa situación en personas bienintencionadas que afirman no tener experiencia personal de Dios. También muchos de nosotros (¿todos?), que nos proclamamos seguidores de Jesús, o incluso públicamente consagrados a Él, vivimos momentos en los que no parecemos creer ni confiar en la permanente intervención divina, en ese Espíritu Santo que trabaja sin cesar y cuyo nombre original, como recordaba el Papa hace unos días, es Ruaj, es decir, viento. Una coincidencia significativa con el carácter impetuoso viento imparable, arrollador e indomable del Evangelio de hoy. Este carácter indomable también se refiere a la vanidad de nuestros esfuerzos para comprenderlo totalmente, para encerrarlo en definiciones o conceptos.
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Sabemos bien, como dice hoy Cristo, que lo opuesto a la fe es el miedo, y el miedo nos lleva a ser agresivos, o al desánimo… o al menos a una mediocridad lamentable. Podemos mencionar muchos tipos de dificultades, físicas, morales o incluso intelectuales, que afrontamos con miedo, aunque las más delicadas son las de la convivencia.
Los malentendidos surgen muy rápidamente en las tormentas de la vida. Eso es precisamente lo que les ocurre a los discípulos que, en medio de su ansiedad, preguntan agresiva y bruscamente: Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
Cuando nos sentimos azotados y amenazados, difícilmente estaremos atentos a ser oyentes reflexivos y atentos de los demás. Eso les pasaba a los discípulos aquel día, en el que – recordemos- habían tenido que atender a una “gran multitud”, que a duras penas comprendía las palabras del Maestro, lo cual debió ser extenuante para todos.
Pero también podemos aprender a navegar y gestionar en los malentendidos. Si practicamos la escucha atenta, si hacemos preguntas abiertas y honestas en lugar de lanzar rápidamente acusaciones, y si confiamos en que el deseo de perfección de todo ser humano está presente, aunque herido, incluso en esas horas de tormenta, entonces todos recibiremos la gracia de calmar más de una tormenta. Eso hizo Cristo no sólo con las olas, sino con los discípulos, invitándoles a reflexionar y a discernir sobre su propio estado: ¿Por qué están con tanto miedo? A ellos les parecía evidente, pero el Maestro les invita a ir más lejos de lo que su experiencia con las tormentas les había enseñado.
El caso de Job, en la Primera Lectura, es un ejemplo perfecto de cómo afrontar los malentendidos y las críticas. En la historia de ese hombre de Dios, leemos en 37 Capítulos cómo Job suplica una respuesta divina ante su desgracia, después de perder su familia, su salud y su fortuna. Sus amigos interpretan las desgracias que le ocurren como algo merecido por él y su esposa le anima a maldecir a Dios y a suicidarse.
Benedicto XVI recordaba que San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia posterior al Concilio de Nicea con una batalla naval nocturna en la que nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Pero también recordaba cómo, cuando un enorme árbol cae en el bosque, hace un gran estrépito y, sin embargo, cuando todo un bosque va creciendo, lo hace en silencio.
Puede que la persona verdaderamente fiel se encuentre, como Job, en medio de una enorme turbación, pero al mismo tiempo se hace instrumento para que la presencia divina sea evidente a su prójimo. Recordemos cómo Yahveh se manifiesta a los incrédulos amigos de Job (Job 42: 8): Mi siervo Job intercederá por ustedes, yo le haré caso y no los trataré como merece su insolencia, por no haber hablado de mí como hay que hablar, al contrario de como lo ha hecho mi siervo Job.
El silencio de Dios no debe interpretarse como su negativa a responder, ni indica que se desinterese de nuestros asuntos. El silencio mismo es una respuesta. Dios, en Su infinita sabiduría, se revela tanto en la palabra como en el silencio. Ambos sirven a su propósito. Tanto el silencio como la revelación nos llevan a un punto de decisión, ofreciéndonos una fe que va más allá de lo superficial, una relación más profunda con Dios, una comprensión más amplia de quién es Él. En su silencio llegamos a descubrir que la verdadera alegría y la auténtica paz no son la ausencia de dolor, sino la presencia de Dios.
Al aceptar su silencio, reconocemos humildemente que, en esta vida, Dios nunca revela plenamente todas las respuestas a nuestras preguntas. Nuestra comprensión permanecerá siempre como en el crepúsculo, entre la plena iluminación de la comprensión y la oscuridad de la completa ignorancia. Puede que sepamos lo suficiente para ver, pero no lo suficiente para comprender su profundidad. Él nos ha dado lo suficiente para la siguiente etapa de nuestro viaje, y nos permite ansiar más. Con ese misterio, con ese anhelo, hay una lección que aprender, como hicieron Job y los discípulos de la barca. Hay que confiar en el paso inmediato que Dios nos propone. Esto nos ayudará a afrontar lo que nos espera.
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Pero no debemos limitarnos hoy a pensar en los momentos de dificultad, en nuestras tormentas. Dios no se hace presente simplemente iluminándonos para comprender algunas cosas o dando salida a algunas situaciones complicadas (no todas, ni mucho menos). La presencia de Dios es particularmente clara cuando nos reunimos en su nombre; debemos estar atentos, porque esa es su decisión y puede darse la paradoja de encontrarnos pidiendo su presencia y, cuando decide manifestarse… no le hacemos caso. Esto es importante, porque no se limita a mi propia paz personal, sino a esa paz de Cristo que se transmite a los demás a través de dos formas de testimonio: cómo vivo la misericordia y cómo navego a través de las penalidades, los malentendidos y la oposición.
Los historiadores han descubierto muchas veces en castillos y fortalezas que estaban construidos sobre profundos manantiales que protegían de forma esencial el suministro de agua, asegurándolo en tiempos de asedio. Un canal que trajera el suministro de agua desde el exterior podía ser cortado o controlado por el enemigo. Pero no podrían cerrar el manantial interior. En Cristo, estando Él dentro de nosotros, nuestros corazones se abastecen maravillosamente de una paz eterna, no como la que puede dar el mundo; esa paz mundana depende de las condiciones circundantes, y en tiempos de angustia se agota, pero la paz divina llega a nosotros como un íntimo manantial personal.
En los momentos que nos parecen felices y de tranquilidad, cuando todo o casi todo parece ir bien y nos sentimos en control de nuestra vida, no podemos olvidar que estamos en una travesía, en una peregrinación en la que no faltan las sorpresas y las tormentas. Pueden llegar un minuto después de las experiencias más gratas.
Cristo habita en todos y cada uno de nosotros porque somos templos del Espíritu Santo. En tiempos de angustia, quiere que tengamos fe en Él. Ordena a las olas y a los vientos de nuestros problemas que se calmen y se aquieten. No sólo fue capaz de hacer esto en Genesaret, sino que seguirá haciéndolo, porque como dice la carta a los Hebreos, Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Vienen a la mente las palabras de Cristo: Mi Padre está siempre trabajando (Jn5: 17). Son palabras pronunciadas por Jesús en el transcurso de una discusión con algunos religiosos legalistas, que no querían reconocer que Dios podía actuar incluso en sábado.
Nuestro padre Fundador nos ha transmitido claramente la forma de comprender y de afrontar estas tormentas de nuestra vida. Se trata de descubrir la voluntad divina, lo que espera de mi cuando las dificultades parecen demasiado asfixiantes o la purificación que nos envía nos resulta penosa.
Nos dice que el estado gozoso de la Beatitud y el dolor de la Estigmatización van unidos. La primera se refiere a sentir continuamente el soplo del Espíritu, a notar que nuestra frágil barca debe sortear muchos escollos, que nos hacen temblar, pero más allá de ese temblor y el dolor que produce, está la seguridad de que el Espíritu Santo es el viento que nos lleva: Él sabe qué hacer con nuestros desvelos. Como dice San Pedro, fruto de sus vivencias: Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo, echando toda su ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de ustedes (1Pe 5: 6-7). Así hizo Pablo, suplicando “tres veces” ser liberado de la espina que le atormentaba. No sabemos qué pasó en su intimidad, pero está claro que Dios le contagió de su pasión por todos los seres humanos y se convirtió en ejemplo para cualquier apóstol.
Así vemos que, ese dolor emocional y espiritual que a veces nos oprime, sin la presencia del Espíritu, sería devastador y esa presencia, sería estéril si no sirviera para participar –misteriosamente- en las ansias divinas por la salvación de todos.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente