Evangelio según San Lucas 1,39-45:
María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo,
exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?
Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno.
Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
Las misiones imposibles son para dar gloria a Dios
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 22 de Diciembre, 2024 | Domingo IV de Adviento.
Miq 5: 1-4; Heb 10: 5-10; Lc 1: 39-45
Hace unas semanas visitaba nuestra misión de Chiang Mai, segunda ciudad de Tailandia, justo después de las terribles inundaciones que destruyeron casas y pequeños negocios, tomando por sorpresa a todos, pues las lluvias monzónicas comenzaron antes de lo acostumbrado. Todavía el ejército limpiaba algunas zonas y distribuía agua potable. En nuestro camino al centro de la ciudad, me fijé en una niña de siete años que, entre lágrimas, ayudaba a sus padres a retirar el barro de lo que aún quedaba en pie de su casa. Al día siguiente, al volver a pasar por ese lugar, esa misma niña estaba ayudando a sus vecinos a limpiar el barro…y el tercer día, la vi en la casa de enfrente, haciendo lo mismo…
Hoy, cuando el Evangelio nos recuerda la visita de María a su prima Isabel, evoco la imagen de esa niña tailandesa. Sin duda, María era muy joven, pero se puso en camino porque sintió el soplo del Espíritu Santo, el mismo que nos empuja a cada uno de nosotros a hacer el bien… pero Ella era de verdad obediente, por ser Inmaculada. En su vida vemos cómo podemos ser cuando no nos dejamos llevar por la arrogancia y la soberbia de nuestros juicios o el miedo a emprender el camino.
En todos los casos, el Espíritu Santo nos sorprende, superando las expectativas de quien desea hacer el bien y de quien vive mediocremente. Su inspiración es absolutamente libre, imprevisible. Así lo vemos en la Primera Lectura, cuando el profeta Miqueas anuncia un “soberano de Israel” que surgirá de la insignificante población de Belén, nacida de Efratá, una pequeña rama de la tribu de David. Sin duda, todos pensaban que se referían a un poderoso rey, capaz de cambiar la situación desastrosa de Israel, azotado por la corrupción de sus gobernantes y el abuso de todos los que tenían alguna responsabilidad, por no hablar de la deplorable vida moral que, en esa ápoca, 800 años antes de Cristo, había destruido muchas familias y la sociedad completa.
Todo ello, exactamente como vemos hoy, por la locura de querer vivir sin Dios. Así lo denunciaba el Papa Benedicto XVI:
Es el olvido de Dios mismo lo que sumerge a las sociedades humanas en una forma de relativismo que da lugar inevitablemente a la violencia. Cuando se niega la posibilidad de que todos se refieran a una verdad objetiva, el diálogo se hace imposible y la violencia, declarada abiertamente o encubierta, se convierte en la regla de las relaciones humanas (7 DIC 2012).
De nuevo, la Providencia va más allá de lo que pensamos leer en los signos y las profecías, que en realidad anunciaban la llegada de un Rey muy diferente, que no eliminaría el dolor y el mal del mundo, pero mostraría a todos que es siempre posible vivir de otra manera, en presencia de Yahveh, cumpliendo su voluntad y, por esa razón, siendo capaces de caminar con esperanza. Tal vez por eso, el genial San Agustín dijo que la paz es tranquillitas ordinis, es decir, la quietud que se obtiene al ser fiel al orden deseado por Dios.
Sí, Cristo llega con la paz, que podemos sentir en el corazón, a pesar de nuestros pecados y poca fe, a pesar del poder el mal en el mundo. Y, además, esa paz se puede transmitir, no como la frágil y efímera paz que a veces da al mundo. Nos hace capaces de mirar a todo ser humano como hermano nuestro, lo cual no se puede conseguir con tratados, ideologías o controles de personas y naciones. Es un don, como recordamos en cada Eucaristía:
La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden (Jn 14: 27).
Efectivamente; no se trata de una táctica o una organización mejor; ni siquiera de una forma de vida, por muy necesarios que sean esos esfuerzos. La paz no es simplemente algo que construimos, ni un estado o actitud de la persona, como nos diría un psicólogo bienintencionado. Como termina hoy el texto de Miqueas: Él mismo será la paz.
—ooOoo—
Todo lo anterior no son bellas frases teológicas o morales. Cuando falta la paz entre las personas, siempre hay alguien que se ha sentido herido, agredido. A veces recientemente, y en ocasiones hace tiempo; a veces verá mala intención en el prójimo y otras, simple falta de sensibilidad. Pero su reacción será inevitablemente alguna forma de ira o un silencio doloroso. En todo caso, Dios no está presente, sólo el carácter de los protagonistas.
Cuando en una familia o una comunidad hay falta de paz, es frecuentemente escuchar a sus miembros, frases como éstas:
- Nunca me informan de nada.
- No se interesan en mis dificultades de salud y de trabajo.
- He decidido no dar mi opinión; nunca me escuchan.
- Mejor no hablar, así se evitan problemas.
… y otras parecidas. Aunque puedan tener una parte de verdad, lo esencial es que, en esas situaciones, desaparece nuestra mirada a Dios, nuestro entusiasmo por servir a todos, olvidando la primera necesidad de nuestro prójimo: la paz, lo que Cristo entregaba en primer lugar al presentarse ante sus discípulos, sobre todo cuando el miedo les atenazaba, como en el Cenáculo:
Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando reunidos los discípulos a puerta cerrada por temor a los judíos, entró Jesús y poniéndose en medio de ellos, dijo:
¡La paz sea con ustedes!
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron (Jn 20: 19-20).
Suele destacarse, en la visita de María, su disponibilidad para ayudar a Isabel, pero quizás no era lo más importante. No era una experta, aunque comenzaba a sentir los efectos de su propia gestación. Ella comprendió muy bien que la paz empieza con la presencia, por nuestro interés y deseo de acompañar en todos los empeños y anhelos de quien tenemos cerca. Me atrevería a decirlo con unos versos:
No era cosa tan urgente, María.
Además, Isabel tenía al lado
un equipo muy experto de doncellas
dispuestas a ayudarle en su embarazo.
Todo bien en Ain Karim,
sus viñas amables… y ese milagro.
Pero te diste prisa
porque faltaba lo más importante
tu paz silenciosa… y aquel abrazo.
La vida no era fácil ni cómoda para María, que tuvo que sufrir la incomprensión, la huida a Egipto y después contemplar angustiada la Pasión y Muerte de su Hijo. Pero la Providencia, una y otra vez, elige personas sin experiencia, o que no están en el mejor momento de su vida, o pecadores como tú y yo, para hacer visible la gloria del Padre en nuestra pequeñez.
No debemos pensar que esta pequeñez se debe al hecho evidente a que la mayoría de nosotros no somos genios, sino a que nuesta fe es pequeña, nuestra fidelidad incompleta y nuestra oración no es del todo continua. Dios cumple su palabra si nos acercamos a otra persona en su nombre, en nombre de su paz. Esta no es obra nuestra, como recuerda San Pablo a la persona que vive en estado de oración: No se preocupen por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús (Fil 4: 6-7).
Hoy, último domingo de Adviento, es el momento de recordar que Cristo llega con la intención de pedir nuestra cooperación; no está dispuesto a hacer nada en soledad. La respuesta de María es siempre un “Sí” a los planes de Dios. Desde su aceptación a la misión que le comunicó el arcángel Gabriel hasta su diligencia en visitar a Isabel. Aquí estoy, es la respuesta a la continua pregunta divina: ¿Dónde estás? No se trata de pedir mis coordenadas, sino de saber mi disposición a hacer algo en Su nombre, no importa que sea una idea mía, una indicación de un superior o tener que atravesar un estado difícil de salud, de agitación emocional o de incertidumbre.
En el Paraíso, Adán escuchó esa pregunta y se escondió detrás de un árbol. Tenía miedo de estar en presencia de Dios Padre. Por el contrario, Abraham, Moisés, Jeremías y todos los que llamamos santos, responden “Aquí estoy”. Esas fueron las palabras de María, que se declara sierva de Yahveh.
Dios no nos llama por nuestros talentos, no los necesita. Estos son un don que recibimos de Él. Nos necesita a nosotros, a toda nuestra persona, cuando estamos felices y cuando sufrimos. Como recordó Moisés a los israelitas: El Señor sintió afecto por ti y te eligió, aunque no eras el pueblo más numeroso, sino el más insignificante de todos (Deut 7: 7).
Más claramente aún: ¿No es ese el contenido común de todas las Bienaventuranzas?
Eso explica el contenido central de la Segunda Lectura. No representa un cambio en los hábitos litúrgicos ni un desprecio a los ritos, sino la posibilidad de estar continuamente ofreciendo a Dios algo de nuestra frágil existencia: He aquí que vengo para hacer tu voluntad. Los demás propósitos, las otras intenciones, buenas o malas, pueden cambiar, desaparecer o hacerse deseos imposibles, pero sólo el deseo de ser siervo de Dios puede dar dirección y sentido a cada instante. Y su luz se hace visible.
¿Me permiten que lo ilustre con una vieja historia?
Un rey oriental de un país que adoraba al sol, quería construirle un templo. Mandó llamar a tres arquitectos y pidió a cada uno que le entregara un modelo del templo.
Al cabo de muchos días volvieron para presentarle sus modelos. El primero preparó un templo de piedra, bellamente tallado. El rey lo admiró y llamó al segundo. El suyo era de oro puro, y las paredes estaban pulidas y bruñidas hasta que reflejaban el sol por todas partes. El rey quedó encantado, y el arquitecto creyó que había ganado el premio. Pero el tercero trajo su pequeño modelo y, resultó que era todo de cristal, de modo que el sol podía entrar por todas partes y llenarlo espontáneamente con su luz y su gloria.
El rey dijo: ¡Oh! éste es el verdadero templo del sol; éste es su propio y adecuado santuario, que le permite entrar en cada cámara, y no tiene más gloria que su propia luz perfecta.
______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente