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La fe que no desprecia las migajas | Evangelio del 20 de agosto

By 16 agosto, 2023agosto 18th, 2023No Comments


Evangelio según San Mateo 15,21-28:

En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella los alcanzó y se postró ante Él, y le pidió de rodillas: «Señor, socórreme». Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.

La fe que no desprecia las migajas

Luis Casasús, presidente de las misioneras y los misioneros Identes

Roma, 20 de Agosto, 2023 | XX Domingo del Tiempo Ordinario

Is 56: 1.6-7; Rom 11: 13-15.29-32; Mt 15: 21-28

1. Didáctica de la Identidad. Desde luego, aparte del contenido espiritual, la escena del Evangelio de hoy nos presenta a un Maestro extraordinario, capaz de enseñar simultáneamente a sus discípulos, orgullosos de sentirse parte “de la casa de Israel” y a una mujer cananea, es decir, a los ojos de los apóstoles, despreciable, impura e idólatra.

¿Cómo lo hace? Haciéndose voz, por un momento, de lo que sus seguidores estaban pensando: Esta mujer no merece nada, en realidad no tiene la categoría de persona. Es mejor que no moleste al Maestro (más bien… “que no nos moleste a nosotros”). Al escuchar que Jesús llama a esa pobre mujer con el nombre despectivo que los judíos utilizaban, “perra”, los discípulos se tranquilizan y creen que el asunto queda resuelto. Sin embargo, el tono de las palabras de Cristo invita a la mujer a seguir su desesperada súplica; pone su imaginación a trabajar y hace uso de una metáfora doméstica, recordando que los perritos de casa comen algo del pan que cae de la mesa de sus dueños.

La respuesta de Cristo es contundente. Realiza un milagro y además da la razón de por qué lo hace: la fe de esta cananea es realmente grande. Así, ella ve confirmada su fe y los discípulos comprenden que Dios desea que todos crean en Él y se sientan acogidos. O, como decía el Papa Francisco en estos días: en la Iglesia caben todos, todos, todos.

Tanto la afligida madre como los discípulos comprenden algo esencial: su identidad. La identidad va más allá del lugar de nacimiento, la educación recibida o la mayor o menor suerte que hayamos tenido con nuestra familia. Y nosotros, privilegiados como los primeros discípulos, sabemos que nuestra identidad, literalmente, es ser hijos de Dios.

Una historia para niños. Había una vez una joven princesita que nació en un castillo de padres muy cariñosos. Cuando tenía solo dos años, el castillo fue atacado por invasores y sus padres murieron trágicamente. En medio del ataque, una heroica pareja de campesinos rescató a la joven y la cuidó como si fuera su propia hija. Durante los siguientes años, la niña vivió y trabajó como una campesina más, sin saber quién era. Hasta que un día una mujer se le acercó al campo donde trabajaba y le reveló su verdadera identidad.

A partir de ese día, la niña se sintió más segura y confiada. Cuando hablaba, su voz era más clara y decidida. Y abordaba todos los trabajos con mayor confianza. Y sintió una responsabilidad innata de cuidar generosamente de los demás.

Y es que el conocer la propia identidad es una fuerza poderosa. De hecho, la identidad engloba los valores que tenemos, y estos valores (nuestros tesoros) dictan las elecciones que hacemos. Como un buen educador sabe, la formación de la identidad implica tres tareas clave: Descubrir y desarrollar el propio potencial; elegir el propio propósito en la vida; y encontrar oportunidades para ejercer ese potencial y ese propósito.

2. ¿Por qué era “grande” la fe de la mujer cananea? Porque, aunque fuese ignorante e idólatra, aceptó el don de Sabiduría, que alimenta nuestra poca fe, iluminando lo que de verdad es valioso, significativo en nuestra vida. Nos permite ver el propósito, el fin de nuestra vida. Para una madre resulta evidente que nada puede oponerse al cuidado de sus hijos. El marido de la mujer sirio-fenicia no aparece en la narración ¿Estaría trabajando en el campo? ¿Tal vez estaban separados? ¿Sería una pareja ejemplar? ¿Era una mujer honesta? Más importante que todo eso es la prioridad, el hecho claro para esa mujer: lo primero, cuidaré de mi hija.

Cada uno de nosotros tiene diariamente esa auténtica revelación de la Providencia: Aquí tienes la persona –o las personas–  que pongo en tus manos. Sin embargo, nuestra tendencia instintiva nos pide reaccionar como los apóstoles: Esa persona molesta, es un problema en mi vida. Madre Teresa de Calcuta decía que si solo contemplo las multitudes necesitadas…no haría nada. Ella se fijó en unas pocas personas que tenía cerca y así fue capaz de ofrecer su vida y de mover muchas almas a hacer lo mismo.

La mujer cananea, preocupándose y ocupándose de su hija, hizo comprender a los apóstoles que todos, incluidas las personas que no conocen el Evangelio, las antipáticas, egoístas y prepotentes, están llamadas a unirse a Cristo en su sacrificio por el prójimo.

¿Cómo puede decir Jesús que esa mujer tiene fe y además que esa fe es grande? Porque, sin duda, esa madre habría acudido a los médicos y los sacerdotes de su pueblo, habría ofrecido sacrificios a los dioses… todo inútilmente. Pero no deja escapar ninguna ocasión, ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de hacer el bien. Esa es una hermosa y práctica descripción de lo que es la fe. Acude a ese extranjero, a ese Hijo de David, como último recurso para liberar a su hija. Así se cumple lo que había anunciado Jesús: los publicanos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos (Mt 21: 31). La mujer cananea ya entró al arrodillarse frente a Cristo.

Algunos de nosotros conocemos de memoria parte de los Evangelios, pues los hemos escuchado en muchos actos litúrgicos y en la lectura personal. Sin embargo, no ponemos en manos de Cristo nuestras dificultades, lo cual está en el corazón de lo que nuestro fundador llama Espíritu Evangélico, como esta mujer cananea que no dice a Cristo “lo que tiene que hacer”, sino que pide su auxilio, confiesa su impotencia para ayudar a quien ama. Basta un pequeño mensaje: Señor, socórreme. Tampoco imitamos a Pedro, que, hundiéndose en las aguas, dice otra oración igual de breve: ¡Sálvame, Señor! (Mt 14: 30). La abnegación de esta cananea, si se me permite la comparación, es aún mayor que la de Pedro, pues su vida y su fama poco le importan, busca solo el bien de su pequeña.

Hace seis años falleció una querida hermana nuestra, Isabel Royo, misionera Idente en Puebla, México. Recuerdo que, visitándola, me atreví a pedirle ofrecer su dolor por una joven pareja que tenía serias dificultades y estaba al borde de la separación. Así lo hizo, durante las semanas que tenía de vida. Hace unos días, por primera vez, recibí un mensaje de esa pareja, expresando su gratitud por nuestra oración y por la ofrenda de Isabel. Es un ejemplo conmovedor de cómo Dios utiliza nuestra debilidad, incluso durante nuestra agonía, para manifestar su misericordia.

3. Llorar, reír, sentir con el otro.

Es fácil hablar de la caridad, del vínculo, del amor cristiano. Pero a veces lo contemplamos como algo realmente imposible de vivir, pues los obstáculos son innumerables. Casi siempre entendemos la caridad como alguna obra buena que podemos hacer de vez en cuando; o un conjunto de líneas rojas que no podemos traspasar al tratar al prójimo.

En el relato evangélico de hoy, vemos varias formas de amar. En primer lugar, los discípulos, que habían sido generosos y habían abandonado muchas cosas para seguir a Cristo. En segundo lugar, la madre cananea, que no le importa dejar de lado su fama, incluso la posible venganza de las poderosas deidades, Baal y Astarté, por haber recurrido a un maestro extranjero. Finalmente, por supuesto, está el amor de Cristo, que ciertamente se puede llamar vínculo, pues es capaz de unir a todos, como anuncia el profeta Elías en la Primera Lectura: Mi templo será la casa de oración para todos los pueblos.

¿Cómo podemos llegar a imitar a Cristo en SU forma de amar? Una respuesta muy condensada es: con la oración. Pero en esa oración tenemos que poner a los pies de Cristo todo lo que se nos ha dado para ser capaces de amar. Uno de esos instrumentos es la empatía, el buscar ponerse “en los zapatos del otro”, en intentar comprender su perspectiva. Eso es difícil, porque nos exige dejar de prestar atención a nuestra perspectiva personal, que siempre estará marcada por el miedo, el cansancio, la incertidumbre y –¡cómo no!- nuestras pasiones. Los discípulos, en la escena de hoy, estaban demasiado preocupados por SU tarea, por SU papel, para ser sensibles al dolor de la mujer cananea.

¿Qué hay detrás de las prisas, del enfado, de la terquedad, de la arrogancia, de la pereza, de la codicia de mi prójimo? Y también ¿Qué hay detrás de su amabilidad, de su compasión, de su ternura, de su afecto bien o mal gestionado?

Quizás los momentos de distracción en nuestra oración podrían llenarse de esas preguntas, hechas delante de Jesucristo. Seguro que el Espíritu Santo responde haciendo de ese esfuerzo natural algo en verdad celeste.

Para que cada uno de nosotros reflexione en su caso personal, en cómo nos cuesta vivir esa empatía, que el Espíritu Santo va transformando en auténtica caridad, permitan que termine con una historia sencilla.

Una familia de cinco miembros estaba disfrutando de un día soleado en la playa. Los niños jugaban en el mar y hacían castillos de arena cuando, a lo lejos, apareció una ancianita. Su pelo canoso ondeaba al viento y sus ropas estaban sucias y harapientas. Murmuraba algo para sí misma mientras recogía cosas de la playa y las metía en una bolsa.

Los padres llamaron a los niños a su lado y les dijeron que se mantuvieran alejados de la viejita. Al pasar, agachándose de vez en cuando para recoger algo, sonrió a la familia. Pero su saludo no fue correspondido.

Un par de semanas después, la familia se enteró de que aquella anciana era una maestra jubilada que se había dedicado toda su vida a recoger trozos de vidrio de la playa para que los niños no se cortaran los pies. Y mientras recogía los cristales rotos, rezaba por las personas que los habían tirado, aunque no sabía quiénes eran.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis Casasús

Presidente