Evangelio según San Marcos 14,12-16.22-26:
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.
Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios».
Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Autopista al cielo
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 02 de Junio, 2024 | Corpus Christi
Éx 24: 3-8; Heb 9: 11-15; Mc 14:12-16.22-26
En el Evangelio de hoy, Cristo ofrece el mayor signo de amor a sus discípulos, invitándoles a comer su cuerpo y a beber su sangre. Desde luego, no pedía ser comido como si sus seguidores fuesen antropófagos Entonces ¿era algo simplemente simbólico? ¿tal vez una forma poética de hablar?
Nada de eso; es un pacto, una alianza que, en pocas palabras, significa: Si hacen este gesto sencillo en memoria mía, yo responderé permaneciendo con ustedes. Su intención esencial NO es que los discípulos comprendan este gesto, sino que lo practiquen. Eso explica por qué no da mayores explicaciones a los que le dicen que “eso es demasiado duro” y, aún más, invita a los discípulos a marcharse si esto les parece inadecuado o sin sentido.
En este sentido, la respuesta de Pedro es inspirada, genial e inteligentísima, pues, aún sin comprender todo, entiende que Cristo es la única posibilidad de una vida en plenitud y en libertad: Señor adónde iremos, solo tú tienes palabras de vida eterna.
Como tantos asuntos en el seguimiento de Cristo, se trata de un problema de fe. Creemos en Él hasta cierto punto. Cuando su propuesta choca con mi pequeña experiencia o mi opinión de lo que es verdaderamente valioso… o bien se acaba mi obediencia o me limito a un cumplimiento falto de pasión, como los cristianos que reciben la Eucaristía y vuelvan a su banco a contemplar las orejas de quien está sentado delante de ellos. Esta falta de fe produce una auténtica disonancia unitiva: nos unimos de forma incompleta, superficial a Cristo Sacramentado. Realmente, no es la misma formar de actuar ni la misma atención que tenemos con un amigo que llega a visitarnos en casa.
No faltan casos opuestos, de quienes aprovechan para tener con Cristo un diálogo “de corazón a corazón”, como ha dicho el Papa Francisco. Se trata de compartir, especialmente en esos momentos, las mayores preocupaciones, los sentimientos que tiene Dios, como realidad trinitaria y familiar. Este diálogo tiene siempre consecuencias que cambian nuestra vida. Normalmente, de forma íntima y secreta, pero a veces Dios decide que sea con signos visibles para todos, con lo cual todos podemos sentirnos confirmados con la promesa de Cristo de acompañarnos hasta el fin de los tiempos.
Este fue el caso de Marthe Robin. Ella nació en Francia en 1902, a los 2 años, sufrió una grave enfermedad y a los 28 quedó completamente paralítica. Pero su fe en Dios, su devoción a la Santísima Madre, era tan fuerte como siempre. Su dolencia nunca afectó a su fe. Sin embargo, a los 28 años ya no podía comer ni beber a causa de su enfermedad. Su único sustento era la hostia consagrada, la Sagrada Eucaristía. Y así sería su vida durante 51 años, sin comida, sin agua; sólo la hostia consagrada. En noviembre de 2014, el Papa Francisco declaró a Marthe «venerable«, a un paso de la proclamación de su santidad, manifestada en sus esfuerzos por ayudar a la familia en medio de su extrema debilidad, recibir numerosas personas para confortarlas y su intervención en la fundación de una familia religiosa, hoy extendida en el mundo.
Éste es sólo un ejemplo. Hay muchos más, de milagros en todo el mundo, que nos dicen que esta hostia consagrada, presente en todas las iglesias católicas del mundo, es la presencia real de Jesús. En palabras del jovencísimo beato Carlo Acutis (1991-2006), que será canonizado en breve, la Eucaristía es verdaderamente nuestra autopista al cielo.
Pero lo más importante son los milagros íntimos que la Eucaristía sigue y seguirá produciendo. La iniciativa de entregar su Cuerpo y su Sangre es de Dios, pero también lo es la decisión sobre cómo y cuándo somos transformados por este alimento. Muchos de nosotros no somos plenamente conscientes de los efectos de este sacramento, seguramente porque tenemos prejuicios o expectativas- casi supersticiosas- de cómo debería actuar la gracia.
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No es lo mismo encontrar un tesoro que recibirlo de una persona. No es lo mismo alegrarse con el hallazgo que poder dar las gracias y corresponder a quien nos da un regalo.
Un experimentado cazador de una tribu africana cazó dos pavos salvajes. De camino a casa tuvo la impresión que le seguían; se volvió y vio a un muchacho delgado y hambriento que le caminaba tras él con las manos extendidas. El cazador se conmovió y dejó las aves en el suelo y le hizo un gesto al joven para que las cogiera. A pesar de su hambre, el muchacho se mantuvo a distancia de los pájaros. No quería recogerlos. Sólo cuando el cazador se los puso en las manos, el muchacho los recibió.
La Eucaristía después de la consagración no se queda en el altar, Cristo necesita ser recibido por nosotros con toda reverencia, escuchando su llamada sobre nosotros, la forma única en que quiere nuestra cooperación. Debemos convertirnos en lo que recibimos para que Cristo pueda venir a nuestro mundo. Tomen y coman, éste es mi cuerpo entregado por ustedes. Ésta es mi sangre derramada por ustedes. El pacto se sella cuando le recibimos con fe para que nos capacite para arriesgar nuestra vida por los demás y encontrar expresión en nuestro pacto mutuo.
En la Eucaristía, Jesús viene para estar con nosotros, para caminar con nosotros. Pero quiere que recibamos el don de su palabra y digamos: Haremos lo que nos pides. Así se hace claro, incluso para nosotros, lo que significa acercarse a la Eucaristía: no se trata de un encuentro devocional con Jesús, sino de la decisión de ser como Él en todo momento, pan partido a disposición de los hermanos, búsqueda continua de cómo entregar la sangre, que es nuestra vida, por el bien del prójimo.
Cuando estaba en la escuela primaria y había algún conflicto “serio” entre dos compañeros, por ejemplo, si un gol había sido válido o no en un partido de fútbol del recreo, se formaba un círculo y los dos interesados comenzaban a pelear. La regla no escrita no permitía usar más instrumentos que los puños y el caso se cerraba cuando uno de los dos comenzaba a sangrar por la nariz. La sangre marcaba el fin del conflicto. Normalmente, se veía poco después a los dos contendientes jugando y corriendo juntos. No estoy seguro que sea un ejemplo antropológico relevante, pero ilustra la importancia universal de la sangre, el valor que todos le damos, en todas las culturas, en todos los tiempos.
También algunos pueblos semíticos y otras culturas sellaban sus pactos con sangre. Se sacrificaba un animal y, al derramarse la sangre, equivalía a decir: que suceda esto al que no cumpla este pacto.
La Comunión sacramental es el momento de asumir la voluntad del Padre, (por eso recitamos el Padre Nuestro) un momento para ponernos en paz unos con otros, y luego acercarnos a la Eucaristía para recibir a Jesús como Señor en nuestros corazones mientras haciendo de nuestras manos un trono para recibirle y luego comer y beber en fe. Es un banquete sacramental en la que se recibe verdaderamente a Cristo, que ahora quiere actuar en nosotros para el prójimo.
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En la Primera Lectura, el variopinto grupo de esclavos judíos que habían sido liberados, puestos en libertad del yugo de la esclavitud por Dios, llegó al monte Sinaí, donde Moisés recibió y leyó en voz alta los Diez Mandamientos. Moisés promulgó entonces un pacto entre el pueblo y su Dios; un Dios que había prometido: Yo seré tu Dios y ustedes serán mi pueblo. Se erigió un altar, se sacrificó un animal, y Moisés recogió la sangre del animal en un cuenco y roció la mitad sobre el altar y la otra mitad sobre el pueblo, después de que éste aceptara observar todos los mandamientos.
Sabían que Dios había tomado la iniciativa. En el pacto del Sinaí, Dios prometió al pueblo estar siempre con él y cuidar de él como de su propio pueblo, guiando su futuro, siempre que cumpliera fielmente el pacto, viviera en el amor y cuidara de los pobres.
Dios siempre sería fiel, aunque su pueblo se apartara del cumplimiento de la alianza. Hoy en día oímos hablar de personas que hacen un “acuerdo prenupcial”. Pero eso no es un pacto, sino un contrato, que prácticamente dice: «Si no cumples los términos de nuestro acuerdo, entonces se acabó y yo me iré. Y me aseguro de lo que es mío antes de empezar». Esa es la lógica de la justicia y de los contratos de este mundo.
Pero un pacto significa poner mi vida en juego por la del otro. Si necesitas mi sangre para una transfusión ¡es tuya! Es un compromiso de amor mutuo, pues cada uno elige al otro y promete serle fiel en los buenos y en los malos momentos, en la salud y en la enfermedad, hasta que les separe la muerte. Por eso los matrimonios se celebran con pleno sentido durante Misa. Porque durante la celebración eucarística vemos a Jesús entregándonos todo su ser, su cuerpo y su sangre. La nueva alianza se hizo realidad en la Sangre de Cristo. La noche antes de su muerte, Jesús dijo: Ésta es mi sangre de la alianza que se derrama por muchos. Puso toda su vida en el altar.
San Juan María Vianney lo dijo muy acertadamente: No hay nada tan grande como la Eucaristía. Si Dios tuviera algo más precioso… nos lo habría dado. Sólo la Eucaristía tiene la capacidad de unirnos, sostenernos, fortalecernos y orientarnos adecuadamente, no sólo en el camino de esta vida, sino en el camino hacia la vida eterna. Sabiendo esto, cuando la vida se hace áspera, inquietante y difícil, podemos confiar y aferrarnos a este don que tenemos en la presencia real de Cristo. Este encuentro real con Dios celebra el amor incondicional de Dios por nosotros y nos fundamenta en la verdad de lo que somos de un modo que nada más podría hacer.
No olvidemos cómo Cristo, al instituir la Eucaristía, declara el propósito y la finalidad de este nuevo y definitivo sacrificio: derramar su sangre en favor de todos, para el perdón de los pecados.
Por eso el Evangelio dice que, en el momento de la muerte de Jesús en la cruz, la cortina que cerraba el santuario del templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mc 15: 38). La barrera, erigida por el pecado, que separaba a los hombres de Dios fue derribada para siempre.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente