Evangelio según San Juan 20,19-23:
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Truenos, vendavales y suspiros
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 19 de Mayo, 2024 | Domingo de Pentecostés
Hechos 2: 1-11; 1Cor 12: 3b-7.12-13; Jn 20: 19-23
En cierta ocasión, un médico preguntó a un sacerdote por qué predicaba la existencia del Espíritu Santo y hablaba de su acción en nosotros. El médico le dijo: ¿Ve usted alguna vez al Espíritu Santo? ¿Oye usted alguna vez al Espíritu Santo? El sacerdote respondió: No.
El médico continuó: ¿Alguna vez ha sentido el sabor del Espíritu Santo? ¿O en alguna ocasión ha sentido su aroma? A todas estas preguntas, el médico recibió un No. Pero cuando el médico preguntó: ¿Alguna vez siente el Espíritu Santo? El sacerdote respondió: Sí, desde luego.
Bueno -dijo el médico- hay cuatro de los cinco sentidos contra uno, padre. Así que dudo que exista el Espíritu Santo.
Entonces fue el turno del sacerdote de preguntar. Usted es doctor en medicina, lo suyo es tratar los dolores. ¿Ha visto, oído, probado u olido alguna vez un dolor? No, respondió el médico. ¿Sintió usted el dolor?, continuó el sacerdote. Sí, lo he sentido, respondió el médico.
Hay cuatro sentidos contra usted. Sin embargo, usted sabe y yo sé que hay dolor. Por la misma prueba, creo que el Espíritu Santo existe, concluyó el sacerdote.
La historia es ilustrativa, pero no es suficiente para nosotros. No basta creer que el Espíritu Santo existe. Se trata, como dice ese sacerdote, de sentirlo, de reconocer en mi vida su compañía y su acción permanente, anunciada por Cristo. Y ¿cómo podemos sentir su actividad en nosotros? Tal vez la forma más sencilla de entenderlo es observar que trata de llamar nuestra atención, lo cual es una forma de respetar nuestra libertad y a la vez de ayudarnos y orientarnos en la complejidad y confusión de esta vida.
Los expertos en publicidad y marketing saben bastante de la importancia de la atención, porque se trata de competir con muchos mensajes utilizando una frase, una imagen, o una idea clave, para lograr que un potencial cliente se incline a lo que están anunciando. La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) llegó a decir que la atención es la más rara y la más pura forma de generosidad. Y concluyó que la atención, llevada a su máximo grado es, precisamente, la oración. Vale la pena pensarlo.
En la Primera Lectura vemos cómo viento impetuoso que invadió la sala donde estaban los discípulos, capturó su atención. Después, las lenguas de fuego sirvieron para hacer perceptible la presencia del Espíritu Santo en cada uno de los discípulos, no de forma general o colectiva. Logró captar su atención y, entre los sentimientos de duda, de miedo, de nostalgia… eligieron la fidelidad a la misión que Cristo les confió. Parece que el Espíritu Santo lo hizo muy bien…
Y no olvidemos que también actuó sobre todos los peregrinos que estaban escuchando. El Espíritu Santo no es exclusivo de los religiosos o de los cristianos, lo cual no es una mera proposición teológica, es más bien una responsabilidad para el apóstol, consciente de que la santidad es una vocación universal, y que, por ejemplo, una joven de Nazaret que llamamos Santísima, no estaba siquiera bautizada. La Segunda Lectura de hoy es una seria llamada a no olvidar esta verdad.
Dice nuestro padre Fundador que el Espíritu nos inclina con suavidad a los pensamientos y a los deseos que son verdaderamente divinos. Por eso oyeron hablar de las grandezas de Dios cada uno en su propia lengua. Esto no es una simple observación “filológica”, ni un prodigio destinado a llamar la atención; lo importante es que cada uno de los peregrinos pudo comprender sin dificultad la voluntad de Dios, sin que su cultura, sus ideas y planes sobre la fiesta que celebraban fuera un obstáculo.
Todo esto recuerda a lo que el Libro del Éxodo relata, cuando los israelitas se reunieron en el monte Sinaí y Moisés recibió la Ley directamente de Dios. De hecho, Pentecostés, o para los judíos, la Fiesta de las Semanas, conmemoraba este acontecimiento. En este monte, los israelitas oyeron el retumbar de los truenos y vieron las nubes que cubrían la cima de esa montaña sagrada. Entonces Dios pronunció su ley, plasmada en las tablas de los mandamientos. Pero en lugar de oír truenos y ver una teofanía nubosa o de oír a Dios decir su Ley, los apóstoles y los primeros cristianos oyeron, vieron y hablaron lo que era claramente la manifestación del Espíritu Santo, cuya ley estaba ahora escrita en sus corazones, ya no en piedra.
Ahora nos toca a ti y a mi ¿Cuál es mi sensibilidad -y primero mi atención- a la voz del Espíritu Santo? La Segunda Lectura nos recuerda que nadie puede decir: “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo. Lejos de ser una afirmación para teólogos profesionales, significa que el Espíritu ilumina continuamente la respuesta que Cristo daría si estuviera en mi lugar, en mi situación de este momento.
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Cristo confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Pero esto no significa SOLO dar la absolución en el Sacramento de la Penitencia o Reconciliación. Lo que Cristo otorga a TODOS sus discípulos es el poder de vencer toda forma de pecado en el mundo. No está diciendo que el confesor, en el Sacramento, evalúa si perdonar o no el pecado. Éste queda perdonado, pero puede que no sea destruido, pues para ello se requiere del asceta es la disposición a escuchar la voz del Espíritu Santo que, no podemos cansarnos de repetirlo, es suave, continua y clara.
Sería ingenuo y nada realista pensar que se puede lograr un paraíso en la tierra, que se puede eliminar el mal, la violencia, cualquier tipo de abuso o apego ¿Dónde está entonces el poder que Cristo ha dado a sus seguidores? En que pueden ser testigos, prueba viviente de que el amor más generoso es siempre posible y va más allá del mal que nos rodea, de la muerte, más allá de mi propia insensibilidad y falta de gratitud.
Contaré una pequeña experiencia que compartí en nuestra parroquia de Roma.
Cuando éramos niños, mi hermano y yo solíamos escalar el muro que separaba nuestro pequeño jardín del de una vecina anciana que vivía sola. Con gran entusiasmo y sin decir nada a nuestros padres, robábamos algún racimo de uvas que estaba cerca del muro. Cuando, años más tarde, volví a casa de mis padres, la vecina ya había fallecido y mi madre me contó que la pobre ponía todos los días un racimo de uvas en el muro de la valla para nosotros… y le daba mucha pena si no las “robábamos”. Esta noticia me hizo no olvidar nunca a aquella mujer, su forma silenciosa y desprendida de amar.
Y también me recuerda hasta hoy que las personas que aman de verdad dan algo de su vida, como nos muestran las manos y el costado de Jesús.
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Como ocurrió en Babel, ocurre hoy. Lo normal es que los seres humanos, aunque tengamos un proyecto común, aunque compartamos la misma fe y las mejores intenciones, somos capaces de separarnos de muchas maneras. Desde los cismas en la Iglesia, o las escisiones en los partidos políticos, hasta la separación de una pareja que un día se amó, o las barreras de silencio y rencor entre dos personas de la misma parroquia o comunidad religiosa.
En aquella historia de la torre, en respuesta a la arrogancia humana, Dios confundió las lenguas de la humanidad y las dispersó sobre la faz de la tierra. En lugar de escuchar y hablar la Palabra de Dios presente a través de su Espíritu, los constructores de Babel planeaban hacer oír sus propias voces, ver su monumental hazaña y, finalmente, hablaron en las lenguas que ya no se entendían ni comunicaban nada del cielo. Después de Pentecostés, la división de Babel forjada por el orgullo del hombre será derrumbada y la Buena Nueva de Jesucristo será la lengua que una a todos estos pueblos diferentes.
Como Adán y Eva, los constructores de Babel no querían recibir de Dios; querían elevarse al nivel de Dios -ser autosuficientes- y establecer la unidad en sus propios términos. La lección de Babel es clara: es el orgullo humano el que ha producido y seguirá produciendo confusión y división en el mundo. El acto de Dios de confundir su lengua y sus medios de comunicación no fue un acto de venganza y castigo. De hecho, fue un acto de misericordia que los pondría en un largo camino para descubrir la verdadera fuente de santificación y unificación: la obra del Espíritu Santo.
La nuestra, en muchos casos, es una sociedad post-cristiana, una anticultura que ha rechazado la Palabra de Dios. En nuestro orgullo, queremos en nuestros propios términos y por nuestros propios logros lo que las criaturas sólo pueden recibir de Dios. Hemos desechado su realidad -sobre género, sexo, vida, etc. – e intentamos construir la nuestra. Como resultado, nuestro lenguaje está cada vez más desconectado de la verdad, nuestras palabras son poco creíbles y nuestra capacidad de comunicación está paralizada.
Por el contrario, los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, hablan de un modo que todos los oyentes pueden comprender. Redimido por la Palabra, el hombre puede ahora hablar inteligiblemente de Dios y de sí mismo. Y como puede comunicar la verdad a los demás, esta inteligibilidad conduce a la unidad.
Por eso, necesitamos la ayuda y la guía del Espíritu Santo. Por eso, en este Pentecostés debemos suplicar íntimamente: ¡Ven, Espíritu Santo, ven!
No pasemos por alto que el Espíritu Santo no sólo actúa en cada uno de nosotros, sino también es el autor de la unidad y la verdadera paz entre los hombres, cuando estamos dispuestos a aceptarla.
El profeta Nehemías dice: La alegría del Señor es mi fuerza (Neh 8:10). De hecho, esta es la medida de si hemos sido tocados y llenos del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu desciende sobre nosotros, nos llenamos de alegría y de paz. Esto fue lo que les sucedió a los apóstoles cuando vieron a Cristo resucitado. Experimentamos la verdadera libertad, la libertad de amar a los demás antes que a uno mismo, la liberación de la culpa y la alegría de alabar y adorar a Dios espontáneamente.
San Pablo escribió: Lo que trae el Espíritu es muy distinto: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, confianza, mansedumbre y dominio de sí (Ga 5: 22s). Esta es la libertad que da el Espíritu.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente