Evangelio según San Juan 1,6-8.19-28
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: «¿Quién eres tú?». Él confesó, y no negó; confesó: «Yo no soy el Cristo». Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el profeta?». Respondió: «No». Entonces le dijeron: «¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Dijo Él: «Yo soy voz del que clama en el desierto: ‘Rectificad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías».
Los enviados eran fariseos. Y le preguntaron: «¿Por qué, pues, bautizas, si no eres tú el Cristo, ni Elías, ni el profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia». Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
Cristo, Juan Bautista y El Rata
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 17 de Diciembre, 2023 | Tercer Domingo de Adviento
Is 61: 1-2a.10-11; 1Tes 5: 16-24; Jn 1: 6-8.19-28
Todos nosotros tenemos alguna experiencia de habernos equivocado al juzgar a una persona. En la novela Anna Karenina, de Leon Tolstoi, el amante de Anna, el apuesto oficial de caballería Aleksei Vronsky parece ser encantador y generoso, pero poco a poco se va revelando como egoísta, superficial y desconcertante, de manera que en un momento dado intenta el suicidio y además su amor por Anna se transforma en resentimiento y odio, lo que lleva a la apasionada protagonista a quitarse la vida.
Al otro extremo, algunas personas se revelan dotadas de unos talentos o virtudes que nadie sospechaba. Por ejemplo, cuando Tomás de Aquino fue enviado a Colonia, a estudiar con el más sabio Dominico de ese tiempo, San Alberto Magno, sus compañeros no imaginaban la inteligencia que tenía Tomás, y al verlo tan robusto y siempre tan silencioso en las discusiones le pusieron de apodo El buey mudo. Pero un día uno de sus compañeros leyó los apuntes de este joven estudiante y se los presentó al sabio profesor. San Alberto al leerlos les dijo a los demás estudiantes: Ustedes lo llaman “el buey mudo”. Pero este buey llenará un día con sus mugidos el mundo entero. Él no se equivocó.
Realmente, no hace falta recurrir a ejemplos de la literatura o de la historia. Esto nos sucede cada día con las personas que tenemos cerca, como les pasa a los padres con un hijo o una hija adolescente, o como les sucede a muchos profesores con sus alumnos. Si no sabemos de sus talentos, sus sueños y su dolor ¿cómo podemos relacionarnos de forma profunda? Pero esta realidad no es para desanimarse. Muchas veces, se ha comprobado que, por ejemplo, los esposos más felices y armoniosos son aquellos que continuamente se están conociendo, que cada día llegan a descubrir algo nuevo del otro.
Hoy, el Evangelio nos dice: En medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen.
No debemos tomar esta frase como una recriminación o un reproche. El propio Juan repite: Yo no le conocía… y era pariente suyo. Sin embargo, los primeros discípulos encontraron la forma adecuada de conocer a Jesús: se quedaron junto a Él, donde Él vivía. Esto significa una sana e inteligente curiosidad: ¿Qué tienes que mostrarnos? ¿Qué hay de interesante en tu vida? Pero lo más notable no es la actitud de los futuros discípulos, sino el hecho de que Cristo los acogió donde él se hospedaba.
—ooOoo—
Parece inmediato extraer dos conclusiones:
1. La forma como tú y yo podemos realmente conocer a Cristo. No es suficiente (pero sí necesario) leer y meditar el Evangelio. No es suficiente escuchar las experiencias de otros con Él y cómo eventualmente les cambió su vida. Todo eso ayuda, pero lo esencial es tener un intercambio personal, con Él, como lo tuvo con los primeros discípulos al decirles: Ahora a ustedes les llamo amigos, no siervos (Jn 15: 15).
No se trata de que nos confesemos nosotros…es Él quien se confiesa, quien abre su corazón. Eso es conocer a Cristo. Es necesario que nos invite a su casa.
Podemos intuir algo de lo que San Juan Bautista sintió al escuchar la petición Cristo: Bautízame. Es evidente que fue algo único, que Juan entendió que había sido elegido para un acto irrepetible y conmovedor. Pero no olvidemos que Cristo también se dirige de forma única a leprosos, publicanos, samaritanos, lunáticos, lisiados, ciegos, Profetas, Fundadores, ladrones, a ti y a mí.
No es lo mismo que alguien te hable de la aflicción de Cristo, por ejemplo, en una homilía, a que tú recibas de Él mismo esa confidencia… Recordemos cuando alguien me ha declarado: Eres la única persona a la que he dicho esto; necesitaba compartirlo. Entonces, esa persona se hace vulnerable, ha puesto en mis manos una información delicada y de esa manera me está diciendo que me considera digno de compartir un secreto o una verdad que no todos pueden acoger.
No se trata de ninguna verdad científica o teológica, sino la verdad de sus sentimientos, de felicidad o de dolor o de duda. Y esto nos ocurre cada día: Pone delante de nosotros una o cinco mil personas (aquí no es importante la aritmética) para contagiarnos su interés y su preocupación por ella o ellas.
Hasta hace poco, muchos “intelectuales” despreciaban la compasión como algo propio de personas débiles y poco maduras. Hoy, ya se comienza a hablar de la empatía compasiva incluso como un instinto, como una fuerza muy profunda que empuja a la persona a actuar. Es algo más allá de la comprensión racional del dolor de los demás. Esto ayuda a entender por qué Cristo toca esa fibra íntima en nosotros. La única dificultad es que no seamos sensibles a esa realidad, presente en la vida de creyentes y no creyentes.
Hace unos días, una hermana me recordaba una anécdota de la antropóloga Margaret Mead (1901-1978).
Una vez, alguien le preguntó por los primeros signos de civilización. Esperaba que se refiriera a una vasija de barro o a una piedra de molino, o quizá a los primeros utensilios de guerra. Su respuesta le sorprendió. Dijo que creía que el primer signo de civilización era “un fémur curado“. El fémur es, como sabemos, el hueso del muslo. En una sociedad basada en la caza y la recolección, una persona con el fémur fracturado sería incapaz de cuidar de sí misma y sería inútil para la tribu. Alguien cazaba y recolectaba alimentos para la persona herida hasta que la pierna sanara. Alguien tenía que cuidar de la persona que no podía cuidar de sí misma. Mead dijo que la evidencia de la compasión era el primer signo de la verdadera civilización.
En una sociedad primitiva, a alguien con el fémur roto simplemente se le dejaría morir. Pero un fémur curado demostraba que a alguien le preocupaba esa persona.
* Cristo nos invita a su casa cuando pone delante de nosotros a uno de estos hermanos suyos, aun a los más pequeños (cf. Mt 25: 40) para que le acompañemos con sincero interés.
* Cristo nos invita a su casa cuando alguien nos ayuda y tenemos ocasión de dar las gracias sonriendo.
* Cristo nos invita a su casa cuando nos ofenden, no nos tienen en cuenta, o hablan mal de nosotros por intentar ser como Él. Espera que entonces perdonemos, que no nos alejemos de esas personas, que encontremos la manera de acompañarles.
2. La forma en que podemos darlo a conocer, la forma de ser apóstoles.
Invitar a casa a aquellos que nos gustaría acercar a Cristo, significa, en dos palabras, pedirles ayuda. Como hizo Él con los primeros discípulos y hace con nosotros. Naturalmente, esa petición exige algo más que ingenio o creatividad; requiere un estado de oración en el cual voy descubriendo cómo esa persona puede construir un camino para que Cristo se acerque a ella.
Cuando los primeros discípulos comenzaron a ayudar a Cristo, reamente cambiaron. Se sintieron responsables de los demás y a la vez miembros de una familia.
El no saber cómo ayudar a los demás es una tragedia. Hay personas que ciertamente NO PUEDEN hacerlo. Las razones son variadas:
- Han sufrido demasiado y se sienten heridos. No se imaginan que, además de necesitar ayuda, ellos pueden darla.
- Han sido víctima de abusos y eso les ha llevado a creerse culpables y una basura humana.
- No han tenido un modelo de generosidad cercano.
Si logramos que una persona encuentre una forma de ayudar a otros, habremos cambiado su vida y le habremos acercado a Cristo, sin duda. Me gustaría contar una historia personal que antes no comprendía bien, pero ahora veo lo significativa que fue en este sentido.
En mis años adolescentes, un profesor del colegio, que era joven y tenía ideas modernas, quiso implementar la figura del Delegado de Curso en nuestra clase. Teníamos 13 años y no comprendíamos bien qué misión tendría ese Delegado. El profesor nos explicó que sería un representante de todos, para transmitir las sugerencias y las peticiones. Hubo unas elecciones para ver quién podía ser elegido.
Nosotros, con la perversa intención de divertirnos a costa del pobre profesor, acordamos que íbamos a votar a un compañero que destacaba por ser un mal alumno, tenía un aspecto desgarbado, era bajito y muy delgado y especialmente torpe para los deportes, descuidado en el vestir, tenía unos dientes muy salientes y nosotros, con nuestra malicia socarrona, le habíamos apodado “El Rata”. Realmente, no era considerado un modelo por los profesores. Por supuesto, el 100% de los votos fue para él. El profesor estaba un poco sorprendido, pero siguió adelante con el plan y El Rata tomó posesión de su cargo en una ceremonia donde difícilmente podíamos contener la risa.
Comenzó su mandato e iba llevando ante el profesor nuestras aspiraciones, que estaban invariablemente orientadas a estudiar menos y tener más tiempo libre. Algunas de ellas fueron acogidas y El Rata se encontraba feliz, siendo aclamado y respetado por todos nosotros. No recuerdo bien cómo fueron todas nuestras reivindicaciones, porque realmente no teníamos muchas quejas con el profesor, que era amable y atento. Pero lo cierto es que El Rata cambió radicalmente. Mejoró en sus estudios; dejó de decir palabrotas, pues no necesitaba llamar así la atención; hasta se volvió más cuidadoso en su forma de vestir y procuraba hablar con todos para ver si deseábamos algún cambio en la marcha de las clases. Incluso dejamos de llamarle con su apodo y comenzamos a utilizar su nombre verdadero, que nunca habíamos usado.
Cambió tanto que la niña más simpática del colegio de monjas, a la que todos admirábamos, se hizo su mejor amiga. Quien una vez fue El Rata, era ahora una nueva persona, sin que nadie le hubiera dado nuevos consejos, sin medidas disciplinares.
Los voluntarios, catequistas, profesores de la Juventud Idente, monaguillos, invitados a leer un poema en el Ateneo Apostólico, los ministros de la Eucaristía, nuestros compañeros de trabajo… tienen que ver en ti y en mí que cada día les ayudamos a descubrir una forma nueva de ayudar a los demás. Dios hará el resto.
Compartir la túnica, no cobrar más de lo justo, compartir el alimento con quien no tiene, son las cosas sencillas que San Juan Bautista recomendaba a los que le pedían consejo. Siempre una forma más compasiva de mirar a los demás.
Aprendamos de él, de Cristo, del Rata.
_______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente