
Evangelio según San Lucas 9,28-36:
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con Él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Y sucedió que, al separarse ellos de Él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle». Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.
Energía Oscura y Transfiguración luminosa
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 16 de Marzo, 2025 | Domingo II de Cuaresma.
Gén 15: 5-12.17-18; Flp 3: 17—4,1; Lc 9: 28-36
¿Hogar, dulce hogar? El año pasado, un buen amigo, compañero de la universidad, se jubiló. Prácticamente al mismo tiempo, su esposa también lo hizo. Esperaban pasar los años futuros en feliz compañía, pues ciertamente su vida en común ha sido muy dichosa y ahora su único hijo estaba en otro país por motivos de trabajo. Recuerdo ver a los dos felices y unidos en las fotos que me enviaban. El horizonte aparecía lleno de paz y con la perspectiva de ser pronto radiantes y orgullosos abuelos. Pero inesperadamente, ella contrajo una enfermedad que en una semana acabó con su vida ¿Cuántos casos parecidos conocemos? Tarde o temprano, la vida nos muestra que este mundo no es nuestra casa.
Somos ciudadanos del cielo, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura y ciertamente, esto es más que una exclamación poética. En este mundo somos peregrinos, nómadas, como lo era Abraham. Pero todos ansiamos vivir en tranquilidad, en un lugar que de verdad sea nuestro, como los pueblos que menciona el Antiguo Testamento, que esperaban reposar debajo de su vid y de su higuera; y que nadie perturbase su solaz (Miqueas 4:4). El confiar que esto es completa y totalmente posible en esta vida, lleva a desengaños de todo tipo.
Algo parecido les sucede a muchos religiosos que comienzan con entusiasmo su camino de consagración y más tarde llegan a un punto en el que, o bien abandonan o bien se resignan a continuar sin entusiasmo y se convierten en tristes signos de desaliento para los jóvenes que sienten la llamada divina a vivir una generosidad más intensa y profunda que la sentida por una buena persona. Buscaban alguna forma de “bienestar espiritual”.
No hace falta buscar demasiado en la memoria para recordar muchos casos de parejas felices, con o sin el sacramento del matrimonio, que, por mil razones o sinrazones distintas, ven evaporarse sus sueños de una convivencia que tal vez tuvo épocas deliciosas.
Sin embargo, aunque todos pasamos por momentos difíciles, en ocasiones deseamos que la vida se detenga para disfrutar de los hijos, de los amigos, de una impresión espiritual profunda o simplemente de un paisaje. Pedro, Santiago y Juan tuvieron esa experiencia en el Monte Tabor. Estaban, literal y espiritualmente, deslumbrados. Eso no es nada negativo, todo lo contrario, el experimentar lo bello, lo verdadero y lo bueno, aunque sea sólo una vez en la vida, nos marca para siempre.
El Maestro les dijo que ese Monte no era su lugar. Del mismo modo que Yahveh manifiesta a Abraham que le daría posesión de una tierra para su pueblo y además hizo una alianza para siempre con él, hoy Cristo prepara a los tres discípulos para algo más que ese momento maravilloso. En los antiguos pueblos de Mesopotamia, los pactos solemnes se concluían con una ceremonia solemne: se tomaba un animal (una vaca, una cabra o una oveja) y se descuartizaba. Luego, aquellos que se comprometían con el juramento de lealtad pasaban entre los trozos de carne pronunciando esta fórmula: Si traiciono el pacto, sea yo despedazado como este animal.
Pero, observemos bien el mensaje: no fue Abraham quien pasó entre los restos de la ternera, la cabra, el carnero, la tórtola y el pichón; fue el propio Yahveh quien atravesó esas carnes sacrificadas, como una llama. Exactamente igual, Cristo fue el primero que atravesó la muerte, el primero que se ofreció por nosotros para demostrar que su pacto, su llamada, es firme, muy diferente de nuestros volátiles buenos propósitos e intenciones.
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Hace unas semanas, estábamos discutiendo el problema que hoy se presenta ante los astrofísicos: ahora parece que conocemos sólo el 5% de lo que existe. La materia de la que están formados los astros, nuestros cuerpos y lo que ha ocupado a genios como Newton, Einstein o Galileo… es una mínima parte de lo que hay. Aproximadamente, el 25% es la llamada materia oscura y el 70% la misteriosa y elusiva energía oscura, que parece modificar la velocidad de expansión del universo. Eso hace ser aún más humildes a los mejores científicos y hacernos pensar a todos que nuestro conocimiento es y será realmente limitado.
Como le sucedió a Abraham, no podemos contar todas las estrellas del firmamento ni somos capaces de vivir plenamente todas las gracias recibidas. Nuestros ojos están cargados, como los de Pedro, Juan y Santiago en el Tabor, como estaban en el Huerto de los Olivos. Pero Cristo siempre llega, incansablemente, para despertarnos.
Dios Padre dice a los discípulos a que escucharan a Jesús, pero no de cualquier manera, no sólo en los momentos dichosos o de aparente aceptación de las multitudes. Hay demasiadas cosas que no pueden entender, pero sí acoger con fe y esperanza. Nosotros estamos en la misma situación, a pesar de que Cristo haya venido a ser nuestro modelo y hayamos visto muchos santos, durante muchos siglos, abrazar la cruz.
La nube que aparece en el texto evangélico de hoy representa la presencia invisible de Dios, ante la cual, de la misma forma que Pedro, estamos sin saber cómo actuar. Por eso hemos de escuchar con atención la voz del Maestro, que nos llama a colaborar intensamente, a dar un testimonio vigoroso, precisamente cuando nos sentimos como Abraham, que ya era anciano, sin hijos y sin poder imaginar cómo iba a poseer la Tierra Prometida. El cielo no es un lugar, y mucho menos “un lugar futuro”. Se nos concede poder experimentar ahora mismo ese cielo, que es, esencialmente, la presencia activa y amorosa de las Personas Divinas. Recordemos que San Lucas comienza hoy diciéndonos que Jesús subió al Monte a orar, no a otra cosa. Y es durante esa oración cuando todo cambia para Él y para todos.
Dice hoy el Evangelio que los apóstoles no contaron lo que habían visto. No podían comprenderlo aún; les faltaba la experiencia plena de la Cruz, la cruz de Cristo y la suya propia.
Pero las cosas del mundo, las que son bellas y las que son abominables, no podrán disimular, ocultar o realzar la belleza natural que ya nos viene por ser templos del Espíritu Santo. No podemos ver todo esto con total claridad. Solo podemos ver un verdadero reflejo de nosotros mismos cuando contemplamos la cruz de Cristo, el sacrificio de amor que se realiza en cada Eucaristía. En cada Misa, se nos recuerda nuestro verdadero valor, que nunca puede comprarse a ningún precio humano. Es un regalo de Dios. Hemos sido comprados con el precio del propio cuerpo y sangre de Cristo.
En cierto modo, el momento que vivieron los discípulos en el Monte Tabor es lo opuesto a la tentación. Se ven arrastrados por las cosas de Dios, por el reino de los cielos, de tal manera que nos les importa ni la comida, ni la vivienda, ni lo que antes considerábamos indispensable o tentador. Al igual que Abraham, que se dispuso a abandonar su forma de vida, incluso cundo podría parecer que ya era demasiado tarde, que no valdría la pena. Eso es transfiguración.
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Mencionábamos antes la importancia y el efecto permanente de una experiencia intensa de la presencia y la actuación de las Personas Divinas, como lo fue la Transfiguración para Pedro, Santiago y Juan. Ahora conviene reconocer que, aunque los detalles sean distintos, normalmente menos sensibles y casi siempre ´se trata de algo íntimo, cada uno de nosotros atraviesa por momentos que nuestro padre Fundador llama transfigurativos, es decir, de una auténtica “metamorfosis” de nuestra alma, lo cual va más allá de una emoción o un sentimiento intensos; se trata de un cambio permanente.
Las características de estos momentos son:
– No se trata de algo que nos proponemos sentir o vivir; reconocemos su origen divino.
– Aunque se algo muy íntimo, sus efectos son visibles por los demás en nuestra conducta.
– Se trata siempre de un cambio en nuestra alma, que orienta vigorosamente la creencia, la confianza y el amor hacia Dios.
– El asceta se da cuenta de que su fe, su esperanza y su caridad han cambiado y atribuye esto, como única explicación, a los dones recibidos del Espíritu Santo. Otra interpretación sería artificial, pues esta transfiguración sucede en momentos que no son los más favorables o apropiados según la psicología “natural”. Por ejemplo, en muchas ocasiones el discípulo de Cristo recibe una fortaleza precisamente cuando los acontecimientos, la falta de comprensión o el dolor invitarían a la tristeza, al abandono o a la desesperación.
Cuando en 1219 San Francisco de Asís se presenta al sultán Malik al-Kamil, los cruzados se burlaban de él y lo tomaban por loco. Evidentemente, no estaba trastornado, como tampoco lo estaba Abraham en el momento en que la Primera Lectura nos dice que “un sueño profundo le invadió y un terror intenso y oscuro cayó sobre él”. La Transfiguración pone en marcha nuestras facultades y nos hace verdaderamente distintos, en ocasiones de forma llamativa para los demás.
Pero, además de los cambios en nuestra fe, esperanza y caridad, también podemos contemplar los efectos de la transfiguración en nuestro prójimo, lo cual nos confirma en el camino de la perfección, al ver sucesivas conversiones en las personas, como describe esa anécdota bien conocida, que es la evolución de la forma de orar de cierta persona:
Cuando era joven me sentía un revolucionario y mi oración a Dios era: Señor, dame la gracia de cambiar el mundo. Cuando me acerqué a la mediana edad y me di cuenta de que había pasado la mitad de mi vida sin cambiar ni un alma, también cambié mi oración: Señor, dame la gracia de cambiar a todos los que entran en contacto conmigo; solo mi familia y mis amigos, con eso estaré satisfecho.
Ahora que soy viejo y mis días están contados, he empezado a ver lo tonto que he sido y mi única y sola oración ahora es esta: Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo. Y mirando hacia atrás, siento que, si hubiera orado así desde el principio, habría aprovechado mejor mi vida.
Ojalá hoy oremos por quienes se disponen a abandonar su vocación, para lo cual tienen abundantes motivos y experiencias de desengaños, frustraciones y mediocres conductas propias y ajenas. Ojalá nuestro humilde ejemplo sea un testimonio de que, detrás de esas nubes, Dios Padre les sigue y nos sigue llamando.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente