Evangelio según San Marcos 4,26-34:
En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.
Semillas
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 16 de Junio, 2024 | XI Domingo del Tiempo Ordinario
Ez 17: 22-24; 2Cor 5: 6-10; Mc 4: 26-34
Un jardín es un gran maestro. Enseña paciencia y vigilancia cuidadosa; enseña laboriosidad y ahorro; sobre todo, enseña confianza plena. Eso escribía la famosa paisajista y escritora inglesa Gertrude Jekyll (1843 -1932).
Seguramente tenía razón; el mayor beneficio de los citados es la confianza plena. Eso explica por qué Cristo, al hablar del reino de los cielos, confirma lo dicho por el profeta Ezequiel en la Primera Lectura: Echará ramas, dará fruto y se convertirá en un cedro magnífico. En él anidarán toda clase de pájaros y descansarán al abrigo de sus ramas. Merece la pena confiar en las leyes de la naturaleza y en las que rigen el reino de los cielos, en esa acción misteriosa, y a veces invisible, del Espíritu en nosotros.
Los pájaros de todo tipo sorprenden por su inteligencia a la hora de elegir un lugar protegido y seguro donde anidar. Hoy Cristo utiliza la imagen del nido para hacernos comprender que todo ser humano tiene la oportunidad de encontrar en el reino de los cielos la paz y la seguridad que busca. Eso mismo significa desde el Antiguo Testamento la sombra, protectora de los abrasadores rayos de sol. El que habita al amparo del Altísimo morará a la sombra del Omnipotente (Salmo 91).
La confianza es una condición previa, un estado que tenemos que alcanzar para que sea posible una verdadera y completa relación con otra persona. Por decirlo con un poco de ironía, cuando una empresa, en especial un banco, desea aprovecharse de nuestro dinero, se autodenomina “Su Banco de confianza”.
En efecto, la confianza es una importante actitud antropológica esencial. Comienza con la mirada anhelante del niño hacia una persona que le regale una mirada y una sonrisa amables. Si esta experiencia básica de la primera infancia tiene éxito, desarrollar confianza en el prójimo y en Dios suele ser más fácil. Según el psicólogo Erik Erikson (1902-1994), el despliegue de lo que denominó la “confianza básica” es la primera etapa del desarrollo psicosocial que se produce, o fracasa, durante los dos primeros años de vida. El éxito da lugar a sentimientos de seguridad emocional, confianza y optimismo, mientras que el fracaso puede conducir a una orientación de inseguridad y desconfianza.
¿Qué es, entonces, la confianza en una persona? Un sentimiento de seguridad en que esa persona es y será sincera, capaz de hacer lo que dice que puede hacer y se puede contar con ella para que cumpla su compromiso. Su opuesto, la desconfianza, siempre está impulsado por la ansiedad y la preocupación por la honradez, la capacidad y la fiabilidad del otro. Es una dimensión de la creencia, que va más allá de la estricta razón y nos dispone para una fe en Dios.
La Parábola de la semilla de mostaza, al igual que la primera, donde Jesús nos dice que el grano brota y crece, sin que el sembrador sepa cómo, nos animan a caminar en confianza.
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El apóstol debe tener en cuenta que su testimonio ha de generar en quien le vea una confianza sólida en Dios, pues sólo con su poder, sometidos a su reino, somos capaces de vencer nuestra mediocridad. Seguramente, este es un argumento más poderoso que muchos de nuestros discursos. En la clausura del Concilio Vaticano II, el Santo Papa Pablo VI exhortó a la Iglesia a tener “confianza en el hombre”. El Concilio era consciente de la ambivalencia del hombre en la historia y consideró detalladamente su doble cara (cf. Gaudium et Spes), es decir, la “miseria y la grandeza del hombre“. Para el Concilio era importante subrayar la línea antropológica que ve al hombre como un ser comunitario y siempre capaz de transformarse con la gracia.
En el cristianismo y antes en el judaísmo, la confianza básica de los niños es una metáfora de la relación del hombre con Dios. De hecho, Cristo nos recuerda: Les aseguro que, si no cambian de conducta y vuelven a ser como niños, no entrarán en el reino de los cielos (Mt 18: 3).
La confianza en Dios y la confianza en el hombre son posibles, a pesar de la impresión del silencio de Dios ante el misterio del mal, el sufrimiento de los inocentes, y a pesar de la ambivalencia de la naturaleza humana. Así lo demuestra, por ejemplo, la experiencia de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), que estaba angustiada, con miedo por su salvación, en parte a causa de los sermones de la época sobre las penas del infierno que buscaban suscitar ese miedo en la gente corriente para disciplinarla moralmente. Tras una experiencia de gracia en 1554, al contemplar una pequeña figura de Jesús flagelado, Teresa se sintió liberada de ese miedo, sintiendo que Jesús no vino al mundo simplemente para nosotros, en general, sino personalmente para ella. Se sintió y llamada a una verdadera amistad con Dios. A partir de entonces, pudo poner “toda su confianza en Dios”.
La primera de las parábolas representa también una llamada a la confianza en los planes de Dios. Los primeros discípulos estaban ansiosos por ver una victoria del Mesías. Tal como ellos la imaginaban: la victoria inmediata sobe los enemigos invasores y la libertad de su pueblo. Pero no fue así.
De igual manera, en la Primera Lectura escuchamos a Ezequiel en un momento dramático de la historia de Israel. Joacín, el último vástago de la dinastía de David, fue derrotado, capturado y deportado a Babilonia.
¿Faltó Dios a la lealtad que juró a su elegido?
A esta pregunta angustiosa, Ezequiel, que se encuentra entre los exiliados en Babilonia, responde con una imagen: la familia de David es un magnífico cedro que un leñador bárbaro y despiadado, Nabucodonosor, rey de Babilonia, cortó y despedazó.
Pero Dios no miente, nunca niega sus promesas. Esto es lo que hará. Irá a Babilonia, del cedro destruido de la dinastía de David, tomará el último brote y lo replantará en un monte alto de la tierra de Israel. Este retoño frágil crecerá hasta convertirse en un enorme cedro y aves de todo tipo encontrarán refugio y anidarán en él. Ezequiel probablemente soñaba con una rápida restauración de la monarquía davídica, pero pasarán los años y sus expectativas se verán frustradas.
Nosotros podemos aprender valiosas lecciones de estas historias y e estas Lecturas. El fruto del acto apostólico no puede ser “programado” por nosotros, aunque hagamos un esfuerzo semejante al labrador, que, aunque tenga que realizar muchas tareas, sabe que la tierra da fruto por sí misma. En verdad, la Providencia va venciendo nuestra resistencia al bien y trabaja secretamente en el alma de las personas, para que, más tarde o más temprano, se pueda dar la conversión necesaria. No podemos “acelerar” el fruto que la gracia producirá en un alma, pero nuestro humilde y permanente testimonio en verdad sirve para ayudar a que llegue en el momento oportuno.
Esta parábola sirve de consuelo a quienes nos desanimamos, al utilizar nuestra experiencia y nuestra lógica mundana, cuando sentimos que nuestros esfuerzos son inútiles… o cuando creemos que el reino de los cielos llega gracias a nuestra astucia y buena voluntad.
El reino de los cielos, aunque reflexionemos mucho sobre él, no deja de ser un misterio. Por eso, no faltan las sorpresas, hermosas, de cómo –sin que sepamos por qué- se ven los frutos en medio de las dificultades y el dolor más intenso. Esto contaba el padre de una niña:
Hace unos años falleció mi madre. En una reunión íntima de familiares y amigos, ofrecí una sentida oración. Mi hija Laura, que sólo tenía tres años y medio, quiso que la tomara en brazos. Instintivamente lo hice. Al sentir que mi cuerpo temblaba de emoción, Laura me miró a la cara y vio, por primera vez en su vida, que por mis mejillas corrían lágrimas. Su cara parecía decirme: ¿cómo puedes llorar, si eres un papá? Entonces me rodeó el cuello con sus bracitos y me abrazó con fuerza. No me soltó hasta que dejé de temblar de emoción. Luego me soltó suavemente los brazos del cuello, me miró a la cara para confirmar que no había más lágrimas y siguió abrazándome para asegurarse de que estaba bien.
Laura me enseñó mucho sobre cómo consolar y amar a los demás en ese momento. A veces no sabemos qué hacer o cómo ayudar a los demás en sus momentos de necesidad, cuando la respuesta adecuada es nuestro amor. Los pequeños brazos y el corazón de una niña fueron capaces de consolar el corazón roto de un hombre adulto.
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Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida. Seguramente hemos perdido muchas oportunidades, como le ocurrió al rico de esa famosa parábola, que no quiso ayudar al pobre Lázaro, prefirió seguir su propio proyecto “de hacer el bien”, de organizar generosas fiestas y banquetes para los amigos. La vida eterna no nace de la nada; en la Segunda Lectura San Pablo nos enseña que, aunque Dios no rechaza a nadie, nuesta capacidad para acoger su amor depende y dependerá eternamente de como hemos sembrado en esta vida.
La parábola del grano de mostaza no se refiere solamente a la historia de la Iglesia. También nos advierte de la importancia de los pequeños gestos de misericordia, las atenciones y el servicio al prójimo, que entran a formar parte del reino de los cielos. Cristo está tan interesado en hacernos comprender esta verdad, que exagera la realidad de la semilla de mostaza, pues ésta hace brotar una planta que nunca llega a ser un árbol majestuoso como un cedro.
El texto del Evangelio termina hoy con una observación relevante: Cristo explicaba las parábolas a sus discípulos en privado ¿Seremos nosotros lo bastante humildes para meditar ante Él lo que significan, lo que en cada momento nos transmite? La oración en silencio es lo que ocupó la mayor parte del tiempo en la vida de Jesús, aprovechando especialmente para ello las noches. Ojalá esta mirada a nuestro Padre celestial vaya ocupando el centro de nuestro Espíritu Evangélico.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente