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Conocer a Cristo…crucificado | Evangelio del 15 de septiembre

By 11 septiembre, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 8,27-35

En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará».

Conocer a Cristo…crucificado

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 15 de Septiembre, 2024 | XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Is 50: 5-9a; Sant 2: 14-18; Mc 8: 27-35

Dos niños que estaban delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.  Uno de ellos notó que, dondequiera que se pusiera, los ojos del Señor le seguían.  Preguntó a su compañero: ¿Por qué, dondequiera que estemos, los ojos de Jesús nos siguen?  El otro niño respondió: Nos observa para saber si hacemos algo malo.  Pero el primer niño dijo: No lo creo.  Los ojos de Jesús nos siguen porque se quiere asegurar de que no nos ocurra nada malo. Dos respuestas diferentes a una pregunta más profunda que la que han hecho muchos intelectuales respecto a Cristo.

La pregunta de Cristo a sus discípulos: ¿Quién piensan ustedes que soy yo? no se resuelve con una frase inteligente. Pedro dio una respuesta acertada, pero la intención de Jesús, seguramente, es hacer ver a los suyos el modo de seguirle, lo que esperaba de ellos, que tomasen la cruz y le siguieran. Así lo dice cuando Pedro, un instante después, le manifiesta su desacuerdo con su disposición a ser juzgado, condenado y crucificado.

Conocer realmente a una persona significa algo más que saber sobre su carácter o sus cualidades, algo más que observar cómo actúa, escuchar sus palabras, por importante que esto sea. No bastan la mente ni el corazón.

Muchos de nosotros hemos sentido el deseo de haber conocido a familiares que ya murieron y de los que tenemos fotografías, relatos, tal vez algún objeto… pero no es suficiente. Desearíamos viajar al pasado, como se ha descrito en tantas novelas y películas, para escuchar su voz, convivir y compartir tantos sentimientos y experiencias. Recordemos un ejemplo que se hizo popular.

En algún lugar del tiempo es un film de 1980 donde se relata la historia de un escritor, Richard Collier, que conoce a una anciana elegante y misteriosa, la cual muere al poco tiempo. Pocos años más tarde, mientras reside en un hotel, se siente llamado por el retrato de una hermosa joven. Después de investigar y de informarse detalladamente, averigua que se trata de la anciana que le saludó. Por medio de un hipnotizador, logra ir atrás en el tiempo y reunirse con la joven, iniciando así un breve idilio. Su romance se ve truncado porque, de forma inesperada, Richard es devuelto al tiempo presente. Fallece enseguida y ambos se encuentran, ya para siempre, en la eternidad.

En las relaciones humanas más profundas, conocer a alguien significa algo más que hacer cosas para esa persona, o trabajar y dialogar con ella. Conocerle significa ser uno con esa persona y, en la medida de lo posible, entrar en su experiencia vital. Caminamos juntos por la vida con el mejor amigo o con nuestro cónyuge en el matrimonio o nuestros hermanos de comunidad, precisamente porque estamos de acuerdo: tenemos comunión en nuestros intereses y objetivos comunes. Lo que le hace daño a él o a ellos, nos hace daño a nosotros. Lo que alegra a esa persona, nos alegra a nosotros.

Sn Pablo lo explica así a los filipenses:

Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, compartir sus padecimientos y conformar mi muerte con la suya (Fil 3: 10).

No se puede ser más claro. Y tengamos en cuenta que Pablo no era precisamente un masoquista… De todas formas, surgen muchas inquietudes:

¿No es suficiente el dolor que a todos nos corresponde sufrir, en el cuerpo, el alma y el espíritu? ¿No es ya demasiado ver padecer a las personas queridas, a los inocentes y sentirse ahogado por la impotencia?

Lo cierto es que el dolor es un misterio que no podemos explicar por completo. Pero no menos cierto son el consuelo y la visión de quienes han sabido ofrecer a Dios el sufrimiento y aceptar nuevas contrariedades por el hecho de seguir a Cristo. Esta es la verdadera Beatitud de la cual goza el auténtico discípulo.

Así lo manifiesta hoy Isaías en la Primera Lectura: El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

Los primeros cristianos identificaron inmediatamente esta figura del “Siervo Sufriente” con la persona de Jesucristo.

De forma análoga, San Ignacio de Antioquia, en el siglo II, después de haber trabajado incansablemente por la Iglesia, hizo la siguiente declaración cuando era conducido a Roma para ser martirizado allí:

Sé lo que es para mí beneficio. Ahora empiezo a ser discípulo (…). Que vengan sobre mí el fuego y la cruz, la muchedumbre de las fieras, los desgarros, las roturas y las dislocaciones de huesos, la amputación de miembros, el destrozo de todo el cuerpo y todos los espantosos tormentos del demonio: me permitirán así alcanzar a Jesucristo.

—ooOoo—

Ciertamente, conocer a una persona NO ES una tarea que se puede concluir. En el caso de un ser humano, porque tanto él/ella como yo mismo, vamos cambiando. En el caso de Cristo, porque su naturaleza es divina, sin límites y se presenta a nosotros como una invitación a entrar cada vez más en el misterio de su persona. Él mismo lo confirma, definiéndose como Camino.

¿Qué significa esto en la práctica? Vivir como Cristo vivió. Significa obedecer el mandato que Cristo nos dio: Sean compasivos como el Padre de ustedes es compasivo (Lc 6:36). Y no sólo esto; también supone estar atentos, cada uno de nosotros, a la misericordia personalizada que recibimos de Jesús, es decir, su perdón cotidiano, su confirmación de la confianza que nos tiene, como hace hoy con Pedro, a pesar del disgusto que le producen las palabras de ese genial e impulsivo discípulo.

La compasión de Cristo es la de nuestro Padre celestial, la que el Espíritu Santo nos contagia, se graba en nosotros, dejando una cicatriz que no termina de cerrarse; por el contrario, es una llaga, un estigma que cumple dos funciones: marca al verdadero discípulo y le dispone a vivir la misma compasión de Cristo.

De forma sutil y trasparente, Santiago lo refleja hoy en la Segunda Lectura, diciendo que hemos de entregar al prójimo lo que le es necesario, poniendo el ejemplo evidente de quien está sin vestido ni alimento. A veces, lo que es necesario a quien sufre exige de nosotros un esfuerzo, y por supuesto una oración, extremos. De muchas maneras, se nos pide hacernos Eucaristía, partirnos como el pan para servir de alimento a los demás. Eso, típicamente, significa modificar nuestros planes, igual que Jesús se quedó con los discípulos de Emaús, porque ellos lo preferían así.

A la hora de la verdad, para vivir esta compasión cristiana hay varios obstáculos que tantas veces no superamos:

* Simplemente, nuestros ojos no ven la profundidad del dolor del prójimo. Incluso lo juzgamos como “demasiado emotivo”, o nos engaña su apariencia alegre y confiada. Estamos seguros de que ya hacemos bastante y nuestra atención está absorbida por nuestras supuestas buenas obras. Así les sucedió al sacerdote y al levita en la Parábola del Buen Samaritano. Cristo y quienes le siguen, ven lejos, ven más adentro.

* Puede ser que se trate de una persona con cierta fuerza, con poder y energía para hacer el mal, que usa su energía para hacer sufrir a los demás, alguien que no da signos de cambio en su actitud de abuso. Ese era el caso de Zaqueo, o del publicano Mateo… pero Cristo no se detiene. Tú y yo tal vez pensamos que un ser humano así, no necesita compasión.

* Sabemos que la compasión, vivida como Cristo lo hizo, es aún más vulnerable que la compasión de este mundo; puede ser rechazada, mal interpretada; por ejemplo, siendo acusados de que pretendemos controlar a la persona, o mostrar nuestra superioridad, o que no hemos comprendido bien.

Cuando cristo se compadeció de las multitudes, se acercó para tocar y curar a aquellos muchos individuos con sus diversas necesidades físicas, mentales y espirituales. Jesús lloró la muerte de Lázaro cara a cara con María de Betania. La compasión semejante a la de Cristo nunca es una experiencia remota, anónima, de segunda mano, sino una identificación directa con el herido.

Nuestra unidad con Cristo en esta misericordia la realiza sobre todo…Él mismo. En realidad, nos abraza junto con el Padre y el Espíritu Santo, dejando muy dentro de nosotros esa Beatitud y esa Estigmatización que mencionábamos antes. La iniciativa, una y otra vez, la tiene nuestro Padre que, como en la Parábola del Hijo Pródigo, se prepara para recibirnos y espera pacientemente que nos convenzamos de que nada merece la pena si no es por el bien de su reino, de quienes esperan sentirse amados y poder amar de verdad.

Es sobre todo al tratar de vivir la misericordia cuando la cruz se hace sentir. Era el instrumento de tortura reservado a los esclavos, no a los ciudadanos. Cristo, además del sufrimiento estremecedor de este suplicio, desea ponernos el signo de que realmente sirve a los demás, de que no se pertenece a sí mismo. Como recoge San Pablo en su Epístola a los filipenses: Adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano. Cuando apareció en forma de hombre, se humilló a sí mismo en obediencia a Dios y murió en una cruz como morían los criminales (Fil 2: 7-8).

La afirmación de que nosotros tenemos que tomar la cruz no se limita entonces a soportar con paciencia la enfermedad, el dolor, la impotencia o la tristeza. Eso lo hace una persona madura y equilibrada, sea o no creyente. Para el discípulo de Jesús, se trata de dirigirse al prójimo, como pan, como humilde alimento, sabiendo que, de mil formas diferentes, ese gesto requiere el precio de dar la vida entera.

—ooOoo—

Usemos nuestra imaginación por un momento para ver el contexto del relato evangélico de hoy.

Jesús y sus discípulos están reunidos en Cesarea de Filipo, al norte de Galilea, un territorio pagano. En la ciudad hay un templo construido por Herodes el Grande en honor de la divinidad del César. Cristo y los Doce están de pie ante la montaña sobre la que está construida la ciudad, donde hay varios nichos en los que hay estatuas a los diversos dioses y diosas del panteón grecorromano. Este santuario es un símbolo de la confusión de respuestas que ofrecían las culturas de entonces a las preguntas básicas sobre la vida, las mismas que nos planteamos hoy, con respuestas de todo tipo.

Jesús está de espaldas a esta desconcertante variedad de dioses y pregunta a sus discípulos y a nosotros: ¿Quién dicen ustedes que soy yo?

Ante la imposición de silencio por parte de Cristo (les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él), parece que cada uno de nosotros ha de responder a esta pregunta…tal vez con otra, más convincente que un dictamen preciso: Y tú ¿qué quieres ahora de mí?

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente