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Los efectos de los Apegos y su terapia | Evangelio del 13 de octubre

By 9 octubre, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 10,17-30:

En aquel tiempo, cuando Jesús se ponía en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante Él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».
Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!». Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: «¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que un rico entre en el Reino de Dios». Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: «Y ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente, dice: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios». Pedro se puso a decirle: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna».

Los efectos de los Apegos y su terapia

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 13 de Octubre, 2024 | XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Sab 7: 7-11; Heb 4: 12-13; Mc 10: 17-30

No sé de ningún religioso o religiosa que haya abandonado su vocación, ni tampoco a una persona casada que decide separarse de su cónyuge… por haber conocido a una persona millonaria que le ofrece una vida de lujo y riqueza. Sin embargo, todos los que he visto dejar su consagración a Dios –y los que la están dejando– tienen una cosa en común: han desarrollado un determinado apego.

El episodio en el Evangelio de hoy es complementario a la observación anterior: quien ya tiene un apego, como el Joven Rico, difícilmente puede abrazar el reino de los cielos.

La conclusión es clara: cualquier apego nos roba la libertad, en una forma tan profunda que nos impide caminar hacia lo que más anhelamos, como le pasó a ese joven que reconoce ante Jesús cómo, en lo más íntimo de su ser, aspiraba a la vida eterna. De hecho, sorprendentemente, Marcos dice que se arrodilló ante Jesús.

Por eso podemos decir, con todos los santos, que el esfuerzo central de nuestra oración es la abnegación del yo, el ser capaces de decir “NO” a la tiranía de los juicios, los deseos y el instinto que nos pide una felicidad sin límites.

A veces, el llegar a esta conclusión es muy duro y sólo sucede con alguna tragedia o desilusión profunda. Es lo que le sucedió a un joven del cual me habló tristemente su hermana. Hasta hace unas semanas era un verdadero genio del monopatín, lo cual le “permitió” vivir una vida bohemia, con drogas, viajes por el mundo en solitario y usar en fugaces relaciones sentimentales y sexuales el mucho dinero que ganaba. Hasta que se rompió una pierna y así acabó su etapa de caprichos y egoísmo.

Pero todos nosotros, una y otra vez, somos víctimas de nuestros apegos. Todo comienza por hacernos inflexibles: no toleramos las críticas, las opiniones diferentes a la nuestra, los malentendidos, las pequeñas imprevisiones y cambios en el horario, las críticas (aunque sean las mejor intencionadas), los defectos (incluidos los más insignificantes), etc.

Al mismo tiempo, el ego me lleva a construir justificaciones para no alejarme de hábitos o formas de pensar que verdaderamente me esclavizan y me alejan del prójimo. He aquí algunos ejemplos típicos:

* La salud: Tengo que ir todos los días al gimnasio y luego a la piscina, para nadar y tomar el sol, porque el médico me dijo que eso es muy sano. Si bien hemos de ser dóciles a los consejos de los médicos, otra cosa muy diferente es utilizarlos para evitar hacer los esfuerzos que exige mi misión.

* Mi visión, superior a la de los demás: Debo hablar con insistencia de los problemas del mundo, porque los que me rodean no captan la gravedad del momento, la importancia de ser conscientes de lo mal que camina el mundo. A ciertas personas con alguna experiencia intelectual que, por supuesto es siempre limitada, les puede ocurrir esto.

* El vivir una “vida sencilla”: Quiero ser un cristiano más, sin entrar en organizaciones, comunidades o grupos que siempre traen problemas. Todo eso acaba en corrupción y yo sólo quiero vivir sin hacer daño a nadie.

* El sentir que ya hago mucho bien. Este podría ser el caso del Joven Rico.

Este apego a la propia imagen me recuerda el caso de un buen y auténtico budista, que observaba cuidadosamente los principios de su religión: ser compasivo con todos y con todo, no intoxicarse con alcohol y tabaco, no tener conductas sexuales desordenadas, no mentir y no ser esclavo de las ambiciones. Siempre buscaba avanzar en el cumplimiento de esos preceptos. Un amigo le dijo que le parecía fanático y exagerado y que no hacía falta tanto para ser un buen budista, añadiendo que él mismo cumplía esos preceptos y que se consideraba un buen budista. A lo cual, el primero respondió: Mi perro no se emborracha, no es ambicioso, es pacífico y fiel, pero no puedo decir que sea un verdadero budista.

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Uno de los problemas con los apegos es que NO suelen referirse a asuntos moralmente perniciosos; eso explica por qué Cristo nos advierte: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14: 26).

Además de ser una barrera para las relaciones con los demás, los apegos nos impiden escuchar la voz de las Personas Divinas, que nos llaman cada día a vivir de una forma nueva, imposible de predecir e imaginar. Eso recuerda la antigua sabiduría del Libro del Eclesiastés: Dios hizo todo hermoso en su tiempo, luego puso en la mente humana la noción de eternidad, aun cuando el hombre no alcanza a comprender la obra que Dios realiza de principio a fin (Ecl 3: 11).

¿Cuál es el camino para vencer nuestros apegos? Seguramente, desde el punto de vista de la virtud, es la humildad. Y desde la perspectiva de la vida mística, de lo que sólo Dios puede hacer en nosotros, es el don de la sabiduría, del cual habla con entusiasmo la Primera Lectura de hoy.

En efecto, esa sabiduría nos da una perspectiva realista, objetiva, de nuestra pequeñez y de lo efímero del mundo y a la vez del privilegio de estar llamados a ser instrumentos, por supuesto siempre humildes instrumentos, para el reino de los cielos. Sólo la persona sabia puede ser humilde, pues tiene una comprensión de su lugar en el mundo y ante la mirada divina.

No creamos que la humildad es simplemente una virtud enaltecida en la antigüedad, ajena al mundo moderno, donde tanto se ha insistido en la autoestima y la auto-aceptación. En los últimos años, muchos estudiosos de la psicología e incluso de la dirección de empresas (D. Robson, B.P. Owens, A. Rego, etc.) han iluminado el valor de la humildad en las relaciones humanas, mostrando la armonía entre el conocimiento de las ciencias humanas y la genuina espiritualidad que enseñan muchas religiones.

Como afirmaba la Madre Teresa de Calcuta, refiriéndose a nuestro corazón, Dios no puede llenar lo que está lleno de otras cosas.

En realidad, es imposible vivir la humildad auténtica, a no ser a través de la unión con Dios. De otra manera, esa supuesta humildad se limita a vivir de forma pasiva o inactiva, con falta de iniciativa y con miedo a tomar decisiones.

Recordemos un conocido ejemplo histórico de la relación entre sabiduría y humildad.

A lo largo de su dilatada vida, Sócrates, que parecía un vagabundo, había sido un dechado de humildad. Cuando su amigo Querefonte fue al oráculo de Delfos a preguntar si había alguien más sabio que Sócrates, por intercesión del dios Apolo, la sacerdotisa respondió que nadie era más sabio. Para entender el significado de esta afirmación divina, recordemos que Sócrates interrogó a varias personas con pretensiones de sabiduría, y en cada caso concluyó: Es probable que yo sea más sabio que él en esta pequeña medida: que no pretendo saber lo que no sé. A partir de entonces, se dedicó al servicio de los dioses buscando a cualquiera que pudiera ser sabio y, “si no lo es, mostrándole que no lo es”.

En realidad, ninguno de nosotros puede estar satisfecho de la propia vida espiritual, lo cual es una condición necesaria para el progreso en la perfección, de forma muy parecida a cómo un verdadero científico cuestiona continuamente el poder de las teorías establecidas y reconocidas, sin despreciarlas nunca.

De hecho, San Juan nos recuerda que, si decimos que no tenemos pecado, la verdad no está en nosotros(1 Jn 1: 8)

La Segunda Lectura nos recuerda hoy cómo Dios juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas. Lo cual no es una amenaza, sino un excelente consejo, nacido de la experiencia, para no dejarnos dominar por nuestras convicciones intelectuales más sólidas ni por los deseos que nos parecen más justificables. Sólo Dios nos conoce.

Quien se encuentra a gusto con su vida de fe, está arrojándose sin remedio a una mediocridad que jamás le hará plenamente feliz. El Papa Francisco, en una llamada telefónica a un grupo de jóvenes italianos que peregrinaban, les animó a abrazar la esperanza en Dios y a rechazar la mediocridad: Por favor, no caigan en la mediocridad, en esa mediocridad que rebaja y nos vuelve grises, porque la vida no es gris, la vida es para apostar por grandes ideas y por grandes cosas.

En realidad, la mediocridad es una forma gris y dolorosa de perder la vocación.

Nuestro apego al instinto de felicidad pone en peligro la vocación universal a la santidad que todos hemos recibido, pues cuando sentimos el peso de la cruz podemos reaccionar como el Joven Rico, a quien pareció demasiado el vender sus posesiones y der todo a los pobres. Si tú y yo creemos que no hay pobres a nuestro lado, estamos negando lo que el Maestro nos dijo una vez: Los pobres siempre los tendrán con ustedes, y podrán ayudarlos cuando quieran (Mc 14: 7).

En realidad, Cristo ofrece al Joven Rico el camino para ser verdaderamente feliz, para vivir la vida eterna que buscaba: compartir con los pobres lo mejor que tenía. No podía o no quiso comprender que una persona buena como él, una promesa viva para el reino de los cielos, sólo da fruto si muere en su vida lo más importante que poseía. No se trata de dar limosnas, sino de entregar cada momento, cada fracción de mi energía.

Parece oportuno recordar algo que nuestro padre Fundador nos decía en alguna ocasión, que es el valor del buen humor en la vida espiritual. No se trata de reír o de contar historias divertidas, ni de reírse de los demás, sino de aprender a despegarse de las emociones negativas, a contemplarlas desde lejos (una forma de educación de nuestro éxtasis) y darse cuenta de lo ridículos que somos cuando nos dejamos dominar por bienes, juicios o deseos que habíamos considerado “absolutos” o irrenunciables.

El buen humor espiritual nace de una verdadera sabiduría, que permite contemplar el auténtico valor y las limitaciones de todo; los eventos tristes, los éxitos, nuestras debilidades y nuestras fortalezas. Cuando somos capaces de exteriorizar ese buen humor, sobre todo cuando nos reímos de nosotros mismos, logramos acercarnos a los demás, pues desaparece cualquier temor que pudiéramos transmitir. Da la impresión de que el Joven Rico era… demasiado serio.

Pero, lo más importante, el buen humor espiritual me permite tener en cuenta que todo lo he recibido de Dios. Es más, si acojo el don de sabiduría, de distinguir lo perfecto de lo inútil, como dice la Primera Lectura, con ella me vendrán todos los demás bienes juntos.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente