Evangelio según San Juan 6,41-51:
En aquel tiempo, los judíos murmuraban de Él, porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Y decían: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?». Jesús les respondió: «No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre.
»En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo».
¿Cuál es tu Monte Horeb?
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 11 de Agosto, 2024 | XIX Domingo del Tiempo Ordinario
1Re 19:4-8; Ef 4:30—5:2; Jn 6:41-51
Está claro que el Evangelio de hoy se fija en cómo los judíos murmuraban de Jesús. Antes de hablar de las intenciones o de la falta de comprensión de sus compatriotas, conviene destacar que lo que sí percibieron claramente es un cambio en la vida de Cristo. Para ellos, primero era el hijo de María y José, un muchacho de una familia común y corriente. Ahora veían en Él algo que… no podían explicar.
Cuando reflexionamos sobre la evolución del camino espiritual, dada nuestra condición de pecadores, lo primero que nos viene a la mente es la conversión: de nuestra vida de pecado a la vivencia de la virtud, con la gracia de Dios. Pero no es éste el único cambio posible. En la vida de Cristo hay una transformación que llama la atención, que hace evidente la presencia de Dios Padre en su forma de pensar, hablar y actuar.
Este es un signo universal, que se da cuando hay un cambio profundo en las personas… o en las cosas. Queda clara la intervención de un Padre, de una fuerza, de un apóstol, del Espíritu Santo… Yo les daré un solo corazón y pondré un espíritu nuevo dentro de ellos. Y quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que anden en Mis estatutos, guarden Mis ordenanzas y los cumplan (Ez 11: 19).
En el siglo XVII, Isaac Newton, genio de la Física, escribió las tres famosas leyes del movimiento, que son la base de la Mecánica Clásica. La primera dice así: Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que cambie su estado por alguna fuerza que actúe sobre él. En esta formulación, aparentemente simple, se establece un camino para detectar la existencia de una fuerza.
De modo análogo, los cambios que observaron los judíos en la vida de Jesús, no tenían otra explicación que la intervención de la Providencia. No es de extrañar que nos produzca una curiosidad profunda la infancia y la adolescencia de Jesús, para intentar comprender qué hacía en su primera juventud y cómo Dios Padre le llevó hasta la plenitud de su misión redentora. El libro La Infancia de Jesús, del Papa Benedicto XVI se ocupa de analizar este asunto.
En una entrañable obra de ficción, La adolescencia de Jesús nunca contada (1997), José María Sánchez Silva trata de imaginar cómo el joven Jesús fue impulsado a obrar acciones que eran cada vez más clara y visiblemente en nombre de su Padre.
En su libro Transfiguraciones, nuestro Fundador, Fernando Rielo escribe: La existencia de Dios sólo tiene una prueba: tú mismo. Acostumbrados a nuestra cultura individualista, podemos pensar que esto se limita a nuestra certeza personal sobre la presencia o la acción de Dios, pero se trata también del efecto que producen en mi prójimo ciertos cambios en mi pobre vida, que revelan la acción de las Personas Divinas.
Al igual que los judíos, aunque las personas puedan murmurar (que no significa sólo tener reservas, sino criticar a alguien a sus espaldas) ante los cambios de quien pretende seguir a Cristo, la intervención divina deja su huella en el alma de quien toca y de quienes le conocen.
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La historia del profeta Elías es particularmente relevante para comprender la forma de actuar de Dios en nosotros. Es precisamente cuando desea morir, el momento en que Yahveh reclama su ayuda. En efecto, leemos en la Primera Lectura cómo al decir: ¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres! La paradójica respuesta divina es darle el alimento necesario para cumplir una misión descomunal, titánica: enfrentarse al rey Ahab y a su poderosa esposa Jezabel, que habían traído a Israel la corrupción, los cultos paganos, la injusticia social y los crímenes causados por el hambre de poder.
Antes que nada, debemos reconocer que nuestra situación es semejante a la de Elías, más allá de las evidentes diferencias de épocas y de nuestro papel personal. Desde luego, no estamos llamados, como él, a eliminar 400 profetas de Baal, ni tampoco a ser arrancados de la tierra en un carro de fuego.
Pero cada uno de nosotros, como Elías, ha experimentado alguna dificultad especial, difícil de olvidar:
un tiempo muy largo de contrariedad por el maltrato de alguien, tal vez una autoridad o alguien de más edad;
una duda severa sobre la vocación, considerando otras alternativas para el resto de mi vida;
un ambiente difícil en la familia o en la comunidad no sintiéndome escuchado, más bien, a veces, víctima de la envidia;
una persona que era para mí modelo, ejemplo positivo y súbitamente aparecen actos o intenciones lamentables en su vida. Cae del pedestal donde la tenía;
una forma de soledad, física o producida a la hora de emprender una misión que esperaba realizar con alguien de confianza: educar los hijos, atender a quienes buscan a Dios, un trabajo inesperado o de emergencia…
El Evangelio y el Antiguo Testamento son importantes por muchas razones, pero hoy hemos de fijarnos en cómo actúa Dios Padre en los momentos más críticos de nuestra existencia: al igual que hizo con Elías, no le libra del cansancio, sino que le da alimento y le obliga a caminar en el desierto 40 días y 40 noches. El mensaje es éste:
Sé que estás angustiado y cansado, pero tienes que caminar aún más. Te doy ahora la fuerza para que puedas emprender una nueva misión, y te aseguro que Yo haré fecundo ese esfuerzo que ahora te parece excesivo y de poco valor. Esa es la prueba de mi confianza; sin ningún paternalismo, como no lo tuve con mi Hijo muy amado.
San Pablo nos dice en la Segunda Lectura que Dios nos ha marcado, como se hacía con los esclavos, para que no pudiesen escapar. Ciertamente, la marca original es el Bautismo, pero recibimos continuamente esta marca, un verdadero sello imposible de borrar, que es un estigma espiritual, no físico. Como le sucedió a Elías, podemos negarnos a esa misión, podemos escapar de esa amorosa “esclavitud” de hijos…pero eso supone una verdadera muerte. Esa es la triste reacción de muchos, de la mayoría de los llamados, que no están dispuestos a padecer, a no ser que puedan tocar la recompensa, los frutos, ahora mismo. No fue esa la respuesta de Elías, de Moisés (que ya había ascendido cuatro siglos antes al mismo Monte Horeb), ni tampoco de María y José, que vieron cómo su fama se desplomaba frente a la familia y los conocidos.
Dios conoce nuestro sufrimiento hasta el fondo, cosa que es imposible para nuestro prójimo, por mucho que nos ame.
Una vez, un joven de una provincia muy remota fue a la capital del país a buscar trabajo. Un día envió una foto en Facebook. Estaba apoyado en un coche muy caro, un Lamborghini. Su madre vio la foto le respondió diciendo: Oh, hijo, me alegro de que por fin hayas conseguido un trabajo y de que tengas un coche tan caro. Pero el hijo le envió un mensaje respondiendo a su madre: Mamá, tengo que apoyarme en el coche o me desmayaré, porque llevo días sin comer.
Como dice el poeta Henry W. Longfellow: Todo el mundo tiene penas secretas, que el mundo desconoce. A menudo decimos que alguien es frío, cuando en realidad se siente solo. Esto es frecuentemente cierto. A veces juzgamos fácilmente a las personas, pensando: Se encuentra bien, pero en realidad no es así. O Esta persona es antipática, pero en la verdad lo que le ocurre es que está triste.
Dios supo tratar la profunda depresión y el miedo de Elías. Y una prueba es que consiguió que el profeta lograse dormir, cosa que no es sencilla para alguien tan angustiado y deprimido. El cuidado que la Providencia tiene con nosotros, el alimento que nos da, no es sólo los tesoros del Bautismo y la Eucaristía. Si Cristo proclama que es el pan de vida, no sólo se refiere a su presencia en el Santísimo Sacramento, sino a los dones que nos envía, por medio del Espíritu Santo:
* Para darnos la sabiduría de tener una visión diferente de las dificultades. Suele decirse que “cada momento de crisis es una oportunidad”. Eso suena optimista, pero no siempre es cierto. Cristo, y sólo Él, ilumina el sentido y el objetivo de cada lágrima.
* Para darnos –como a Elías- el pan y el agua que nos permitan caminar, seguros de y fortalecidos porque lo hacemos con Él.
* Para que se cumplan en ti y en mí los signos de vínculo que menciona la Segunda Lectura: Sean amables, comprensivos, perdonándose unos a otros como Dios les perdonó en Cristo. Sean imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivan en el amor como Cristo les amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave aroma. Así se hace posible el irnos pareciendo a nuestro Padre, cuya primera característica es la misericordia (Ex 34: 6).
Cristo nos puede acompañar en el dolor y nosotros acoger su ayuda, porque sabemos que Él ha sufrido también. A veces no prestamos atención a quien trata de animarnos porque en el fondo no creemos que comprenda exactamente lo que nos pasa. No es así con Jesús. Cuando el Evangelio nos dice que el Verbo se hizo carne (Jn 1: 14), no se refiere al hecho evidente de que el Hijo de Dios asumiera la apariencia externa de un hombre, sino a que se hizo semejante a nosotros, acogiendo incluso lo más precario de nuestra condición, pues el concepto semítico de “carne” no es la fortaleza de los músculos, sino la parte más débil, más frágil de la persona: El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil (Mt 26: 41).
El subir fatigosamente al Monte Horeb significa reconocer la propia debilidad y encontrar consuelo y confirmación seguros en la persona de Cristo, por mucho que nos puedan ayudar en ciertos momentos las personas de buena voluntad. Yo soy el pan de la vida. (…) éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente