Evangelio según San Marcos 7,1-8.14-15.21-23
En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén, y vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas. Es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres».
Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».
Primero haz las paces y luego, entrega tu ofrenda
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 01 de Septiembre, 2024 | XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Dt 4: 1-2.6-8; Sant 1: 17-18.21b-22.27; Mc 7: 1-8.14-15.21-23
Empecemos con una historia. Había una vez un pueblo aislado en un valle, donde sus habitantes vivían felices y en paz, sin mayores necesidades. Bastantes personas habían intentado llegar allí con la esperanza de vivir con tranquilidad y sin penurias, pero habían desistido porque el camino hasta allí era difícil y peligroso. Los habitantes de ese pueblo estaban contentos con el monje que hace años había llegado allí para ser su guía espiritual, pero ya tenía muchos años y escribió una breve carta al monasterio del que había venido: Me estoy haciendo muy mayor. Por favor envíen un monje al que pueda enseñar todo lo que sé. Que sea uno capaz de no perderse en distracciones.
El superior del monasterio leyó la carta a sus monjes y dijo: Desearía enviar a cuatro de ustedes ¿Quiénes están dispuestos? Un poco sorprendidos, pues en la carta sólo se pedía uno, cuatro de ellos se ofrecieron. El superior explicó: El viaje es largo y hay muchas distracciones; no estoy seguro si alguno de ustedes llegará. Sonrientes y seguros de sí mismos, se pusieron en marcha.
El primer día, llegaron a un pueblo donde acababa de morir el sacerdote del lugar. Fueron recibidos en un ambiente amable y ofrecieron a los monjes el puesto, que incluía una bella casa, un buen sueldo y no demasiado trabajo. Uno de ellos aceptó, explicando a sus compañeros que era importante atender espiritualmente a esas gentes.
El segundo día, los tres restantes vieron al rey del territorio vecino que pasaba a caballo. Les invitó amablemente a cenar y luego pidió al más joven hablar con él. Le dijo que le parecía una persona inteligente y bondadosa, lo que él había soñado siempre para su hija y que podría quedarse allí, ser casarse con ella y heredar el reino, donde seguro que haría mucho bien. El joven monje aceptó la oferta y los otros dos siguieron su camino.
El tercer día llegaron a un lugar donde las personas eran ateas y poco amigas de la religión. Enseguida comenzaron a discutir apasionadamente con los monjes tratando de imponer su visión. Después de dos días, uno de ellos decidió que había que convencer a esas gentes de que estaban equivocados y comunicó al otro monje su deseo de quedarse allí para enseñar la verdad a todos.
El último monje siguió su camino y en dos días llegó al pueblo donde esperaban su llegada. Relató al anciano monje el viaje y éste sonrió, diciendo: Ya veo que el superior entendió mi mensaje. Ya ves, joven hermano, que el viaje no era tan duro, pero está lleno de distracciones. Y lo que hay que hacer en este lugar no es muy complicado. Como has podido aprender durante el viaje, el secreto es no perderse en las distracciones. Y, con esto, hemos terminado la primera lección.
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Por supuesto, los tres monjes que abandonaron el camino NO LLAMARÍAN “distracciones” a las situaciones que les hicieron abandonar su viaje. Más bien dirían que esos eventos representan la voluntad divina, de manera parecida a los fariseos y escribas que, en el texto evangélico de hoy, se aferran a las purificaciones del cuerpo y de los objetos, sin reconocer que sus corazones estaban apegados a esas tradiciones, lo cual les llevaba a separarse de la obediencia a Dios, que nos pide una misericordia siempre mayor que la que sale de nosotros, que está mezclada con las doce malas intenciones que cita Jesús: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez.
Al igual que los monjes de la historia anterior, nosotros no llamaríamos “intenciones” a esos doce tristes frutos que salen del corazón del hombre. Pero Cristo sí lo hace. Eso ilustra que, tal vez no llevemos a efecto alguna de esas malas intenciones… pero la realidad es que están ahí, conviviendo con lo que “entra por la boca”, es decir, lo que el Espíritu nos inspira continuamente y empujándonos a cometer acciones ajenas u opuestas al reino de los cielos.
En el caso de los fariseos, el problema se agrava porque utilizan a Dios para auto-justificarse de las acciones que les sirven de refugio a sus deseos y de cómodo sucedáneo de la voluntad de Dios. Aquí, “cómodo” significa que se utiliza para preservar su fama ante los demás. Esto no es propio sólo de los fariseos, sino de todos nosotros, como los monjes de nuestra historia.
Una dificultad con la actitud farisea es que en muchas ocasiones fracasa al intentar camuflar su vida ante los demás –sepulcros blanqueados, les llama Jesucristo (Mt 23: 27)- pero normalmente es eficacísima ante el espejo, como maquillaje delirante de nuestras acciones más egoístas. De nuevo, recordemos la historia de los cuatro monjes: los tres que abandonaron estaban convencidos de haber encontrado su misión en esta vida, pero los tres encajan con varias de las doce malas intenciones enumeradas por Cristo.
En el Capítulo previo de San Marcos vimos cómo Jesús alimenta a la multitud en medio de un lugar desierto, donde no había posibilidad de encontrar agua para las abluciones rituales. Ahora queda aún más claro que lo importante es la misericordia, por encima de las reglas que, por otra parte, Cristo buscaba respetar y –aún más- llevarlas a la perfección, como cuando Él mismo lavó los pies de los discípulos.
Cualquier rito, cualquier acto litúrgico, ha de servirnos para recordar y revivir algo esencial en nuestra vida, como pide Jesús al exhortar en la Santa Cena: Hagan esto en memoria mía. Caso contrario, como Él nos dice, se transforma en “tradición de los hombres”. Hay ejemplos célebres de cómo, incluso fuera de la vida espiritual, algunos gestos sirven para darnos fuerza y, sobre todo, para fortalecer nuestra unidad.
Cuando hemos visto en las Olimpiadas a los componentes de algún equipo gritar juntos: ¡La victoria es nuestra! o darse un enérgico abrazo al saltar a la cancha, sabemos que esto es algo profundamente sentido y que tiene un efecto positivo. Otro ejemplo, de alguien no precisamente unido a la Iglesia: Somerset Maugham (1874-1965), el famoso escritor británico, que se vio activamente envuelto en las dos Guerras Mundiales. En una ocasión, viajando en un barco de regreso a su país, hubo que racionar el agua y él sorbía poco a poco de una taza vieja y agrietada, intentando que le durara el máximo de tiempo. Fue en ese viaje cuando descubrió que tenía un don, una vocación auténtica de escritor, aunque ya había tenido cierto éxito. Años más tarde, cuando Maugham ya era reconocido y era consciente de que podría olvidar su vocación, de que la diera por sentada y perdiese su sabor original, tomaba aquella vieja taza agrietada que guardaba en el cajón, la llenaba de agua y bebía sorbos de ella intentando revivir, recordar aquella primera vez que descubrió su vocación de escritor. No quería ser como el hombre que vislumbró su verdadero yo en el espejo… y luego olvidó lo que vio.
En realidad, podemos transformar todos nuestros actos en ofrenda, en algo dedicado a Dios, por eso el origen de las tradiciones judías de lavarse las manos, las copas o las bandejas iba más allá de ser una práctica de higiene, sino que refleja el aprecio de la misma inspiración que vemos recogida en el Apocalipsis: Yo hago nuevas todas las cosas.
Respecto a la Palabra de Dios (no hablamos ahora inmediatamente del diablo) existen dos tentaciones permanentes en nuestro ego.
La primera es exaltar de forma exclusiva algo que me atrae en la vida del apóstol (dos ejemplos típicos son las relaciones humanas y el estudio…) y la segunda o suprimir algo que me exige demasiado esfuerzo. Nosotros, dos mil años después, podemos decir que esto es una falta contra el Espíritu Evangélico. Me acabo convenciendo de que poseo la visión auténtica de la voluntad divina, que no necesito consultar a nadie y que hay muchas actividades y esfuerzos (que hacen mis hermanos) con muy muy poco o ningún valor. Termino creyendo que conozco lo que hay que hacer para cambiar el mundo.
Entonces, se me pueden aplicar las palabras del Antiguo Testamento: Aun cuando tu corazón se ha enaltecido Y has dicho: “Soy un dios, sentado estoy en el trono de los dioses, en el corazón de los mares”, no eres más que un hombre y no dios, Aunque hayas puesto tu corazón como el corazón de un dios (Ez 28: 1).
En la vida espiritual, en el arte, en las ciencias o en la evolución de la técnica, los cambios suelen ser difíciles. Las más venerables tradiciones pueden fácilmente convertirse en refugio, en excusa para evitar el riesgo de acercarse al prójimo. Cristo nos ofrece un ejemplo conmovedor con su vida, pues ciertamente nunca pretendió abolir la Ley y los Profetas, sino más bien mostrar toda la grandeza que muchos no habían descubierto o tal vez habían usado en su provecho personal.
Gustav Mahler, uno de los principales compositores de principios del siglo XX, que vivió la tensión entre tradición e innovación y que intentó tender un puente entre los géneros clásicos y modernos de la música, escribió en una ocasión: La tradición no es la adoración de las cenizas, sino la conservación del fuego.
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Como proclama hoy la Segunda Lectura, no es suficiente escuchar y admirar la Palabra de Dios, lo que leemos en el Evangelio o vemos en la vida de las personas generosas. Hay que transformarla en obras. Pero, lo más interesantes es que Santiago nos da una regla práctica para saber cuándo nos hemos desviado y cuándo estamos en camino:
La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo.
En nuestra historia de los cuatro monjes, se aprecia lo fácil que es mancharse con los asuntos del mundo, que con facilidad transformamos en “ley”. Sin una mirada pura, sin proponerme cada día vivir la pobreza, la castidad y la obediencia, no seré capaz de ayudar a huérfanos y viudas como lo haría Cristo. Recíprocamente, cada vez que busco fiel a la Palabra y no me limito a repetirla y comprenderla, sino que me esfuerzo en aprovechar cada oportunidad, mis intenciones son purificadas de las distracciones del mundo y el corazón queda abierto a la intervención del Espíritu Santo.
Cristo nos revela que la persona pura no es la que ha nacido en cierto lugar o pertenece a un pueblo escogido. Tampoco es pura por guardar una distancia de los pecadores o los no creyentes, sino porque se pone al servicio de los demás y nunca utiliza a nadie como un objeto. Nadie le es indiferente, nadie está fuera de su compasión, nos que le aman, ni los que en algún momento son sus enemigos.
Por tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar, y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda (Mt 5: 23-24).
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente