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Vive y transmite el Evangelio

A Ti levanto mis ojos | Evangelio del 1 de diciembre

By 27 noviembre, 2024No Comments


Evangelio según San Lucas 21,25-28.34-36:

Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas.
Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán.
Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria.
Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”.
Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes
como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra.
Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”.

A Ti levanto mis ojos

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes 

Roma, 01 de Diciembre, 2024 | Domingo I de Adviento.

Jer 33: 14-16; 1Tes 3: 12; 4: 2; Lc 21: 25-28; 34-36

Al disponernos a celebrar y aprovechar espiritualmente el Adviento, nos encontramos con dos advertencias que destacan claramente en el Evangelio de hoy: los signos terribles que rodearán a la humanidad y la necesidad de estar alerta continuamente.

Pero, siendo realistas, debemos reconocer que el tiempo presente ya está lleno de esos signos espantosos y horribles, tanto para el género humano como para muchos individuos y que, análogamente, la llegada de Cristo es un acontecimiento permanente. Parece que va siendo imposible vivir en nuestro mundo. Se cometen abusos e injusticias a niveles insospechados; reina el odio; hay violencia, guerra, condiciones inhumanas. La propia naturaleza es destruida por la sobreexplotación de los recursos. El ritmo de los tiempos y las estaciones ya no es regular… pero también Cristo sigue manifestando su presencia de formas siempre nuevas: nuevos santos, nuevas personas que llegan a conocer a Dios… sobre todo nuevas misiones personales y comunitarias que nadie habríamos imaginado.

En nuestra vida personal experimentamos fracasos, miserias, debilidades, infidelidades. No podemos desprendernos de defectos y malos hábitos. Las pasiones incontroladas nos dominan; nos vemos empujados a adaptarnos a una vida de compromisos penosos e hipocresías humillantes. Los miedos, los delirios, los remordimientos, las experiencias desgraciadas nos hacen incapaces de sonreír. ¿Será posible aún recuperar la confianza en nosotros mismos y en los demás? ¿Puede alguien devolvernos la serenidad, la confianza y la paz?

Quien se desanima, quien se rinde ante las dificultades, quien se impacienta consigo mismo y con los demás, quien espera obtener transformaciones inmediatas y radicales no ha comprendido el ritmo de crecimiento del reino de Dios.

Un verdadero profeta es el que ayuda a comprender los signos del nuevo mundo que surge, infunde confianza y esperanza, hace comprender que el reino del mal no tiene futuro, el que, incluso en situaciones desesperadas, sabe indicar un camino para recuperarse, para reconstruir una vida que a los ojos de la gente puede parecer irremediablemente destruida.

El mensaje de hoy no pretende infundir miedo, sino más bien confirmar que la llegada de Cristo es posible y se realiza en medio de las condiciones más difíciles y sombrías.

Bajar los brazos, rendirse ante un pecado avasallador que domina en el mundo y en nosotros, es una tentación peligrosa.

Los agoreros son los que repiten sin cesar: No vale la pena comprometerse; no cambiará nada, el mal es demasiado fuerte. El hambre, las guerras, las injusticias y el odio siempre existirán.

No serán escuchados. Los que, como Pablo, tienen la mente de Cristo (1 Cor 2:16) ven la realidad con otros ojos. Miran el mundo nuevo que está naciendo y con entusiasmo anuncian a todos: Ahora brota algo nuevo. ¿No lo perciben? (Is 43:19).

Si estamos de acuerdo en lo anterior, podemos llegar a la conclusión que el tiempo de Adviento no son simplemente cuatro semanas para preparar la llegada del Niño Jesús, como hábilmente proponen las siempre prematuras campañas comerciales en todo el mundo.

En el Adviento no nos estamos preparando para un acontecimiento imaginario que sólo existe en la fantasía. Nuestra esperanza se basa en la certeza de que Cristo viene continuamente. De hecho, ya ha venido entre nosotros en nuestra propia carne. Ya nos ha amado más allá de la muerte, ha vencido al pecado y al mal, y nos llena cada día con la esperanza de la Vida Eterna. Eso explica por qué hoy nos dice: Cuando estas cosas comiencen a suceder, manténganse erguidos, con la cabeza bien alta, porque la liberación está cerca.

—ooOoo—

Hoy día, cuando se reconoce el valor de la empatía, no nos damos cuenta de que su plenitud se encuentra en la hospitalidad, en la forma de acoger al prójimo, más allá de sus ideas, dificultades, preocupaciones… se trata de la forma como le damos entrada en nuestro corazón, más que intentar sólo conocer el suyo. Al igual que en todas las culturas adornamos la casa y cuidamos el menú cuando acogemos a alguien, el discípulo de Jesús prepara su venida con un cambio íntimo y adecuado al Huésped que llega. Esto queda claro en el contraste de dos personajes del Evangelio: la forma “correcta” como Simón el fariseo recibe a Cristo en su casa y la apertura total, de la mujer pecadora que perfuma los pies del Maestro (Lc 7: 36-39). Ésta abandonó la preocupación sobre su propia fama. Podemos concluir que la forma como la hospitalidad se hace virtud evangélica es a través de la abnegación.

En la Biblia y fuera de ella, encontramos numerosos ejemplos de hospitalidad. Así, san Bernardo de Claraval era famoso por interrumpir sus charlas a sus monjes para reunirse con quienes llegaban a la portería.

Un joven, con intención de progresar en la vida espiritual, visitó una vez a un ermitaño y fue agasajado por él. Temía que su presencia hubiera interferido con la severidad de la vida del ermitaño, y cuando se marchaba le dijo: Padre, perdóneme si he interrumpido la observancia de su regla de vida. El ermitaño le contestó: Mi regla de vida es recibirte con hospitalidad y dejarte partir en paz.

La hospitalidad no es una virtud para ser vivida “de vez en cuando”. Notemos cómo, en la Segunda Lectura, San Pablo anima muy diplomáticamente, muestra su felicidad al haber recibido de Timoteo buenas noticias sobre la fe y la convivencia de los tesalonicenses, pero no se queda satisfecho con eso y les exhorta muy especialmente a cuidar las relaciones entre los miembros de la joven comunidad cristiana, mencionando explícitamente “la caridad entre ellos”. Efectivamente, cuando en una familia o una comunidad las diferencias de opinión sobre horarios, uso de lavadoras (sí; has leído bien), o temperatura de la casa, son asuntos capaces de crear división, podemos estar seguros que esas personas ni siquiera han reflexionado sobre el significado de la caridad.

No es casualidad que las palabras hospitalidad y hospital tengan la misma raíz. Ambas expresan la acogida a quien necesita ser restablecido.

Cuando usamos la palabra hospitalidad, tradicionalmente nos referimos a personas no bien conocidas, o muy diferentes a nosotros. La hospitalidad no consiste simplemente en celebrar fiestas o cenas para los amigos y la familia. Es específicamente la virtud de tender la mano a los viajeros, a los pobres, a los olvidados, a los marginados. Es abrir la propia casa al que humanamente, de alguna manera nos resulta extranjero.

Hospitalidad, en la vida espiritual, significa curación, no sólo celebrar comidas y reuniones con cuidado y afecto, a lo cual también el Evangelio anima a todas las comunidades. Por eso, ya en el Deuteronomio abundan las referencias a las personas más necesitadas:

Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero, dándole pan y vestido (Deut 19: 18).

No somos capaces de saber qué necesita exactamente la persona que acogemos; nuestra amabilidad natural, nuestra mejor sonrisa, el tiempo dedicado a ella no son suficientes.

Así, San Juan Pablo II dijo:

Como los discípulos de Emaús, los creyentes, sostenidos por la presencia viva de Cristo resucitado, se convierten a su vez en compañeros de viaje de sus hermanos y hermanas en dificultad, ofreciéndoles la palabra que reaviva la hospitalidad en sus corazones. Con ellos parten el pan de la amistad, de la fraternidad y de la ayuda mutua (2 JUN 2000).

—ooOoo—

Nuestra hospitalidad, antes que nada, ha de ser vivida en la forma de acoger la persona de Cristo, tanto en la Eucaristía, que no puede ser rutinaria, como en su forma de inclinar nuestros pensamientos y deseos hacia el Padre, por la delicada y eficaz intervención del Espíritu Santo.

El hecho de que la hospitalidad es una virtud universal, que supera las diferencias entre individuos y entre grupos humanos. Vamos a ilustrarlo con una sencilla y bella leyenda hindú de Tamil Nadu (India).

En un pequeño pueblo de Tamil Nadu vivía un granjero llamado Maran. Era tan generoso que donó toda su riqueza o las ganancias de su vida a los devotos del Señor Shiva.

El Señor Shiva quería mostrar al mundo que Maran estaba imbuido de verdadero amor y servicio hacia sus devotos.

Un día, durante la estación de las lluvias, un devoto de Shiva llamó a la puerta de Maran a altas horas de la noche. El granjero lo recibió con una sonrisa sincera y le pidió que esperara en la sala. Cuando le pidió a su esposa que le cocinara algo, ella le dijo que no había arroz en la casa.  Sin embargo, se acordó de que ese día habían sembrado arroz en sus tierras y, si podían recogerlo, ella podría preparar algo de comida.

Al oír las palabras de su mujer, se sintió feliz como si hubiera recuperado un tesoro perdido. Enseguida se puso en marcha para traer las semillas de arroz. Llovía a cántaros y la oscuridad era total. Tomó una cesta, se cubrió la cabeza y recogió todo el arroz que pudo del campo embarrado. Las semillas flotaban en el agua de lluvia. Su mujer preparó la comida después de limpiarlas. Luego, con su esposa recogió las verduras del patio trasero y preparó diferentes platos con las mismas verduras.

Cuando la comida estuvo lista, caliente y humeante, Maran se dirigió a la parte delantera de la casa para invitar a su huésped a cenar. Pero el invitado desapareció de repente y en su lugar se alzó un resplandor y la pareja vio la Divina Presencia del Señor Shiva.

Desde luego, la auténtica hospitalidad requiere preparación, previsión, paciencia y… generalmente cambiar nuestros planes, como le pasó al generoso Maran. Por eso tiene sentido el Tiempo de Adviento. Fijémonos en la promesa de Yahveh en la Primera Lectura y cómo pasaron siglos para su pleno cumplimiento, con la llegada de Jesucristo al mundo.

Cristo nos ha dejado la Eucaristía para darnos la fuerza que no poseemos. Por eso, no tenemos derecho a dejar de sembrar, aunque nos flaqueen las piernas y nos tiemblen las manos.

También por esa razón, el texto evangélico concluye con la invitación de Cristo a la oración, a no permitir que el mundo signifique una distracción o una fuente de ansiedad permanente. Esa oración es descrita simplemente como levantar la cabeza, es decir, no mirarme al espejo y tener en cuenta que no estoy solo, aunque no pueda verlo todo; que a mi lado SIEMPRE hay personas que buscan a Dios, aunque no lo digan; que el Espíritu Santo recoge mis lágrimas y mis alegrías para iluminar a quien camina –por mil motivos- con un corazón pesado.

Cuando Él llegue por última vez, o cuando llegue nuestro último momento, estaremos dando gracias por su ayuda, que no siempre reconocemos.

Como los ojos de los siervos miran a la mano de su señor,

como los ojos de la sierva a la mano de su señora,

así nuestros ojos miran al Señor nuestro Dios (Salmo 123).

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente