por el p. Luis CASASUS. Presidente de las misioneras y misioneros Identes.
Roma, 25 de Diciembre, 2022 | La Natividad del Señor.
Isaías 52:7-10; Hebreos 1:1-6; Juan 1:1-18.
Al venir al mundo, Cristo no se hizo pecador, pero quiso que viésemos cómo experimentó las mismas condiciones, la debilidad y los peligros de nosotros pecadores.
Aunque no hay otra historia más hermosa que la que hoy relata el prólogo del Evangelio de San Juan, permitan ilustrarla con una anécdota.
Un hombre bueno y recto tenía un problema con el misterio de la Encarnación. No podía creer que el Hijo de Dios se convirtiera en uno de nosotros, y era demasiado honrado para disimularlo. Así que, en Nochebuena, cuando su esposa y sus hijos fueron a la iglesia, él se quedó en casa.
Poco después de que su familia saliera de casa, empezó a nevar y a soplar el viento. Se asomó a la ventana para contemplar la nieve y el viento. Pero poco después oyó un sonido, como el golpe de algo blando. Luego le siguió rápidamente otro, y después otro. Así que fue a la puerta principal a investigar. Allí encontró una bandada de pájaros miserablemente apiñados en la nieve. Les había sorprendido la tormenta de nieve y, en su desesperada búsqueda de refugio, habían visto la luz y volado hacia la ventana. «No puedo dejar que estas criaturitas se queden allí en el frío y mueran congeladas, pensó, pero ¿cómo puedo ayudarlas?». Entonces se acordó del granero. Sí, el granero les proporcionaría un refugio agradable y cálido. Así que se puso el abrigo y se dirigió a través de la nieve hacia el granero. Allí encendió la luz, pero los pájaros no acudieron. La comida los atraerá y guiará, pensó. Así que esparció un rastro de trocitos de pan por todo el granero, pero los pájaros seguían sin venir. Entonces intentó espantarlos caminando a su alrededor y agitando los brazos. Pero los pájaros se asustaron y se dispersaron en todas direcciones.
Entonces se dijo a sí mismo «Parece que los pájaros me consideran una criatura extraña y aterradora. Si hubiera alguna forma, podría conseguir que confiaran en mí«. Y justo en ese momento, empezaron a sonar las campanas de la iglesia. Permaneció en silencio mientras las campanas repicaban las alegres nuevas de Navidad: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros«. Entonces el hombre se hundió de rodillas en la nieve y dijo: «Señor, ahora comprendo por qué tuviste que hacerte uno de nosotros. Lo mismo que hiciste por nosotros al convertirte en uno de nosotros, yo habría podido ayudar a estos pájaros desesperados si hubiera decidido convertirme en uno de ellos«.
Este es el misterio de la Encarnación. Para acercarnos a Dios -y también al prójimo- necesariamente hemos de vaciarnos de nuestra forma de pensar, de hablar, de actuar. Cuando el Profeta Isaías nos transmite la voz de Yahveh: Pues sus proyectos no son los míos, y mis caminos no son los mismos de ustedes, dice Yahveh, no se refiere a una imposibilidad de comunicarnos con Él, sino a la necesidad de hacerlo como Él desea, con una abnegación continua, permanente, dinámica, adaptada a cada momento.
Esta podría ser para nosotros una lección práctica de la Encarnación de Cristo. No sólo representa un hecho asombroso y de un amor inimaginable, sino que nos da una clave para imitarle y llegar al corazón de cada ser humano, como Él mismo expresó después de muchas maneras: lavando los pies de los discípulos, llorando junto a las hermanas de Lázaro cuando éste murió, multiplicando los panes cuando le dolía el hambre de la multitud… San Pablo lo resumió de forma tan poderosa como emotiva: Alégrense con los que están alegres; lloren con los que lloran (Rom 12: 15). ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno? (2 Cor 11: 29). Todo eso lo hizo primero Dios, viniendo entre nosotros como un hombre más.
El Verbo se hizo carne. ¿Por qué utiliza San Juan esta expresión «carne«? ¿No podría haber dicho, de forma más elegante, que el Verbo se hizo «hombre«? No, utiliza la palabra carne porque indica nuestra condición humana en toda su debilidad, en toda su fragilidad. Nos dice que Dios se hizo frágil para poder tocar de cerca nuestra fragilidad. Así, desde el momento en que el Señor se hizo carne, nada de nuestra vida le es ajeno. No hay nada que desprecie, podemos compartirlo todo con él, todo.
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Rechazo. Desde antes de llegar al mundo, Jesús experimenta el rechazo. Sus padres no son admitidos en ningún lugar para ayudarle a venir al mundo. Eso es el anuncio de lo iba a ocurrir en su vida adulta.
Lo que ocurre al principio de una historia despierta una expectación. Tenemos presente ese acontecimiento, porque queremos ver cómo se desenvuelve todo. A medida que se desarrolla la historia, empezamos a comprender el significado más completo y el poder del acontecimiento inicial, dándonos cuenta de que había más de lo que sospechábamos.
Por eso es importante reflexionar sobre ese rechazo inicial que sufrió Cristo, no sólo para entender mejor su vida, sino también para estar alerta y comprender el poder de los celos y la envidia cuando somos rechazados o perseguidos de muchas maneras, sobre todo cuando el que nos rechaza está convencido de que es fiel a Dios. Pero, sobre todo, este sufrimiento de la Sagrada Familia debería abrirnos los ojos, a ti y a mí, a una realidad: nos resulta fácil rechazar, con razones firmes, a quienes Dios ve como inocentes.
Es interesante que casi todo el mundo (psicólogos, religiosos, consejeros, terapeutas…) cuando hablan de rechazo, se refieran a «cómo superar el rechazo que sufrimos«. Es de esperar, porque el ser rechazado es uno de los peores sufrimientos, junto al de la separación de las personas queridas. Sin embargo, pocas veces nos ocupamos de nuestra forma de rechazar a Dios. En realidad, para quienes nos decimos discípulos de Jesús, lo primero es recordar que el rechazar a Dios lo hacemos al rechazar a los demás. Quizás basta una cita del Antiguo Testamento:
Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos (1Sam 8:7).
¿De qué maneras rechazamos a Cristo? Por supuesto, no estamos hablando de perseguirle, o de hablar mal de Él. Tú y yo seguramente lo rechazamos con la indiferencia o con la falta de aprecio. Nuestro Fundador llama a esto falta de aceptación intelectual del Evangelio. Ahí comienza el rechazo.
El problema NO ES que no creamos en algunas cosas o palabras de la vida de Jesús, sino que, de muchas maneras, las tratamos de irrelevantes. Falta de aceptación, o de aprecio. Eso es más sutil y más peligroso que decir abiertamente que no estamos de acuerdo con Él… porque esto último exigiría un esfuerzo intelectual y emocional tremendo y probablemente nos llevaría al fracaso. Otra cosa diferente, más sencilla y trivial es decir que no estamos de acuerdo con las acciones de algunos que se llaman cristianos. Pero esto, si no faltamos a la caridad, puede ser incluso constructivo.
Rechazo el Evangelio cuando, en las situaciones «ordinarias» de mi vida, no se me ocurre pensar que necesito saber el parecer de Cristo. Por ejemplo, al estar cómodamente rodeado de personas que me quieren. Rechazo intelectualmente el Evangelio cuando no me detengo a mirar la vida de Cristo en una situación de conflicto y confío más bien en mi experiencia, mis opiniones o mi carácter. Rechazo el Evangelio cuando no medito cuidadosamente, de manera preventiva, proyectiva, en la forma de actuar de Jesús, para tratar de imitarle en circunstancias semejantes.
Pero sin duda fue el mismo Cristo quien dio una explicación completa de cómo y porqué rechazamos la Palabra y la Palabra hecha carne (a Él mismo). En la Parábola del Sembrador, más de una vez, vemos como todos nosotros, estamos en el segundo y tercer grupo de personas que lo escuchan sin fruto por no preparar nuestro terreno.
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Luz. Hoy, en el sublime texto de San Juan, entendemos que Jesús es la luz. No es fácil encontrar una metáfora más expresiva que la luz para hablar de Dios. Pero al evangelista le interesa destacar que esa luz está destinada a nosotros, no es simplemente para ser admirada, sino para que nos sirvamos de ella.
El Nuevo Testamento precisa en qué manera ocurre esto. Así, escribe San Juan: Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas (Apocalipsis 21:5).
Recordemos que nuestro padre Fundador nos ha explicado cómo esto tiene lugar en nuestra vida espiritual de forma constante. Dios se une a nosotros por medio de la Inspiración, que es un estado continuo de unión (si así lo permitimos, en nuestra libertad) en el que el Espíritu Santo nos modela, nos da la forma, da la forma a nuestro existir (16 NOV 1974). No solamente ilumina nuestra mente y nuestra voluntad, sino que nos revela su forma de ver el mundo, los acontecimientos y sobre todo los seres humanos. Con la luz de la Inspiración, ciertamente todas las cosas se hacen nuevas, todo es significativo, de todo podemos obtener un fruto y todo se puede transformar en ofrenda a Dios, incluso nuestro pecado, por medio del arrepentimiento y la conversión.
La luz que trae Jesús es una luz reveladora. La condenación de los hombres es que amaron más las tinieblas que la luz, y lo hicieron así porque sus obras eran malas, y aborrecieron la luz para que sus obras no fuesen descubiertas (Jn 3,19-20). Y hoy nos sigue ocurriendo lo mismo. La luz que trae Jesús es algo que muestra las cosas tal como son. Despoja de los disfraces y las ocultaciones; las muestra en su verdadero carácter y sus verdaderos valores.
Nosotros, los seres humanos, estamos imbuidos de miedo a la oscuridad, porque la oscuridad amplifica nuestros miedos básicos. Cuando estamos a su alcance, a menudo sentimos que nunca acabará. Así ocurre cuando la crisis arroja su espectro oscuro sobre nuestras vidas en forma de enfermedad, accidente, soledad o separación de las personas que queremos. Lo que nos resulta duro no es la oscuridad en sí, sino su duración aparentemente interminable. La oscuridad envuelve las cosas en ambigüedad. La oscuridad agranda el miedo.
En segundo lugar, la oscuridad enmascara los verdaderos peligros y los hace parecer inofensivos. En el momento en que oscurece, ya no podemos estimar fácilmente lo peligrosas que son las cosas. El camino parece claro y seguro, pero eso se debe a que la oscuridad oculta las curvas y los agujeros de la carretera. En la oscuridad contemplas los amplios campos abiertos, pero no ves las alambradas y las zanjas. Si la oscuridad magnifica el miedo en el primer caso, en el segundo hace que los verdaderos peligros parezcan inofensivos.
Por todo lo anterior, no es de extrañar que el diablo procure encerrarnos en la oscuridad. San Juan nos está preparando para una verdadera lucha, para un dilema permanente.
Sí, la luz que Cristo trae no es un lujo, sino algo indispensable para tener vida, verdadera vida. Para comprenderlo bien, concluyamos con las palabras que hoy oímos a Juan:
Todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.
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