por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Paris, 14 de Marzo, 2021. | Cuarto Domingo de Cuaresma.
2Cronicas 36: 14-16.19-23; 1 Epístola a los Efesios 2: 4-10; San Juan 3:14-21.
En uno de los países donde la esclavitud era legal en el siglo XIX, un caballero se encontró con una subasta de esclavos en una calle concurrida. El caballero examinó el grupo de esclavos que esperaba allí. Se detuvo cuando vio a una joven que estaba de pie al fondo. Sus ojos estaban llenos de miedo. Parecía muy asustada.
Cuando el subastador abrió la puja por la chica, el caballero ofreció a gritos una puja que duplicaba la de cualquier otro precio de venta ofrecido ese día. Se hizo el silencio durante un instante, y luego cayó el mazo: Vendida al caballero. La cuerda, que la ataba, fue entregada al hombre. La joven se quedó mirando al suelo. De repente, levantó la vista y le escupió a la cara. En silencio, él tomó un pañuelo y se limpió la saliva de la cara. Sonrió suavemente a la joven y le dijo: Sígueme. Ella le siguió de mala gana. Cuando se liberaba a un esclavo, era necesario presentar documentos legales. El caballero pagó el precio de compra y firmó los documentos.
Una vez terminada la transacción, se dirigió a la joven y le entregó los documentos. Sorprendida, ella le miró con incertidumbre. Sus ojos entrecerrados le preguntaron: ¿Qué está haciendo usted? El caballero dijo: Toma, coge estos papeles. Te he comprado para que seas libre. Mientras tengas estos papeles en tu poder, nadie podrá volver a hacerte esclava. La chica le miró a la cara. ¿Qué estaba pasando? Lentamente, dijo: ¿Me ha comprado para hacerme libre?… ¿Me ha comprado para hacerme libre? Cayó de rodillas y lloró a los pies del caballero. A través de sus lágrimas de alegría y gratitud, dijo: Me compró, para hacerme libre… …. ¡Yo le serviré para siempre!
Esta historia real es más que una anécdota con final feliz. Refleja la profunda aspiración de quienes están agradecidos por haber recibido la libertad. Esa, ni más ni menos, es nuestra condición, la tuya y la mía. Por supuesto, la diferencia es que el precio pagado por nuestra liberación es mucho mayor y merece de nuestra parte una reacción similar: ¡Te serviré para siempre! Y bien sabemos que este servicio se realiza a través de nuestra dedicación al prójimo.
El tema central de las Lecturas de hoy es que nuestra salvación es el don gratuito de un Dios misericordioso que se nos ha dado a través de Jesús, su Hijo. La historia del pueblo de Israel, de la Iglesia Católica y de nuestras vidas personales nos enseñan, como lo que le ocurrió a la esclava, que la misericordia de Dios se realiza de maneras difíciles de prever. En la Primera Lectura vemos cómo Dios permitió que Ciro el Grande, un conquistador pagano, se convirtiera en el instrumento de su misericordia y de la salvación de su pueblo elegido, que estaba exiliado en Babilonia.
Las palabras de Jesús a Nicodemo en el Evangelio subrayan la misericordia permanente de nuestro Padre. Es importante que las leamos una vez más: El Padre amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios envió a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que por medio de Él, el mundo se salve.
Estas palabras hablan de un aspecto fundamental de la humanidad pecadora. Desde nuestros primeros días anhelamos ser afirmados y tememos el juicio. A veces, el temor al juicio final de Dios bloquea cualquier relación significativa con un Padre misericordioso y amoroso.
Los que se niegan a creer en este signo del amor de nuestro Padre, se condenan a sí mismos, como los israelitas en su infidelidad trajeron el juicio sobre sí mismos. Pero Dios no dejó a Israel en el exilio, y no quiere dejarnos a ninguno de nosotros morir en nuestras transgresiones.
Somos obra de Dios, salvados para vivir como su pueblo a la luz de su verdad. En medio de este tiempo de arrepentimiento, contemplemos de nuevo al Traspasado y volvamos a dedicarnos a vivir las buenas obras (Jn 19, 37) para las que Dios nos ha destinado.
Es Jesús, el crucificado quien, invirtiendo las expectativas y los valores del mundo, juzga las derrotas una victoria, el servicio un poder, la pobreza una riqueza, la pérdida una ganancia, la humillación un triunfo, la muerte un nacimiento.
Cuando alguien rema en una embarcación, no basta con saber a dónde tiene que ir, ni es suficiente con remar con fuerza. Debe utilizar continuamente el timón, redirigir sus fuerzas, reorientar la proa. Ojalá esta imagen sirva para ilustrar el papel de nuestra libertad, puesta al servicio de la oración y de la superación de la división entre inteligencia y voluntad que siempre nos acosa. Jesús proclama que el hombre realizado y bien enfocado según Dios es aquel que se ha hecho voluntariamente esclavo por amor, servidor de sus hermanos hasta morir por ellos de muy diversas formas.
El texto del Evangelio de hoy ilustra con excepcional claridad nuestra fractura interior, debida al pecado y a la fragilidad que produce: La luz vino al mundo, pero la gente prefirió las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que hace cosas malas odia la luz y no se acerca a la luz, para que no se descubran sus obras. Pero el que vive la verdad se acerca a la luz, para que sus obras se vean claramente como hechas en Dios.
Nadie puede vivir dividido. No estamos hechos para servir a dos señores. Como dice la Segunda Lectura, eso equivale a estar muertos, muertos en nuestras transgresiones.
La Primera Lectura, recordando los errores del pueblo de Israel, explica las consecuencias de esta división, de creer en un Dios verdadero y al mismo tiempo construir nuevos ídolos, ir “de infidelidad en infidelidad“. La infelicidad y la insatisfacción que experimentamos entonces no son un castigo de Dios, como podría interpretarse de este Libro de las Crónicas, sino la consecuencia de las serpientes que hieren, que envenenan la existencia y apagan la vida: el orgullo, la envidia, el resentimiento, las pasiones desordenadas.
La lógica del Libro de las Crónicas nos sorprende y necesita ser aclarada. Ante este Señor puntilloso y susceptible nos escandalizamos y nos preguntamos: ¿quién es este Dios que se enfada como un hombre, actúa como un contable, anota las cuentas por pagar y por cobrar, extrae con frialdad el dinero y castiga con dureza, implicando incluso a los inocentes?
El lenguaje utilizado es frecuente en el Antiguo Testamento. Presenta como castigo de Dios lo que, en realidad, es el resultado de la pecaminosidad humana. No provoques tu propia muerte por tu mala forma de vivir. No dejes que la obra de tus manos te destruya. Dios no hizo la muerte, ni se alegra de la destrucción de los vivos (Sab 1,12).
Es la imagen viva del final de todas las historias entre Dios y el hombre: la última palabra será siempre su amor misericordioso.
Nicodemo se acerca a Jesús en un estado de confusión y ceguera espiritual, y parece que no puede entender lo que Jesús está tratando de enseñarle. Ya sea que estuviera siendo terco o simplemente equivocado en su falta de entendimiento, Nicodemo está completamente en la oscuridad para comprender cómo actúa Dios en realidad. Cada uno de nosotros pasa por muchos momentos similares a los de este sabio fariseo. Un discípulo maduro de Jesús, como él, sabe caminar en momentos de luz y de oscuridad, consciente de que a veces hay que aprovechar la misericordia divina de forma gozosa y otras veces pasar por largas purificaciones, destinadas únicamente a fortalecer nuestra unión con la Santísima Trinidad.
Nicodemo nos muestra que, a veces, no siempre caminamos en una experiencia luminosa. A veces, como este distinguido miembro del Sanedrín, caminamos en la oscuridad, con dificultades e impotencias de todo tipo. Pero sabemos que perseveró, aunque no tengamos muchas noticias de su vida. La última vez que lo vemos, está al pie de la cruz, con José de Arimatea, bajando el cuerpo destrozado de Jesús y preparándolo para la sepultura.
Y ahora, en el corazón de la Cuaresma, Dios nos llama a una conversación cara a cara. Nos habla directamente a ti y a mí y a todos los que de alguna manera sospechan que Él es nuestra única esperanza. Nuestros son los hechos que serán expuestos a la luz en el juicio. Y nuestra es la creencia que es cuestionada. ¿Cómo se manifiesta nuestra fe en las cosas que hacemos? Cuando nuestros actos se exponen a la luz, ¿está claro que han sido “hechos en Dios“?
Dios nos ama por lo que Él es, no por nuestra valía. Dios nos ama porque Dios es amor. Esa es la identidad principal desde la que Dios opera. Él sigue amándonos a través de nuestra rebeldía, de nuestra autosuficiencia, de nuestros pobres intentos de mantener el control en nuestras propias manos.
Como dice San Agustín: Dios nos ama a cada uno de nosotros como si sólo hubiera una persona a la que amar. Esto nos explica también la universalidad del amor de Dios. El motivo de Dios es el amor y el objetivo de Dios es la salvación.
Jesús, en su conversación con Nicodemo, afirma que el renacer por el agua y el Espíritu es una condición esencial para entrar en el Reino de Dios. Jesús explica al recto rabino que debe creer en las palabras de Jesús porque es el Hijo de Dios. Además, explica el plan de salvación de Dios refiriéndose a la historia de Moisés y la serpiente de bronce. También revela la Buena Noticia de que Dios mostrará su amor por la humanidad sometiendo a su propio Hijo al sufrimiento y la muerte.
No miremos el encuentro de Nicodemo de forma superficial. Más bien, aprendamos de él cómo acercarnos a Jesús cuando la oscuridad parece invadir nuestra vida. Su gesto es un ejemplo vivo de Aceptación Intelectual del Evangelio.
El crucifijo, el símbolo de Jesús “levantado“, ocupa un lugar central en nuestras Iglesias porque es un recordatorio contundente no sólo del amor y la misericordia de Dios, sino también del precio de nuestra salvación. Por eso, en ningún hogar cristiano debería faltar este símbolo del amor de Dios. El crucifijo nos invita a algo más que a la generosidad y la compasión. Nos inspira a eliminar el sufrimiento de la miseria de nuestro prójimo. Nos anima no sólo a sentir un profundo dolor por el sufrimiento del otro, sino también a hacer todo lo posible por eliminar ese sufrimiento. Por eso, amemos la cruz, llevemos su imagen y carguemos nuestra propia cruz diaria con alegría. También significa el fin de nuestra esclavitud aquí, ahora, en este mundo.