p. Luis CASASÚS | Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 12 de Marzo, 2023 | Tercer Domingo de Cuaresma
Éxodo 17:3-7; Rom 5:1-2.5-8; Jn 4:5-42.
El Evangelio de hoy nos ofrece uno de los diálogos más sorprendentes de Jesús, quien no dudó nunca en permanecer en silencio o en entablar una conversación, eligiendo siempre lo que era más apropiado para la persona que tenía delante. En tiempos de Jesús, las convenciones sociales no permitían que Él y la mujer samaritana hablaran, pues no era propio que hombres y mujeres conversaran a solas. Además, esta mujer salió a buscar agua en las horas más calurosas del día. En aquella cultura, las mujeres recogían agua por la mañana temprano y al atardecer, cuando la temperatura era fresca, pero en este caso se trataba de una mujer que buscaba evitar a las multitudes. Jesús también transgredió otra norma cultural cuando, siendo judío, habló con una samaritana. Precisamente por estas condiciones adversas y difíciles, merece la pena prestar atención a la forma y al contenido del diálogo que desarrolla Cristo.
Siempre, nuestra conversación debe comenzar con una señal de interés, de aprecio por la persona, una señal de que valoramos su vida, sus actividades, su capacidad para darnos un vaso de agua o prestarnos cualquier ayuda. La conversación de Jesús con Natanael (Jn 1,45-47) es un ejemplo excelente de cómo Cristo demuestra admiración por este joven sincero y algo deslenguado. Este interés genuino por la vida del prójimo, si realmente nace de un amor desinteresado y auténtico, provoca una impresión de sorpresa y abre el corazón: ¿Cómo puedes tú, judío, pedirme de beber a mí, samaritana?
No debemos pensar que el arte de conversar, para un discípulo de Cristo, se refiere únicamente al diálogo con alguien que no tiene fe. En la mayoría de las ocasiones, nuestra conversación tiene lugar entre hermanos y hermanas, con personas que conocemos, quizá de nuestra familia o comunidad religiosa, pero en ese contexto muchos de nosotros no somos buenos imitadores de Cristo.
En primer lugar, la dificultad reside en que no hacemos el menor esfuerzo por elegir, afinar, seleccionar el tema de nuestra conversación. Esto no significa que tengamos que ir preparados para dar una lección, discutir argumentos o contar una historia. De hecho, podemos hablar de cualquier cosa, pero el primer criterio debería ser iniciar un diálogo sobre algo que sea verdaderamente relevante para la persona que tenemos delante. Hay quien nunca toma la iniciativa en una conversación; la excusa más frecuente es que se debe a la timidez, o que no es necesario hablar en ese momento; esto puede ser a veces más o menos cierto, pero cuando esto nos sucede con cierta frecuencia, cuando nos refugiamos en el silencio, reflejamos sin duda una indiferencia, una comodidad, una falta de sensibilidad que se demuestra al no descubrir en ese instante una oportunidad de alimentar, confirmar o unirnos a un hermano o hermana mediante palabras que le interesan, que significan algo en su vida. Cuando Jesús habla a los fariseos, o al joven rico (Mc 10, 17-31), hace referencia a la Ley, algo que ellos estimaban, meditaban y conocían bien.
Nuestra mediocre escucha de lo que el prójimo quiere expresar nos lleva a descartar precipitadamente de la conversación algún tema que puede parecerme –quizá erróneamente- poco importante. No puedo evitar recordar cómo, cuando tenía 21 años, solía hablar con nuestro Padre Fundador de todo tipo de temas que despertaban mi curiosidad desenfrenada. Pero ahora veo que nunca despreció mis comentarios alocados y presuntuosos sobre la ciencia, la filosofía o la vida espiritual. Recuerdo incluso cómo me atreví a criticar la vida de un santo (hasta ahí llegó mi osadía) y nuestro Padre Fundador, lejos de asombrarse, me llevó pacientemente a contemplar el valor del ejemplo de ese santo, su arrepentimiento y su sincera y exquisita conversión. Creo que no fue otro que San Ignacio… que espero me haya perdonado.
No siempre estamos dispuestos a escuchar; no solo por una supuesta falta de tiempo, sino más bien por falta de compasión. En medio del ajetreado ministerio de Jesús, no permitió que lo urgente desplazara a lo importante. En este sentido, la historia de la mujer con hemorragia es muy desafiante. Jesús iba de camino a ver a alguien que estaba gravemente enfermo, y le detuvo una mujer con una hemorragia crónica. Ella captó toda su atención y luego, como para legitimar su decisión, Dios le permitió resucitar a la hija de Jairo.
Una segunda dificultad es la impaciencia. A veces, algunas de nuestras conversaciones desembocan, por desgracia, en una confrontación. En lugar de dialogar, ponemos sobre la mesa la supuesta falta de visión de nuestro interlocutor o lo que nos parece su perversa intención de manipular el diálogo. Sólo quienes viven una abnegación inteligente y serena son capaces de no caer en esta trampa de nuestro orgullo. De lo contrario, acabamos queriendo aplastar cualquier manifestación que no coincida exactamente con nuestra «tesis». Es una trampa en la que caen fácilmente quienes son mayores que su interlocutor o tienen la tarea de presidir o dirigir a sus hermanos y hermanas.
Debido a nuestra impaciencia, un defecto frecuente en nuestro diálogo es que nos sentimos atrapados por las palabras, que no son más que el envoltorio de lo que la otra persona quiere comunicarnos. No vamos a recordar en este punto las «técnicas del diálogo», de la escucha activa y otras cuestiones muy interesantes. Lo que debemos intentar por todos los medios es no quedarnos en la superficie de la conversación, en mis impresiones o en las afirmaciones de nuestro interlocutor.
¿Qué hay en el fondo, en lo más profundo de la persona que me habla? Sin duda, hambre de absoluto, sed de paz, de una auténtica relación de amor que no se acaba. Esto, por ejemplo, va más allá de que una persona me diga «no soy creyente«. Quizá, en ese momento, lo más conveniente no sea ofrecerle una demostración convincente de que Dios existe, sino probablemente darle cada vez más muestras de confianza y admiración por su vida.
Así, en otro famoso diálogo, al principio Nicodemo no pudo penetrar en las palabras de Jesús y le contestó ¿Cómo puede alguien nacer siendo viejo? ¡Seguro que no pueden entrar por segunda vez en el vientre de su madre para nacer! (Jn 3, 4). Pero Cristo tenía claramente en mente lo que Nicodemo buscaba real y honestamente, y por eso le dijo después: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga en él vida eterna (Jn 3, 14).
Para la samaritana, Dios se presenta como agua. Esa imagen de Dios le llega a través de su interacción con Jesús, que se presenta como el Agua Viva. La imagen es existencialmente adecuada y personalmente apropiada. En un lugar seco y estéril, el agua se considera el bien más esencial. Y para alguien como la mujer samaritana, que camina todos los días para recoger agua, encontrar a una persona como Jesús, capaz de darle el agua que nunca más le dará sed, sería un regalo que le cambiaría la vida.
Un ejemplo reciente de conversación apostólica. Hace sólo unos días fui testigo del resultado de un diálogo apostólico inesperado, en el que yo no estaba presente, pero pude ver los frutos, que fueron realmente hermosos. Una hermana nuestra fue a dar un breve paseo por los alrededores de nuestra residencia de Manila, formada por espacios públicos, casas unifamiliares con jardines llenos de flores de todo tipo. Nuestra hermana, atraída por un arbusto especialmente llamativo, cogió una de sus flores y siguió caminando. Entonces, el dueño del jardín salió para decirle que eso no estaba permitido y se disculpó. Pero ella empezó a hablar con el dueño del jardín sobre lo mucho que le gustaban las flores y los arbustos que tenía y el tono de la conversación cambió, se hizo más familiar y compartieron sobre su vida en el barrio. Finalmente, al enterarse de que nuestra hermana era misionera… aceptó su invitación para una reunión apostólica que teníamos al día siguiente y…. allí estuvo, incluso su mujer está ahora en contacto con nuestras hermanas.
El Evangelio de hoy es verdaderamente inagotable. La conversación de Jesús y la Samaritana concluye con el testimonio de esta a sus conciudadanos. Es realmente un modelo de lo que debe hacer el apóstol, sea cual sea su función, ministerio u oficio en la Iglesia; en todo momento, de alguna manera siempre nueva, debe confesar, como la samaritana: Me ha dicho todo lo que he hecho. De alguna manera tengo que demostrar que toda mi vida está en manos de Dios, que Él da sentido y dirección a todo lo que hago y a todo lo que me sucede. Es dar testimonio de que no estamos solos. Es una confesión verdadera que tenemos que hacer con cuidado. Aunque no utilicen estas palabras, quienes nos escuchen dirán, como los conciudadanos de la samaritana: Sabemos que este es verdaderamente el salvador del mundo.
No podemos pasar por alto la segunda parte del texto evangélico de hoy, en la que Jesús dialoga con sus discípulos. Ocurre algo parecido a lo que acababa de suceder en su encuentro con la samaritana, aunque ahora, en vez de hablar de bebida, los discípulos hablan de comida, y Cristo responde que su verdadero alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado.
Cierto día, un anciano rico de carácter mezquino visitó a un monje, que tomó al rico de la mano y lo condujo a una ventana. Mira ahí fuera, le dijo. El hombre rico miró a la calle. ¿Qué ves? preguntó el monje. El hombre rico respondió: Veo hombres, mujeres y niños, jardines y animales.
De nuevo el monje le tomó de la mano y esta vez le condujo hasta un espejo. ¿Qué ves ahora? El hombre rico respondió: Ahora me veo a mí mismo.
Entonces el monje dijo: Observa, en la ventana hay cristal, y en el espejo hay cristal. Pero el cristal del espejo está cubierto con un poco de plata. En cuanto se añade la plata, dejas de ver a los demás y solo te ves a ti mismo.
A menudo podemos dejar que el dinero nos ciegue ante lo que es importante, su brillo plateado cubre el cristal por el que miramos, ocultándonos los rostros de las viudas, a las que estamos llamados a amar y a servir. A veces también podemos vernos tan atrapados en el trabajo por lo que deseamos, que nos olvidamos de ver lo que realmente necesitamos. Peor aún, esa pequeña capa plateada del cristal, que lo convierte en un espejo, impide ver el hambre de los demás, la necesidad urgente de pan de verdad que tiene nuestro prójimo.
Como el joven rico, hacemos que nuestra vida, incluso nuestra vida espiritual, sea individualista. Quiero la vida eterna solo para mí. No soy capaz de darme cuenta de lo necesaria y urgente que es para los que me rodean. Tampoco puedo imaginar que la forma de alcanzar la vida eterna sea con alguna comunidad de fe. Tal vez cada uno de nosotros vivimos vidas solitarias en nuestra «zona de confort», donde caben las prácticas religiosas, los esfuerzos que sabemos hacer por los demás e incluso algún acto ejemplar de generosidad. Pero esa puede ser la fina capa de plata que convierte el cristal en un espejo… que paradójicamente nos ciega.
Quizá Cristo rechazó la amable invitación de sus discípulos a comer, porque en aquel momento sintió agudamente el hambre de los demás, la soledad espiritual y emocional de los que no se saben hijos de Dios.
Ojalá que hoy aumente tu sed y mi sed, tu hambre y mi hambre de cumplir nuestra modesta e indispensable misión.
_______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASÚS
Presidente