p. Luis CASASUS | Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 23 de Abril, 2023 | Tercer Domingo de Pascua
Hechos 2:14.22-33; 1Pe 1: 17-21; Lc 24: 13-35.
El Evangelio de este domingo nos trae uno de los encuentros más bellos e interesantes de Cristo, del que podemos aprender mucho si miramos de cerca a los protagonistas: los dos discípulos en el camino y el propio Jesús. Ante todo, veamos la actitud del Maestro, cómo actúa, y no nos quedemos en una estéril admiración, sino que meditemos sobre la posible manera de imitarle, de actuar como Él en nuestro encuentro con los demás.
Si hacemos esta reflexión, probablemente aprenderemos algo más sobre cómo tratar a las personas con las que convivimos cada día o a las que Dios pone en nuestro camino para que compartamos con ellas nuestra fe.
1. Lo primero que hace Jesús es caminar con los discípulos, acercarse a ellos, unirse a ellos de la forma más sencilla y natural. Se compadece de su actitud, pues tenían que volver a casa para ayudar a sus familias con la cosecha, en medio de su decepción y su sensación de trágico fracaso. Si ellos caminan, Él también se pone en marcha. Entra en su mundo, como entró en el de los pescadores de Galilea, o en el de la mujer samaritana que fue a buscar agua, mientras los discípulos preferían ocuparse de sus asuntos y.… fueron a comprar comida.
Jesús planea cuidadosamente este encuentro y está dispuesto a quedarse a comer con los dos discípulos, es decir, a compartir algo más que una conversación apresurada. Seguro que tú y yo decimos demasiadas veces, a demasiadas personas, que tenemos prisa, «ya hablaremos otro día«.
2. Hace preguntas. Se interesa por las dudas, las vacilaciones, los detalles y pormenores de sus preocupaciones. Escucha e intenta comprender lo que hay más allá de las palabras y de las expresiones, quizá torpes y confusas, de los dos caminantes. No se precipita, como hacemos a veces nosotros, exponiendo nuestras ideas, nuestras propias preocupaciones, nuestros conocimientos. Muchos de nosotros estamos acostumbrados a terminar un diálogo sobre cualquier hecho con la desafortunada expresión: Ya lo decía yo. No damos mucho valor a la perspectiva, opinión o impresión de los demás.
3. ¿Qué necesitamos en tiempos de dolor y dificultad? Las áridas doctrinas filosóficas, morales y teológicas no siempre son lo más oportuno. Por supuesto, más importante que un razonamiento brillante es volver a encender nuestros corazones. Eso es lo que Jesús supo hacer con Cleofás y el otro discípulo.
Casi siempre, esto se consigue iluminando lo mejor de la otra persona, lo que puede hacer por los demás y, en última instancia, por Dios mismo. Puro éxtasis. Quizá hablemos demasiado de la corrección y la formación (¿quién puede negar que son indispensables?), pero el centro de nuestra vida apostólica es llevar a la persona a hacer realidad el éxtasis más puro y completo: dar la vida con la ayuda indispensable de Cristo. Esto es lo que finalmente hicieron los dos discípulos.
4. En el momento oportuno, de la manera adecuada, Cristo comparte con los discípulos lo que le es más íntimo. Bendice el pan, lo parte y se lo entrega. Esto es enormemente significativo y simbólico. Nosotros, tal vez, perdemos oportunidades de dar a los demás lo que es más precioso para nosotros; nuestra relación con muchas personas no pasa de ser superficial, formal y sin sentido. A veces por miedo, a veces por falta de oración y a menudo porque olvidamos que somos embajadores de Cristo.
5. En un momento dado, Cristo desaparece de la escena. Otra lección para nosotros. Aunque en su caso Él es ciertamente el centro, deja espacio para que se desplieguen la energía, la inspiración y la responsabilidad de los discípulos. Cuántas veces no lo hacemos así, creando en los demás una dependencia afectiva, o -peor aún- abusando de su generosidad o de su obediencia, o desconfiando de sus capacidades. Jesús supo acompañarles en los momentos oportunos, respetando y promoviendo su libertad, sin abandonarles nunca.
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¿Y qué podemos aprender de los dos discípulos?
En primer lugar, debemos ser conscientes de que nos encontramos en situaciones parecidas a las suyas y, por tanto, tomar buena nota de cómo actúa la Providencia en esos casos, sin olvidar que ellos aceptaron de forma ejemplar lo que Cristo les mandó hacer.
6. Por supuesto, lo más notable de este encuentro, por parte de los dos peregrinos, es que después de caminar y conversar durante varias horas con Jesús, no pudieron reconocerle.
Pero el Resucitado no es reconocible: algunos creen ver un fantasma; María Magdalena lo toma por un jardinero; junto al lago, lo tienen por un pescador…
Se pueden dar explicaciones teológicas, pero más interesante para nosotros es darnos cuenta de que, como acabamos de decir, nosotros, tú y yo, no somos tan distintos de aquellos dos discípulos y probablemente no comprendamos del todo las palabras de Cristo cuando dice: En verdad les digo que en cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron (Mt 25, 40):
Por supuesto, los más vulnerables, los abandonados, los solitarios, todos aquellos a los que a veces ignoramos, son los hermanos pequeños de Cristo. PERO también aquellos a los que no llamaríamos profetas, enviados o maestros espirituales y que, sin embargo, Dios pone a mi lado para transmitirme su voluntad, revelarme sus deseos y sugerirme suavemente lo que debo hacer en su nombre.
Si supiéramos quién es el que viene y por qué viene, y aceptáramos la bendición que nos trae, ¡qué vidas tan victoriosas viviríamos!
7. Leemos en el texto evangélico que los apóstoles reconocieron a Jesús precisamente cuando desaparecía de su vista. En realidad, esto nos ocurre muchas veces con personas divinas y humanas. No somos capaces de percibir el bien que recibimos de muchas personas hasta el momento de su muerte. Por eso, no sólo por cortesía, se habla de los difuntos con elogios. Por muchos defectos que tenga y por mediocre -o incluso viciosa- que sea la conducta de un ser humano, la Providencia nos dará una luz a través de él. A veces con dolor y a veces con profunda alegría.
8. Estos dos discípulos caminantes supieron ser fieles a la enseñanza que habían recibido y, a pesar de su incredulidad y desánimo, se dejaron conmover por la Buena Nueva, por las Escrituras que el propio Cristo les explicaba. Es un ejemplo para nosotros, que quizá escuchamos el Evangelio con frialdad y sencillez, con la impresión de que «ya conocemos el texto y lo hemos comprendido«.
Nos puede ocurrir como a cierto párroco que, muy seguro de sí mismo, subió los escalones del púlpito un domingo, lleno de autoestima. Desgraciadamente, se perdió en medio de su discurso, se confundió y olvidó su mensaje. Cuando bajó humillado del púlpito, un anciano que había estado presente en la iglesia aquella mañana le dijo: Joven, si hubiera subido del mismo modo que bajó, habría podido bajar del mismo modo que subió.
Aquellos hombres conocían la promesa de Cristo de resucitar al tercer día. Habían oído aquella mañana el mensaje de las mujeres que habían visto la tumba vacía y a los ángeles. Las cosas habían quedado suficientemente claras para que alimentaran su fe y su esperanza; pero, en lugar de eso, hablan de Cristo como si perteneciera al pasado, como de una oportunidad perdida. Son la viva imagen del desaliento. Sus mentes están en tinieblas y sus corazones entumecidos. Es posible que también nosotros nos encontremos a veces con desánimo y falta de esperanza a causa de defectos que no conseguimos desarraigar, o de dificultades en el apostolado o en nuestro trabajo que parecen insuperables.
En tales ocasiones, siempre que nos dejemos ayudar, Jesús no permitirá que nos separemos de Él. Tal vez sea en la dirección espiritual, o quizá en un encuentro o acontecimiento trivial e imprevisto, cuando volvamos a verle.
¿Qué habría ocurrido si los dos discípulos no hubieran invitado a Jesús a quedarse con ellos? Es imposible saberlo, pero podemos apreciar que fueron capaces de superar su desánimo y su impresión de que todo estaba perdido aceptando la ayuda del misterioso caminante. A muchos de nosotros nos cuesta aceptar la ayuda o el consejo de los demás.
Estamos convencidos de que nadie puede ayudarnos en determinados momentos difíciles y nuestro orgullo impide que la Providencia actúe a través de otras personas, de las que desconfiamos porque nos parecen demasiado jóvenes, demasiado mayores, demasiado prudentes o demasiado impulsivas. Pensamos que nuestra dificultad es única, que nadie más ha pasado por momentos similares, que el dolor de los demás no es comparable a nuestro dolor y que las palabras de los demás nunca podrán ayudarnos.
Hay un momento de humor irónico cuando Jesús pregunta a los discípulos por qué están tan tristes, y ellos responden: ¿Eres tú el único visitante de Jerusalén que no sabe las cosas que han sucedido allí en estos días? En realidad, lejos de ser el único en Jerusalén que no sabe lo que ha ocurrido, era la única persona en Jerusalén que comprendía exactamente lo que estaba pasando. Afortunadamente, los dos discípulos estaban abiertos al diálogo…
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Por último, recordemos lo que dice el Evangelio inmediatamente después del texto de hoy: Mientras los dos les contaban todo esto, de repente el Señor se puso en medio de ellos y les dijo: La paz sea con ustedes (Lc 24, 36).
Aparte de la importancia histórica de ese momento, podemos comprender que, en medio de nuestra torpeza, vacilación y mediocridad, Cristo se hace presente en cuanto damos testimonio sincero de lo que ha hecho en nosotros. Esto implica confesar nuestra debilidad, nuestro miedo y nuestras dudas… y luego contar cómo hemos sido curados.
Deberíamos imitar al ciego Bartimeo (Mc 10, 45-52), que no se dejó intimidar por la multitud ni por su propia ignorancia. Tenía que contar su encuentro con Cristo. Ésa es también la lección de Cleofás y su compañero para los que aspiramos a ser apóstoles.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS