Skip to main content
Vive y transmite el Evangelio

¿Creaste tú el Sol?

By 15 junio, 2018enero 12th, 2024No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
New York, Comentario al Evangelio del 17 Junio, 2018.
XI Domingo del Tiempo Ordinario (Ezequiel 17:22-24; 2Corintios 5:6-10; Marcos 4:26-34.)

Cristo explica la vida del Reino de Dios a través de dos parábolas. A veces, cuando escuchamos hablar del Reino, pensamos en la Iglesia universal, la propagación de la Fe en el mundo o los frutos de la predicación de Jesús, su vida ejemplar y su Pasión. Su Reino comenzó siendo pequeño, unos pocos discípulos reunidos en una habitación el primer Domingo de Pascua, llenos de temor. Sin embargo, el impacto de este Reino sería inesperado para su tamaño. Pero también en nuestra vida personal, ocurren grandes cosas con comienzos humildes. He aquí una historia real que ilustra este punto:
Un niñito de siete años y su familia estaban a punto de dejar su país natal como emigrantes. El día antes de su partida, el padre llevó al niño a la ciudad donde vivían Clara y Pedro, una pareja de parientes ancianos, para que pudiera recibir una bendición especial de ellos. Como era tarde, invitaron al padre y al hijo a pasar la noche en su casa. Clara y Pedro prepararon un sofá para que el niño durmiera en el estudio. Sin embargo, como el niño quedó cautivado al ver todos los libros en las estanterías, no pudo dormir. En medio de la noche, escuchó a Clara entrar en la habitación, y entonces fingió que estaba dormido. Ella se acercó al niño y susurró: Qué niño tan dulce. Pensando que el niño podría tener frío, se quitó el chal y lo colocó amorosamente sobre él. Mucho después, cuando el pequeño llegó a los 80 años y se le preguntó cómo había podido llegar a ser tan amable y compasivo, él respondió que recordaba que, hace 73 años, Clara le había mostrado amor y delicadeza, colocando su chal sobre él para mantenerlo caliente. Todavía conservo el calor de ese chal, dijo el hombre de 80 años.
Cuando hablamos, nuestras palabras pueden plantar una semilla de éxito o de fracaso en la mente y la voluntad del otro. Cuando el autor y poeta Robert Louis Stevenson tenía alrededor de doce años, una noche estaba en pie en la oscuridad de su habitación, mirando por la ventana a un empleado que iba por la calle encendiendo las farolas. Su niñera, creyendo que estaba haciendo travesuras al amparo de la oscuridad, entró en la habitación y le preguntó: Robert, ¿qué haces ahí? Robert respondió: Estoy viendo a un hombre que hace agujeros en la oscuridad. Una humilde farola, o una estrella distante… son también símbolos del poder de nuestros pequeños gestos concretos cuando realmente los hacemos en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Pero también existen las semillas plantadas directamente por la Providencia de muchas maneras: nuestra compasión natural, el ejemplo de otras personas, el hambre de Dios que muchos tienen, incluso si no lo admiten,… Esto se confirma como una profecía en la Primera Lectura: Yo también tomaré la copa de un gran cedro, cortaré un brote de la más alta de sus ramas, y lo plantaré en una montaña muy elevada: lo plantaré en la montaña más alta de Israel…Yo lo plantaré.
También tenemos experiencia personal de cómo el tener fe en esa pequeña semilla de mostaza de las oportunidades de cada día, realmente produce cambios. Por ejemplo: ¿Voy a escuchar a esta persona inoportuna? ¿Saludaré amablemente a esta persona que es áspera? y luego veremos qué es lo que Dios quiere hacer. Puede que nunca sepamos el impacto de esas cosas. Eso parece explicar por qué Jesús usa la misma metáfora en otra parte: Si tuvieran una fe tan pequeña como un grano de mostaza, dirían a esa montaña: «Muévete de aquí al otro lado», y se movería. Nada sería imposible para ustedes (Mt 17:20).
Un poco de valor puede tener efectos de gran alcance. Un acto de perdón y misericordia puede poner fin a toda la amargura, el odio y el resentimiento de uno o muchos testigos de nuestra misericordia. Un padre y una madre fieles, un superior religioso o director espiritual diligente y paciente, un trabajador o un estudiante que cree y espera en Dios, están sembrando por todas partes las semillas de su Reino.
Esto es algo que también observamos en la vida social, en la educación, en la ciencia, en el arte y en todos los sectores de la creatividad humana. Incluso en la psicología del desarrollo; por ejemplo, es un hecho bien conocido que cuando un niño tiene 5 años ya pueden estar sembrándose en él las semillas de una futura violencia; por la misma razón, la semilla de los valores se siembra de por vida en las mentes tiernas de los escolares a una edad impresionable de tan sólo 3 años. Valores, vicios, habilidades… y el reino de Dios crecen silenciosamente, el milagro del crecimiento está teniendo lugar en nuestro interior. Como dijo Víctor Hugo, nada es más poderoso que una idea cuyo momento ha llegado.
Por lo general, queremos pruebas tangibles y resultados rápidos; ansiamos ver los frutos de nuestros esfuerzos, grandes y pequeños. Y esperamos recibir aprobación del cielo y de la tierra, felicitaciones o, al menos, aprecio y comprensión de nuestros generosos esfuerzos. Esta es la razón por la que a menudo somos víctimas de nuestro Instinto de Felicidad. ¿Qué es este instinto? Una atracción hacia el éxito, el ansia de ser un «ganador en serie» y saborear los frutos del esfuerzo. Pero, el crecer suele ir acompañado de experiencias incómodas.
Se trata de algo mucho más real y profundo que el instinto (o principio) de placer de Freud, considerado sólo como un impulso de satisfacer necesidades biológicas y psicológicas, y cuya existencia misma es negada hoy por muchos autores. Un manejo deficiente de nuestro instinto de felicidad nos empuja a la autoafirmación constante y exagerada, a un deseo desenfrenado de controlar todo, de ser los únicos protagonistas de la historia de nuestra vida, con un final feliz… en cada capítulo.
Un religioso y erudito fue a Calcuta, India, para trabajar en «la casa de los moribundos» con la Madre Teresa. Eso era parte de una sincera búsqueda de dirección personal en su vida. El primer día se dirigió a la Madre Teresa y ella le preguntó qué podía hacer por él. Él le pidió que orara por él. ¿Para qué quieres que ore? Preguntó Madre Teresa. Él respondió explicándole que había viajado miles de kilómetros para encontrar dirección y sentido en su vida. Luego le dijo: Por favor, ore para que pueda tener claridad. Ella respondió firmemente a esa petición: No, no haré eso. La claridad es lo último a lo que te deberías
aferrar y debes olvidarte de ella. Él respondió que ella parecía tener siempre claridad sobre lo que estaba haciendo y anhelaba ese tipo de claridad en su vida. Ella se rió y dijo: Nunca he tenido claridad; lo que siempre he tenido es confianza. De manera que, voy a orar para que confíes en Dios. Una sabia respuesta. Estamos llamados a ser pacientes, a sembrar la buena semilla y dejar el resto a Dios. Pablo nos dice hoy que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor; porque nosotros caminamos en la fe y aún no vemos claramente. No hemos creado el Sol; ni la lluvia, ni el milagro genético del ADN contenido en una semilla. Si finalmente se descubre que la teoría cosmológica Big-Bang es cierta, incluso todo en el universo (o universos) comenzó con un evento local, una «semilla» de muy alta densidad. Por supuesto, las parábolas de hoy no son una invitación a la pasividad u omisión: nuestro trabajo humilde pero indispensable es sembrar, dar testimonio de la presencia de Dios en nuestras vidas. Ante el desafío de nuestras debilidades personales, de la oposición por todos lados y el sufrimiento de los inocentes, nos preguntamos: ¿Por qué parece que a Dios no le importa? No debemos perder de vista el hecho de que Jesús termina la parábola de la semilla de mostaza explicando cuál es la verdadera victoria final de esa planta de mostaza: Extender tanto sus ramas que los pájaros del cielo se pueden cobijar a su sombra. Eso es más que una victoria mundana egocéntrica, como el reconocimiento, la evaporación de todos los problemas, la victoria sobre el enemigo o una sensación de fortaleza. Más bien, podemos convertirnos en un refugio para todos, como ciudadanos de la Ciudad de Dios que son peregrinos en este mundo. En primer lugar, siendo una profecía viva y creíble de la victoria de Dios, anticipada gradualmente por los cambios (los brotes tiernos) en nuestras vidas. El signo principal de esa obra de la gracia es nuestra misericordia, manifestada en nuestro amor por nuestros enemigos y por el prójimo de corazón endurecido. Esto es lo que el Sagrado Corazón de Jesús nos enseñaba en la fiesta que celebramos hace unos días. Esto se representa en la Primera Lectura con el majestuoso cedro del Líbano, porque en el Antiguo Testamento el árbol representa protección y seguridad y, en última instancia, la presencia de Dios. Recordemos que el Libro de Ezequiel anuncia el glorioso futuro de un pueblo de Dios verdaderamente universal, tras de todas las «abominaciones» de los líderes y el pueblo elegido. Algunas veces condenamos a los demás y a nosotros mismos y perdemos nuestro entusiasmo, pero Sus caminos no son nuestros caminos. En segundo lugar, cuando realmente renunciamos a nuestra fama y cuando no nos jactamos de nuestros esfuerzos, nos convertimos en las ramas frondosas que transmiten esperanza e inspiración en el camino espiritual de los demás. Nuestra humildad demostrará que Dios está a cargo de todo y que confiamos en Sus planes. De hecho, estos son los dos rasgos clave de la personalidad de Jesús, según su propia descripción: Un hombre de corazón manso y humilde.