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Un corazón sin fronterasUna migrante hoy misionera reflexiona sobre la homilía de León XIV para el Jubileo de los migrantesde Sandra Milena Ocampo, M.Id*En el corazón de mi madre —la Iglesia— el amor se manifestó a través del vínculo de la unidad. Así podría resumirse lo vivido el domingo 5 de octubre en la plaza de San Pedro, durante la misa del Jubileo del mundo misionero y de los migrantes. Allí, entre cantos y silencios, la Iglesia era verdaderamente madre: el descubrimiento de un corazón que no conoce fronteras, que late al ritmo de mil lenguas y se reconoce uno solo en el amor.Cuando León XIV comenzó su homilía, cada palabra encontraba eco en mi historia. «A los migrantes les digo: siempre son bienvenidos», dijo con voz firme y paternal. Ser llamados “bienvenidos” no es una cortesía, sino un acto de reconocimiento, un gesto que devuelve la dignidad. Pensé en cuantos, al dejar su tierra, han encontrado acogida en la Iglesia y en sus misioneros, y en cuantos aún buscan una mirada capaz de reconocerlos.Luego el Papa continuó: «Habéis tenido que abandonar vuestra tierra, a menudo dejando a vuestros seres queridos, atravesando noches de miedo y soledad». Recordé el momento en que dejé Colombia para ir a España: el último abrazo con mi padre, a quien no pude volver a ver en vida. Desde entonces sé que me acompaña más cerca que antes, y que cada viaje, incluso el más doloroso, puede convertirse en un lugar de esperanza.León XIV añadió una imagen: «Los mares y los desiertos que habéis atravesado, en la Escritura, son lugares de salvación, en los que Dios se ha hecho presente para salvar a su pueblo». Los mares y desiertos de mi vida, los que atravesé con miedo pero también con confianza, se convirtieron justamente en eso: lugares de encuentro con Dios, espacios donde la fe renace y la esperanza se hace más fuerte. Y cuando el Papa deseó «que encontréis ese rostro de Dios en las misioneras y en los misioneros que conoceréis», esa frase contenía también mi vocación: ser para los demás un pequeño reflejo de ese rostro.«No pueden ni deben encontrar frialdad ni indiferencia»: estas palabras me alcanzaron como una llamada personal. Porque la frialdad y la indiferencia son desiertos modernos: espacios donde la fe se apaga si no hay alguien dispuesto a calentarlos con su presencia. Y, sin embargo, es precisamente allí donde la Iglesia está llamada a ser madre que no juzga, sino que acompaña.Emigrar a un lugar lejano ha ensanchado mi mirada y, al mismo tiempo, ha abierto en mí una hendidura profunda. Ese esfuerzo, no exento de dolor, ha borrado poco a poco las fronteras de mi propia alma: fronteras invisibles que me impedían ver y aceptar que el extranjero no es solo el que viene de tierras lejanas, sino también quien mantiene cerradas las puertas del corazón. Y cuando la luz no entra, la oscuridad toma el timón de la nave: así se corre el riesgo de viajar por la vida y por el mundo como extranjeros de uno mismo.Entonces me pregunté: ¿cómo sentirse acogidos por los demás si antes no acogemos nuestra propia dignidad? ¿Cómo reconocer la grandeza del otro sin aprender antes a reconocer la nuestra? Encontré la respuesta en la plaza, mientras contemplaba a aquel hombre vestido de blanco, cuyo carisma me llevaba a preguntarme, más allá de su sonrisa: también él viene de una tierra lejana, ha venido a servir... ¿pero no es también él un extranjero?Y, sin embargo, miles de personas lo llamaban, lo saludaban con lágrimas en los ojos y el corazón conmovido. Pensé entonces que la verdadera patria no es un lugar, sino un encuentro: es la comunión que nace cuando se reconoce en el rostro del otro la huella de Dios. Desde que vivo en España nunca me he sentido extranjera. He sido acogida, amada, sostenida. Las personas han creído en mí, me han dado confianza, permitiéndome caminar, trabajar, construir mi vida. No es suerte: es una bendición. Pienso a menudo en las palabras de mi madre, una mujer sencilla, que me decía: «A España debemos tres dones: la lengua, la fe y la cultura».Durante la Misa comenzó a llover. El cielo estaba gris, parecía que caían las lágrimas de quienes sufren y de quienes dan gracias. Bajo aquella lluvia suave sentí que también el cielo participaba de nuestra gratitud. Desde Roma regresé con una certeza simple y profunda: misión y migración no son dos realidades distintas, sino dos nombres del mismo movimiento del amor de Dios. Creo que la misión es precisamente esto: hacer de cada tierra un lugar familiar, una casa donde cualquiera que se acerque pueda sentirse acogido. Que mi corazón —más aún que mi país o mi lengua— pueda ser esa casa donde el otro no se sienta extranjero. Y llevo conmigo un deseo sencillo: reconocer a Cristo en el rostro de cada extranjero y sentirme, con Él, finalmente en casa.*Misionera Idente*Sigue leyendo aquí:www.osservatoreromano.va/it/news/2025-10/quo-232/un-cuore-senza-frontiere.html ... Voir plusVoir moins

Dar las gracias y dar gloria | Comentario de p. Luis Casasús al Evangelio de este domingo"El venerable arzobispo Fulton Sheen (1895-1979) dice: Desde un punto de vista espiritual, aquel que se enorgullece de su inteligencia, talento o voz, y nunca da gracias a Dios por ellos, es un ladrón; ha tomado los dones de Dios y nunca ha reconocido al Dador (Way to Happiness, 1998). Eso explica el lamento de Jesús al ver que sólo uno de los leprosos curados regresó… Él no quería recibir agradecimiento, no dice nada semejante. Lo que le entristece es que los otros nueve no dieran gloria a Dios.De manera que, estamos invitados a reflexionar lo que significa dar gloria a Dios.No parece fácil, ya que si revisamos la etimología de la palabra “gloria” en latín, griego y hebreo… vemos significados muy desiguales. Para colmo, el concepto de la “gloria” de este mundo es bastante diferente, pues significa algo que se recibe, como el aplauso o la alabanza.Entonces ¿a qué se refiere hoy Cristo? ¿Cómo podemos dar gloria a Dios?Reflejando la luz divina, su acción en nosotros. Ya el Maestro lo expresó claramente: Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5:16). Por eso, Cristo siente que ha dado gloria al Padre al realizar fielmente la misión que le había encomendado.De esta manera, dar gloria a Dios significa demostrar con las obras cómo llevamos a cabo misiones que aparentemente nos superan, pero que demuestran cómo todo viene de Él: nos elige para una misión y nos da la fuerza para acometerla."Sigue leyendo aquí:www.idente.org/evangelio-del-12-de-octubre/ ... Voir plusVoir moins

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