Nació en Nysa (alta Silesia, Polonia, antigua diócesis de Breslau) el 21 de septiembre de 1817. Sus padres, de clase acomodada y católicos de pro, recibieron con gozo a la segunda de sus hijas, a la que bautizaron en la parroquia de St. James.
Pero María Luisa no pudo disfrutar mucho tiempo de la presencia paterna, ya que Carlos Antonio Merkert, hombre íntegro y comprometido, que había estado vinculado a la Cofradía del Santo Sepulcro, falleció cuando ella tenía alrededor de un año. Tuvo que ser su madre, María Bárbara, quien se ocupó de infundir en sus hijas la fe y piedad sobre la que los dos esposos edificaron su vida en común. Tanto María Luisa como su hermana Matilde fueron extraordinariamente receptivas a las enseñanzas maternas, y crecieron con un acentuado sentido de compasión por los desamparados. Ambas experimentaron a la par una inclinación hacia la consagración religiosa. Tras la muerte de su progenitor escasearon los medios económicos, aunque María Bárbara hizo lo posible para que no quedaran sin buena educación. María Luisa era inteligente y aprovechó las enseñanzas que recibió en la escuela, un centro en el que se daba suma importancia a la formación religiosa y moral.
Cuando su madre enfermó, María Luisa se ocupó de ella y este gesto filial estimuló más si cabe su deseo de dedicarse por entero a servir a los pobres, enfermos y necesitados, secundada por su hermana Matilde. En esta decisión, que se materializó en septiembre de 1842, dos meses más tarde de la muerte de María Bárbara, influyó su confesor el padre Fischer, vicario de la iglesia de St. James. Dos jóvenes, Francisca Werner y Clara Wolff, que era terciaria franciscana, se vincularon a las dos hermanas, dedicándose a cuidar a los enfermos y a asistir a los pobres en sus propios hogares. Pero ya inicialmente dieron a esta acción caritativa un cariz religioso, alejándose de un mero acto de voluntariado. Se confesaron y comulgaron culminando su compromiso con un acto expreso de consagración al Sagrado Corazón de Jesús, que terminó con la bendición del padre Fischer. Era el nacimiento de la asociación para asistencia a domicilio de pobres y enfermos abandonados, que comprometía a todas a cumplir los objetivos marcados sin haber emitido voto alguno. Eligieron a Francisca para presidirlas. Con auténtico espíritu de fidelidad consumó María Luisa la promesa a la que libremente se había abrazado. El sello de su generosa labor cotidiana, en la que incluía la petición de limosna para ayudar a la gente, fue la oración y su devoción a María y al Sagrado Corazón de Jesús.
En mayo de 1846 murió Matilde en Prudnik, a causa de una infección que contrajo mientras asistía a personas aquejadas por tifus y malaria, lo cual constituyó un duro varapalo para María Luisa. Entonces ella y Clara Wolf, siguiendo la sugerencia del confesor Fischer, a finales de 1846 se vincularon a las Hermanas de la Misericordia de San Carlos Borromeo, en Praga, con la idea de efectuar el noviciado, pero siempre en la línea de atención a los enfermos y necesitados que habían llevado antes. Pero ese no era el carisma de esta Orden, y María Luisa la dejó en 1850 dando respuesta al sentimiento que percibía interiormente y que juzgó voluntad de Dios. Ya había hecho acopio de una excelente formación mientras desempeñaba labores de enfermería en varios hospitales polacos. Todo ello le permitiría poder llevar a cabo, con mayor preparación, la idea primigenia de dedicarse a cuidar a los enfermos en sus hogares. Sabía que se exponía al contagio porque las epidemias estaban en el aire, y con alta probabilidad la muerte inducida por ellas. Pero en su apostolado instaba a no temer nada, sacrificando la vida, si era preciso, por amor a Cristo y a los demás.
Regresó a Nysa, y tuvo que hacer oídos sordos a las numerosas críticas que la perseguían. Más doloroso era afrontar la decisión de sacerdotes que, estando en contra suya, le vetaron la recepción de la Eucaristía. Además, el obispo se resistió a darles permiso para crear una comunidad. Ella aceptaba los hechos sabiendo que el sufrimiento acogido con gozo revertía automáticamente en un cúmulo de bendiciones para la Iglesia. Fue su conformidad y el espíritu de humildad y generosidad que se desprendía de su vivencia la que atrajo nuevas vocaciones. El 19 de noviembre de 1850 junto a Francisca retomó su acción caritativa bajo el amparo de santa Isabel de Hungría, cuya festividad se conmemoraba ese día, y a la que expresamente eligieron como su protectora.
En 1859 el prelado de Breslau aprobó esta nueva Asociación de Santa Isabel, y a finales de ese año María Luisa fue elegida superiora general. Al profesar al año siguiente veinticinco religiosas, que ya formaban parte de la Obra, incluyeron el voto de cuidar a los necesitados y enfermos. Ella proporcionó a sus hermanas, cerca de medio millar, formación espiritual e intelectual durante los veintidós años que presidió el Instituto. Este fue aprobado por León XIII en 1887. María Luisa había muerto el 14 de noviembre de 1872 estimada por su pueblo que cariñosamente y en gesto de gratitud la reconocía como «la samaritana de Silesia» por su forma de ejercitar la caridad con los pobres, y «la querida madre de todos». Es considerada como la más egregia figura de Silesia del siglo XIX. Dejaba fundadas 90 casas. Fue beatificada por Benedicto XVI el 30 de septiembre de 2007.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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