por el p. Luis CASASUS. Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 19 de Septiembre, 2021. | XXV Domingo del Tiempo Ordinario.
Libro de la Sabiduría 2: 12.17-20; Carta de Santiago 3: 16-18.4,1-3; San Marcos 9: 30-37.
En el Evangelio de hoy, Jesús no se limita a hablarnos de los peligros de la ambición y la envidia. Tampoco se limita a subrayar la importancia de acoger a los más débiles y vulnerables. De una manera magistral e inesperada, nos da una lección del máximo valor práctico sobre la naturaleza humana.
En efecto, desde el principio del Génesis, con la caída de Eva y Adán, se nos instruye sobre el origen y las consecuencias de la ambición. Poco después, con el relato de Caín y Abel, se ofreció al pueblo judío y a todos nosotros una lección similar sobre la envidia. También el Antiguo Testamento refleja a menudo el deseo de Yahvé de que seamos imitadores de su misericordia hacia los débiles y vulnerables.
Pero hoy, Jesús aprovecha un conflicto entre sus discípulos para ir más allá y mostrarnos algo que no sospechábamos: hay una forma de tratar a los “pequeños” que es al mismo tiempo un poderoso remedio contra las tormentas de las pasiones, en particular la ambición y la envidia.
En términos actuales, diríamos que nuestro deseo de autoestima, de sentirnos apreciados y valorados por los demás (y también por Dios, como se ve en Caín) puede llevarnos a comportamientos de envidia o a diversas formas de violencia, incluso hacia las personas que nos quieren y a las que queremos.
Por supuesto, antes de violar el dominio de la caridad, somos capaces de encerrarnos en nosotros mismos, pretendiendo guardar el tiempo, las personas o la libertad exclusivamente para nosotros, violando así la Pobreza, la Castidad y la Obediencia.
Jesús nos muestra, también en términos modernos de hoy, que nuestra naturaleza es extática y que, si somos fieles a nuestra forma extática de relación, no sólo haremos el bien, sino que encontraremos una paz que nunca imaginamos. Como los elefantes, las hormigas o las bacterias, somos sociales… pero sólo los seres humanos somos extáticos.
Durante la fiebre del oro en Estados Unidos, en el siglo XIX, en un campamento minero del Oeste, nació un bebé. Su madre era la única mujer del lugar, y murió poco después del nacimiento del niño. Los mineros decidieron quedarse con el niño y cuidarlo. El pequeño bebé yacía en una vieja caja, envuelto en trapos, hechos de la ropa vieja. Uno de los mineros recorrió 80 millas a lomos de una mula hasta el pueblo más cercano y compró un juego completo de ropa para el bebé y una hermosa cuna de palisandro. La limpia cuna contrastaba con el sucio suelo y las mugrientas paredes de la cabaña minera. Los hombres se dieron cuenta de que el hogar de un bebé podía ser más bonito que eso. Así que limpiaron, empapelaron y encalaron el lugar. En los días soleados, llevaban al bebé al exterior para que durmiera la siesta al aire libre. Los mineros limpiaban la casa y el terreno, y luego se lavaban, se cambiaban de ropa y se afeitaban. Incluso compraron algunos espejos para el lugar. Establecieron una regla contra el ruido innecesario. Los mineros dejaron de gritar y vociferar. Incluso dejaron de maldecir y decir palabrotas. Con el tiempo, este campamento que antes era rudo y ruidoso se convirtió en el más limpio, cortés y amable de todo el Oeste… ¡y todo gracias a un bebé!
Acoger y servir a los débiles y vulnerables nos transforma radicalmente. Además, si somos capaces de vivir una auténtica abnegación para servir a los demás, Cristo nos dice hoy que es nuestro Padre celestial quien se une a nosotros: Quien recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado. Estas son las dos fases del éxtasis, íntimamente unidas: salir de nosotros mismos y llegar a donde nunca habíamos llegado. Por supuesto, como nos dice la Primera Lectura, tenemos que pagar por ello. El creyente sufre a manos de los que odian a Dios. El justo sufre a manos de los envidiosos y los malvados.
En la época de Jesús, se quería a los niños, pero no se les daba ninguna importancia social. Entonces, queda claro el significado del gesto de Jesús, abrazando a un niño. Tengo que poner en el centro de mi atención y de mis esfuerzos a los que no cuentan, a los marginados, a los que quizá nunca puedan ayudarnos en nuestros planes materiales, espirituales o apostólicos.