por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 15 de Agosto, 2021. | Asunción de la Virgen María
Apocalipsis 11: 19a.12,1-6a.10ab; 1 Corintios 15: 20-27; San Lucas 1: 39-56.
Comencemos hoy con un relato corto del escritor ruso León Tolstoi.
En la historia, un rudo soberano pide a sus sacerdotes y sabios que le muestren a Dios. Pero no son capaces de hacerlo. Entonces, un pastor que viene del campo se ofrece como voluntario para asumir la tarea. Le dice al rey que sus ojos no son lo suficientemente buenos para ver a Dios, pero el rey insiste en querer saber al menos qué hace Dios. Así que el pastor dice: Entonces debemos intercambiar nuestras vestiduras. El rey se muestra reacio, pero curioso, y accede. Le da sus ropajes reales al pastor y se hace vestir con las sencillas ropas del pobre. Esto es lo que hace Dios, dijo el pastor.
De hecho, como nos dice San Pablo en su Epístola a los Filipenses, Jesús, el Hijo de Dios, no se aferró a su igualdad con Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la forma de siervo, naciendo a semejanza de los hombres; y hallándose en forma humana se humilló a sí mismo, hasta la muerte de cruz. Este intercambio sagrado entre Dios y nosotros ha sido meditado por los santos y los Padres de la Iglesia desde entonces. Dios asumió lo que era nuestro, para que nosotros recibiéramos lo que era de Dios y llegáramos a ser como Dios. Expresamos esta realidad como formas de unión en nuestra vida mística, que llamamos transfigurativa (centrada en nuestra alma) y transverberativa (a nivel de nuestro espíritu).
La asunción de María al cielo es un maravilloso cumplimiento de los efectos de este sagrado intercambio. De todos los creyentes en Jesús, María es la más perfecta. Dios la preservó de toda mancha de pecado desde el momento de su concepción. Por su parte, ella comprometió su voluntad y la ajustó completamente a la de Dios. Su respuesta al ángel Gabriel lo resume: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí lo que has dicho.
En las bodas de Caná, Jesús dijo a su Madre: Todavía no ha llegado mi hora. Pero María sabía muy bien lo que hacía. Como leemos en el texto evangélico de hoy, antes de dar a luz y cuidar al Niño Jesús, ya empezó a atender a su prima Isabel con cuidado y delicadeza, pues sabía que el niño que esperaba tenía un papel importante en los planes divinos. Sí, el tiempo de Dios no es nuestro tiempo.
En beneficio de todos los que desean seguir a Cristo, Dios ha dado la Asunción de su bendita Madre como signo de cuáles son los efectos del intercambio entre Dios y los hombres: María es llevada en cuerpo y alma al cielo. Su asunción al cielo quiere ser un signo de esperanza y consuelo para el pueblo de Dios en nuestro camino de peregrinación.
Es un recordatorio de que, independientemente de lo que experimentemos aquí, de las dificultades y pruebas que vivamos durante esta vida terrenal, éste no es el final de la historia. Si lo fuera, seríamos un pueblo sin esperanza.
En la resurrección, Jesús fue glorificado y compartió la gloria de Dios que era suya desde antes de la creación del mundo. Gracias a la resurrección, el Señor resucitado ya no está limitado por el tiempo, el espacio o la posición. Lo mismo ocurre con María. Nuestra celebración de su asunción es algo más que decir que su cuerpo ha sido glorificado. Decimos que ahora está llena de la gloria de Dios y que comparte intensamente la vida de Dios. Su vida está ahora en Dios y con Dios. Ella está en completa unión con Dios al final de su vida en la tierra.
Al igual que ella ha llegado a su destino final, también nosotros, que la seguimos, compartiremos esa gloria. La asunción de María es un don de Dios para todos nosotros que, como María, participaremos de la misma gloria al final de nuestra vida. Mientras tanto, podemos estar seguros de la intercesión de María por nosotros.
La Asunción no es sólo un momento histórico en la vida de María. La Asunción representa nada menos que una forma de entender todo el proceso de nuestra unión con Dios. Asumir significa hacerse cargo de algo, tomar algo en sus manos, y eso es precisamente lo que nos dice San Pablo con su famosa frase: He sido crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2, 20).
Incluso el Evangelio de hoy nos cuenta cómo Isabel se llenó del Espíritu Santo al pronunciar las palabras que se han convertido en nuestra oración diaria: Bendita eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.
Con estas hermosas palabras, San Bernardo expresó cómo en María se hace visible la unión de lo divino y lo humano y cómo se convierte en la protectora de nuestra vocación:
¡Qué hermoso regalo envía hoy la tierra al cielo! Con este maravilloso gesto de amistad -como dar y recibir- lo humano y lo divino, lo terrenal y lo celestial, lo humilde y lo sublime, se funden en uno solo. Es de ahí, del fruto terrenal más preciado, de donde provienen los mejores regalos y los dones más valiosos. Llevada al cielo, la Virgen María prodigará sus dones a todos los hombres.
En la Asunción de María, la Iglesia quiere dar un mayor fundamento a esta esperanza de la resurrección. Ella no sólo fue la madre de nuestro Señor Jesucristo, sino que también es la madre de la Iglesia. En la lectura de hoy del Apocalipsis, la “Mujer” mencionada se refiere a María y a la Iglesia.
Recordemos que María experimentó un dolor de incomparable intensidad: el de una madre que ve cómo torturan y matan a su hijo. Además, su santidad no está adornada con hechos espectaculares o milagros. Tampoco conocemos sus grandes discursos o enseñanzas para la vida moral. Esta mujer dulce y reservada deja este mundo, silenciosa y discreta como entró. Luego no sabemos nada de ella. En los textos canónicos no se menciona dónde pasó los últimos años de su vida ni cómo dejó esta tierra. Pero su forma de aceptar el dolor y su vida discreta y obediente la convierten en una persona de altísima santidad. Es la que más se identifica con las personas divinas. Es la que más puede hacer por nosotros en nuestra peregrinación terrenal.
Es importante que recordemos esto en los momentos de sufrimiento y en los instantes de impotencia y desamparo, cuando quisiéramos hacer un bien que tenemos la impresión de que no logramos realizar. En este sentido, María es ciertamente nuestro modelo. No sólo en el servicio y la obediencia gozosa, sino también en la aceptación de la voluntad divina sin poder comprenderla completamente; esto no era necesario, lo importante para ella era conocer lo que viene de Dios.
El Evangelio de hoy y la Segunda Lectura son complementarios. San Pablo recuerda a los corintios la realidad y el significado de la resurrección de Cristo.
Su resurrección no es única, sino que es el primer fruto de una abundante cosecha, representada por toda la humanidad.
Jesús no eliminó la muerte biológica: el cuerpo humano, como el de todo ser vivo, se desgasta y acaba consumiéndose. Él venció a la muerte privándola de su aguijón letal (1 Cor 15,55), transformándola en un nacimiento. Esta es la victoria que cantamos en la Vigilia Pascual. Hoy celebramos la liberación de la muerte realizada por Dios en María. Celebrémoslo porque en ella contemplamos el amanecer de la nueva humanidad, porque lo que Dios ha hecho en ella es el destino que nos espera a todos.
Al igual que Jesús, el cuerpo de María también fue transformado y transfigurado. Tuvo un cuerpo resucitado como el de nuestro Señor. Esta fue la gracia de Dios que se le concedió para participar en la glorificación de su Hijo, como dice hoy San Pablo: Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de todos los que duermen. La muerte llegó por medio de un hombre y, del mismo modo, la resurrección de los muertos ha llegado por medio de un hombre. Así como todos los hombres murieron en Adán, así todos los hombres serán resucitados en Cristo; pero todos ellos en su debido orden: Cristo como primicia y luego, tras la venida de Cristo, los que le pertenecen.
Algunos de nosotros no creemos del todo que Cristo haya vencido al pecado. Nuestra experiencia de faltas repetidas, nuestra permanente atracción por las cosas del mundo, parecen afirmar lo contrario.
Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan dramáticamente en este mundo. El dolor, la enfermedad, los achaques de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Al final, la lucha se vuelve unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Asiste Dios impasible a esta derrota de las criaturas en cuyo rostro está impresa su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella se nos invita a contemplar el triunfo del Dios de la vida.
Las últimas palabras de la Primera Lectura, Ahora han llegado la salvación y el poder, son una invitación a la esperanza. A pesar del poder abrumador del que todavía hacen gala las fuerzas del mal, el creyente sabe que el dragón ya ha sido derrotado por el “poder de Cristo”; su reacción será incluso aterradora, pero la cabeza fue aplastada, como Dios había predicho desde el principio del mundo (Gn 3,15).
En el rezo de las Vísperas se recita el Magnificat de María para mantener viva en los fieles, tal vez turbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe con la que María ha sabido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.
Tal vez una de las conclusiones prácticas más importantes de la celebración de la Asunción de María es que debemos imitarla en su conciencia filial, en su constante contemplación de cómo el Todopoderoso ha hecho grandes cosas por nosotros, cosas maravillosas que el Señor está haciendo continuamente en cada uno de nosotros, sus servidores.
No terminemos el día imaginando que hoy no ha ocurrido nada extraordinario en nuestra vida, que todo sigue igual. Desde el perdón recibido hasta la gracia de la perseverancia, son dones que nunca se destruirán y que nos permitirán hacer pequeñas obras de misericordia que brillarán como el sol en el reino de nuestro Padre.