por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 25 de Julio, 2021.
XVII Domingo del Tiempo Ordinario
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REFLEXIÓN
2Reyes 4: 42-44; Carta a los Efesios 4: 1-6; San Juan 6: 1-15.
Hace algunos años, una exploradora visitó la región del Ártico en un barco de expedición. Conoció a dos ancianos inuit (esquimales). Le dijeron que les parecía bien que les hiciera algunas preguntas, y ellos se mostraron dispuestos a hablar sobre el cambio cultural.
¿Pueden explicar qué entienden por cambio cultural? preguntó la visitante.
El mayor de los dos hombres asintió y respondió. Antes, dijo, cuando alguien pescaba una foca la compartía con la comunidad. Ahora, cuando alguien atrapa una foca se la queda para sí mismo y su familia. Eso ha cambiado todo.
Los padres, los investigadores del alma humana, los educadores, los guías espirituales de todos los tiempos saben bien que “algo pasa” cuando, de alguna manera, compartimos lo que tenemos con nuestros semejantes. Las tres Lecturas de hoy hablan de qué compartir, de cómo compartir y… de lo que ocurre cuando lo hacemos.
1. Qué compartir. Por supuesto, nos pasamos el día compartiendo cosas necesarias, pero de poca importancia para nuestra vida íntima, como un saludo en el ascensor, el uso del transporte público o información práctica para nuestras tareas diarias.
La necesidad de compartir es tan profunda, tan arraigada en nosotros, que en muchas ocasiones acabamos compartiendo cosas que no vienen al caso, gastamos energía en comentarios triviales o a veces en imponer obsesivamente nuestra visión de cualquier asunto. Además de perjudicar a los demás con estas cosas, lo realmente grave es la oportunidad que pierdo de compartir algo esencial que, por vergüenza, miedo o descuido, se queda dentro de mí, sólo para mí.
El hecho de comer con alguien, o simplemente tomar una taza de té o café, es un signo de intimidad que Jesús no descuidó. Al contrario, al instituir la Eucaristía, lo acogió como la prueba más clara y significativa de compartir con nosotros… su vida. Cuando hablamos de compartir la vida, nos referimos a algo muy concreto: Nuestro mayor tesoro, nuestras más profundas preocupaciones y nuestros sueños. No se trata sólo (aunque es importante) de informar de lo que me acaba de pasar en el trabajo o de una noticia espectacular que ha llegado a mis oídos.
La Primera Lectura nos habla, en efecto, de una época de terrible hambruna en Israel, donde la gente se dedicaba desesperadamente a comer raíces, hojas y hierbas de todo tipo. Elías insta al hombre que trajo veinte panes a que los comparta con la gente hambrienta. En ese momento, era lo más valioso que podían recibir, algo fundamental para la supervivencia, para su existencia. No era el momento de las buenas palabras ni de las ideas brillantes. Se trataba de compartir lo más preciado y urgente, el pan.
El hombre recién llegado de Baal Shalishah dudaba de la utilidad de compartir esos panes, dada la magnitud de las necesidades, pero el profeta sabía que Dios responde a nuestra fidelidad con una mano generosa. San Pablo dijo: El que no retuvo a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos dará también con él todo lo demás? (Rm 8,32). El Espíritu Santo pone en nosotros la aspiración de ser apóstoles porque sabemos, sentimos que no hay nada mejor que ofrecer al prójimo que darle a conocer a Cristo. Todo lo demás, como nos enseña la historia y nuestra propia experiencia, acaba produciendo aún más hambre, más sed de poder y de las cosas del mundo, como le enseñó Jesús a la samaritana.
En cualquier caso, si no somos capaces de compartir las pequeñas cosas, como pasar el tiempo de ocio juntos, difícilmente podremos dar a los demás la dimensión más profunda de nosotros mismos. Por eso, los verdaderos maestros de la vida espiritual, incluido Jesús, compartían con sus discípulos tiempo y actividades sencillas, tan naturales como comer. Recordemos que el banquete es, por su naturaleza, expresión de paz y reconciliación, por eso Jesús lo eligió como imagen de su reino.
2. ¿Cómo debemos compartir? Jesús nos lo muestra claramente con su ejemplo. En el texto del Evangelio de hoy, no manda formar una fila para repartir los panes, sino que forma pequeños grupos, sentados en un lugar cómodo, donde había mucha hierba, y sólo entonces reparte los panes con los apóstoles.
Este es el buen gusto del que tanto hablaba nuestro Padre Fundador. Y es posible incluso en el desierto, es decir, cuando carecemos de medios, tiempo o talentos. Lo importante es transmitir el mensaje de que realmente nos importa, de que nos interesa la vida de la persona que tenemos al lado. Otra cosa es encontrar una “solución mágica” para resolver sus problemas.
Recuerdo que en una ocasión, junto con un hermano, en el hospital de la misión que teníamos en el Chad, acompañamos a un moribundo, que no tenía familia y cuya lengua nadie podía entender. Su estado era lamentable y murió pronto, pero con una sonrisa que nunca olvidaré, por la forma en que nos quedamos con él, mirándole a los ojos y tocándole la frente en señal de nuestra comunión. Creo que el Espíritu Santo, en medio del desamparo terapéutico, nos mostró una forma de unirnos a él, tal vez para prepararlo y ponerlo en paz para su encuentro final con Dios.
Cuando compartimos nuestra vida espiritual, por ejemplo en el Examen de Perfección, tenemos que preparar la mesa de antemano, mirando a Jesús para pedirle su ayuda, la mejor manera de expresarnos, para poder recordar todo el amor que hemos recibido y el que hemos dejado de dar. Del mismo modo, cuando nos dirigimos a las almas alejadas de Cristo, es a Él a quien debemos dirigirnos para conocer cuáles son las angustias, los sueños y las aspiraciones de cada ser humano. No podemos dejarnos arrastrar por los deseos proselitistas, ni por la prisa de obtener una respuesta, sino por lo que Dios mismo ha puesto en esa alma.
Seguramente, la lección más importante que nos da Jesús sobre cómo compartir (conocimientos, bienes materiales, tiempo…) es la humildad. Antes de hacer nada, dice San Juan que dio gracias, reconociendo que todo bien viene de Dios Padre y especialmente la posibilidad de hacer el bien a los demás es, más que un acto generoso, una gracia.
San Vicente de Paúl dio una vez una instrucción muy sorprendente a su comunidad religiosa: Cuando las exigencias de la vida les parezcan injustas, cuando estén agotados y tengan que levantarse de la cama una vez más para hacer algún acto de servicio, háganlo con gusto, sin contar el costo y sin autocompadecerse, porque si perseveran en servir a los demás, en entregarse a los pobres, si perseveran hasta consumirse por completo, tal vez algún día los pobres encuentren en su corazón la forma de perdonarlos. Porque es más bendecido dar que recibir y también es mucho más fácil.
Todos sabemos que hay una cierta humillación en la necesidad de recibir, al igual que hay un cierto orgullo en poder dar.
¿Qué es más duro que estar de rodillas ante las demandas de tiempo y energía de quienes nos rodean? Estar de rodillas pidiéndole a otro su tiempo y su energía. Es más bendecido ser capaz de dar que de recibir y es más fácil.
La ironía es que nuestros propios dones y fortalezas, si no se entregan con la actitud adecuada, pueden hacer que los demás se sientan inferiores. Es importante entender esto para que seamos más cuidadosos y no sirvamos a los demás de manera que les rebajemos. No es automático, ni fácil, dar un regalo de manera que no avergüence a quien lo recibe.
Pero hay más. El compartir evangélico es ciertamente una alegría, pero no sin una cruz. Interiormente, sentimos la presión del instinto de felicidad, que exige resultados, frutos y cambios inmediatos y visibles. Externamente, las personas con las que compartimos experiencias, tiempo, conocimientos o alimentos pueden ser más que exigentes, desagradecidas y abusar de nuestra paciencia. Esto puede llevarnos al agotamiento físico y emocional e incluso a abandonar nuestra misión. El remedio no es simplemente “tener paciencia”, sino tener presente la paciencia que Dios me ha mostrado y me sigue mostrando.
El primer rasgo distintivo del discípulo es la humildad, entendida como la elección del último lugar, la disposición a servir, el rebajarse para elevar a los pobres. Luego vienen “la mansedumbre, la paciencia y la tolerancia”. El cristiano no es pendenciero e irritable, no pretende tener siempre la razón, sabe que las personas tenemos cualidades y limitaciones, defectos y virtudes. Siguiendo el ejemplo del Maestro, renuncia a toda forma de agresión moral o emocional y de violencia, y busca por todos los medios la unidad, la reconciliación y la paz.
3. Por último, ¿qué ocurre cuando compartimos?
La cebada crece también en terrenos pobres y abruptos y tiene menos valor que el trigo (Ap 6:6). Las clases más pobres se contentaban con el pan de cebada, que era más barato que el de trigo. En la Primera Lectura vemos que es un campesino pobre quien, con un gesto de conmovedora generosidad, se priva de un alimento valioso para entregárselo a Eliseo. Siente la necesidad de compartir con los demás el don recibido de Dios. Y la respuesta divina, como vemos, no se hace esperar, porque El hombre de corazón cálido será bendecido ya que comparte su pan con los pobres (Prov 22,9).
También conviene recordar que la generosidad es contagiosa. Precisamente porque está muy arraigada en nuestra naturaleza. Ciertamente, siempre habrá quien se “resista” a esta llamada a ser generoso, quien prefiera hacerse el ciego o el irónico ante la generosidad que ve en los demás, pero podemos afirmar que a compartir se aprende. Así, una de las cosas que ocurre cuando compartimos es que -conscientemente o no- nuestra generosidad se transmite. Esto lo sentimos de manera muy particular cuando contemplamos los Sagrados Corazones de Jesús, María y José. Cuando empezamos a compartir lo poco que tenemos, otros que son egoístas e inseguros se inspirarán en nuestro acto de generosidad y harán lo mismo.
¿Qué significa que en la multiplicación de los panes hubiera abundantes sobras? ¿Indica un error de cálculo por parte de la Providencia? Por supuesto que no. El error es más bien nuestro, porque Dios siempre nos concede algo imprevisto, gracias que nos sorprenden y que tenemos que pensar cómo compartir con los demás, como sucede con toda gracia recibida. El texto evangélico no nos dice a dónde fueron a parar las sobras, pero desde luego Jesús ya advierte que no deben perderse. Para ti y para mí es un reto, un verdadero desafío ser herederos del reino de los cielos, haber conocido a Cristo y tener que descubrir cada día, cada momento, cómo compartir con el prójimo la verdad, el consuelo, la luz y la fuerza que se nos ha dado.
Cuando dejo de lado mi egoísmo, superando el afán de poseer, que es la raíz de todos los males (1 Tim 6,10), estoy acogiendo la lógica del reino de los cielos. Voy poniendo a disposición de los hermanos, sin reservas, todo lo que tengo…. y se produce el milagro.