por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Madrid, 06 de Junio, 2021. | Corpus Christi – Solemnidad
Exodo 24: 3-8; Carta a los Hebreos 9: 11-15; San Marcos 14: 12-16.22-26.
Como escribió San Juan Pablo II en su última Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, la Eucaristía es el centro y la cumbre de la vida de la Iglesia.
Cuando celebramos esta gozosa conmemoración de la institución de la Eucaristía, es habitual insistir en que es más que un símbolo, más que un recuerdo. Es una presencia especial de Cristo entre nosotros.
Pero eso no excluye su valor como recordatorio. De hecho, en la Liturgia Eucarística repetimos: Hagan esto en memoria mía. Si la Iglesia insiste en que la Eucaristía es el centro de nuestra fe, es porque Cristo se sirve de ella en nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo. La investigación psicológica demuestra que nuestra memoria no es sólo una cámara de vídeo que filma los acontecimientos de nuestra vida y almacena las películas en una biblioteca para su posterior proyección. Los recuerdos, cuando son tratados con atención y cariño, cambian nuestro presente y nuestro futuro.
Todos hemos leído y escuchado la recomendación de “vivir en el presente”: No te preocupes por el pasado, ya que se terminó y se ha ido. No te preocupes por el futuro porque sólo tienes este día. Pero, ¿y si los maravillosos recuerdos de tu pasado te traen una profunda alegría y te hacen sentir quién eres realmente?
La Misa también se llama memorial porque cuando celebramos la Misa, recordamos y experimentamos de nuevo los efectos salvadores de la muerte sacrificial de Cristo en la cruz para nuestra salvación. Por tanto, los recuerdos son importantes porque afectan al modo en que respondemos a los acontecimientos futuros y nos dan un sentido de confianza, alegría, esperanza y valor para afrontar el futuro.
Todos los seres humanos necesitamos hacer un esfuerzo para asimilar y conservar adecuadamente nuestros recuerdos, los más traumáticos y los más bellos. La Eucaristía -literalmente, “acción de gracias”- nos recuerda que la promesa de Jesús se cumple cada día. Los acontecimientos dolorosos y nuestras propias pasiones tienden a eclipsar la realidad más bella y más cierta de nuestra existencia: las innumerables formas de la presencia divina.
Por medio de la Eucaristía, Jesús quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) […] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (CIC 1366).
Hacer una asociación concreta entre un recuerdo vívido y un objeto o un lugar, y recordar el amor o la alegría que sentimos en ese momento, nos ayuda a revivir esa emoción positiva cada vez que vemos ese objeto o lugar. De hecho, la iniciativa de celebrar la Pascua no parte de Jesús, sino de los discípulos. Son ellos los que quieren recordar la liberación de Egipto, liberación con la que comenzó su historia. No pueden imaginar lo que ocurrirá esa misma noche durante la cena.
Cuando celebramos la Eucaristía no nos limitamos a dar gracias recordando ese hecho como un acontecimiento del pasado, sino que el evento se hace nuevo ante nosotros y participamos en este acontecimiento sanador. En palabras del Papa Francisco La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestro sentimiento de orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de un fin a un comienzo, y del mismo modo puede transformar nuestras vidas. Llena nuestros corazones con el amor consolador del Espíritu Santo, que nunca nos deja solos y siempre cura nuestras heridas (14 de junio de 2020).
Los recuerdos no tan buenos también tienen su lugar en nuestra mente. Recordar la superación de las adversidades del pasado puede aportar confianza para superar un nuevo obstáculo. Dejemos que los malos recuerdos nos recuerden lo que podemos soportar sin que se nos rompa la cabeza gracias a la gracia divina.
En muchas ocasiones, nuestro Recogimiento y Quietud místicos están hechos de recuerdos. Son acontecimientos o impresiones, más o menos recientes, hacia los que el Espíritu Santo inclina nuestra mente y nuestro corazón para darnos luz y fuerza en nuestro camino. Uno de estos recuerdos se refiere al futuro, al hecho de que nuestra vida en este mundo es breve y no puede ser un estado permanente.
Se trata de una perspectiva valiosa, no pesimista ni aguafiestas, cuyo valor ya era percibido por los pueblos paganos.
Por ejemplo, en un triunfo de Roma, la mayoría del público tendría sus ojos clavados en el general victorioso en el frente. Sólo unos pocos se darían cuenta de que el ayudante en la parte trasera, justo detrás del comandante, le susurraba al oído: Recuerda que eres mortal. ¡Qué recordatorio para escuchar en la cima de la gloria y la victoria! Tales recordatorios y ejercicios forman parte del Memento Mori (en latín, “recuerda que tienes que morir”), la antigua práctica de reflexión sobre la mortalidad que se remonta a Sócrates, quien dijo que la práctica adecuada de la filosofía “no trata de otra cosa que de morir y estar muerto”.
Meditar sobre nuestra mortalidad sólo es deprimente si no se entiende bien. De hecho, es un instrumento para crear prioridad y sentido. Es una herramienta que las generaciones han utilizado para crear una perspectiva y una urgencia reales. Para tratar nuestro tiempo como un regalo de Dios y no desperdiciarlo en lo trivial y vano. La muerte no hace que la vida carezca de sentido, sino que tenga un propósito.
La memoria es esencial para saber quiénes somos y para restaurar quiénes somos. Cuando recordamos la forma en que nuestro padre o nuestra madre o nuestro abuelo o nuestra abuela nos miraban con amor. Cuando recordamos logros importantes o lecciones que hemos aprendido. Estos recuerdos nos arraigan en la realidad de lo que somos.
Sin embargo, la memoria no es sólo individual, sino comunitaria. Los padres judíos comparten el recuerdo de haber sido salvados de la esclavitud en Egipto en la Pascua porque les ayuda a saber que son el pueblo elegido por Dios. Estos recuerdos forman parte de lo que somos como pueblo.
El mensaje de la Primera Lectura de hoy es recordarnos cómo Dios cumple fielmente su pacto, su alianza con nosotros. En el Antiguo Testamento se utilizaba la sangre de cabras y terneros. Esta sangre, que siempre ha sido ineficaz, ya no es necesaria. La sangre de Cristo se ofrece hoy a quienes participan en la celebración de la Eucaristía. Quienes se acercan a recibirla obtienen el perdón de los pecados, y en él se restablece el vínculo de vida con Dios. Este es el acontecimiento que nos convierte en el pueblo elegido por Dios, el pueblo de la nueva alianza.
Así lo expresa Fernando Rielo en Un diálogo a tres voces:
La Eucaristía representa dos hechos para mí: primero, nuestra pobre carne y nuestra pobre sangre, siendo carne y sangre de Cristo, nos hace hermanos legítimos y consanguíneos por su sacrificio en la cruz; segundo, la Eucaristía siembra en nuestro cuerpo y en nuestra sangre la semilla de su resurrección. Mi propia experiencia me dicta que la Eucaristía es el mejor viático que nos preserva del pecado y aumenta en el ser humano el amor divino en tal grado que la gloria celeste se convierte, durante el tránsito por esta vida, en suma vocación. Hago de este sacramento mi lema preferido: La Eucaristía es la ley de la contemplación.
Una observación esencial es que los recuerdos verdaderamente importantes siempre se refieren a personas. Como dijo un poeta, Nuestra memoria es siempre la memoria de un rostro. Sin duda, Jesús lleva al extremo esta sensibilidad humana al decir: Tomen, esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos.
Expiar el propio pecado significa comúnmente expiar una falta padeciendo un castigo. En las religiones paganas la expiación se realizaba mediante sacrificios y ofrendas que pretendían apaciguar a la deidad ofendida. En la Biblia, la expiación tiene otro significado. No pretende calmar a un Dios enfadado, ni castigar al hombre por el daño que ha hecho, sino actuar sobre lo que ha hecho terminar su relación.
Llega la noche y los Doce se reúnen con Jesús para comer el cordero pascual. Piensan celebrar su liberación de Egipto y la alianza del Sinaí. Terminan siendo, en cambio, en testigos de la nueva alianza anunciada por los profetas y reciben como alimento al verdadero Cordero.
Los discípulos logran comprender el significado del gesto y de las palabras. Toda la vida del Maestro es un regalo. Se ha convertido en pan partido para la gente, ahora quiere que sus discípulos compartan su decisión. Entran en comunión, se convierten en una sola persona con él, por lo que compartirán su propia vida.
Ahora está claro, para los discípulos y para nosotros, lo que significa acercarse a la Eucaristía: no se trata de un encuentro devocional con Jesús, sino de la decisión de ser como él en todo momento, pan partido a disposición de los hermanos.
La sangre de la Nueva Alianza se derrama por muchos, es decir, por todos. La Eucaristía no se instituye para los individuos, para que cada uno pueda encontrarse personalmente con Cristo, para fomentar el fervor individual o alguna forma de aislamiento espiritual. La Eucaristía es el alimento de la comunidad, es el pan partido y compartido entre hermanos (al menos dos), porque la comunidad es signo de la nueva humanidad, nacida de la resurrección de Cristo.
El pan es Cristo y el cáliz su sangre crean una comunidad con Cristo y entre sí, para formar el nuevo pueblo cuya única ley es el servicio a los hermanos hasta dar la vida como “alimento” para satisfacer todas las formas de hambre humana.
Cuando nuestro Padre Fundador nos pide que guardemos una fotografía de nuestra Primera Comunión, no pretende que nos limitemos a recordar la imagen de nuestra infancia o la fiesta que celebramos, sino el primer encuentro con Cristo en el Santísimo Sacramento. Que nuestra mirada se dirija a esta auténtica reliquia de nuestra vida cada día, al levantarnos y al acostarnos.